viernes, 25 de febrero de 2011

Fragmentos (I)

O una parte de un primer capítulo que quizá no lleve a nada

(...)En un momento, mi vida se resquebrajó. Esa noche, cuando volví a casa, sentí cómo se tambaleaban los cimientos de aquello que me había costado tanto trabajo construir, y que se había esfumado de la noche a la mañana. Era una historia de humo que desapareció para siempre después de un estornudo, y no quedó ni rastro, salvo aquella achacosa y solitaria máquina de escribir que jamás volví a utilizar y que, sin embargo, envié hacia París hace unos días, junto con un baúl lleno de libros y algo de ropa. Sin saber por qué, había decidido que aquel trasto formaría parte de mi nueva vida, como si necesitara conservar algo que me uniera a todo lo que dejaba en Madrid, sin querer cerrar del todo una puerta que no sé si sería capaz de volver a abrir algún día.
También comencé a beber. Fue el incremento de mi afición al alcohol lo que hizo que todos aquellos que me rodeaban eligieran por mí la opción del exilio. Nunca llegó a afectarme en el trabajo, pero mi salud comenzó a resentirse a la vez que se apagaba mi estado de ánimo. Me volví más huraño y mucho más introvertido, apenas cruzaba palabra con nadie en el trabajo y bebía solo en una taberna irlandesa que quedaba a medio camino entre casa y la redacción. Dormía poco y mal, y no me afeitaba con la periodicidad conveniente. Cuando empecé a plantear a los demás la opción de marcharme, nadie me animó a hacerlo, pero al cabo de unos meses eran ellos los que me obligaban a retomar mis viejos planes de huída. En las letras encontré la excusa. Antes de que Laura me abandonara, yo me había aficionado a escribir relatos, historias negras que tenían en la muerte un denominador común, y que publicaba con un seudónimo en la edición digital del periódico. Alguien en la editorial me comentó que esas historias gustaban mucho, y que si era capaz de escribir algo un poco más largo pero igual de siniestro, quizá pudiera publicar un libro. No en su firma, claro, “porque ya sabes que nosotros trabajamos con escritores consagrados, pero conozco una pequeña editorial que está interesada en este tipo de textos”. Nunca me había visto capaz de hacerlo, pero ante la recomendación de tomarme un tiempo de descanso que me hacían mis conocidos, y ante la que me llegó directamente desde la dirección del periódico, decidí liarme la manta a la cabeza. Pedí una excedencia en el trabajo, empaqueté mis cosas y compré un billete de ida a ninguna parte sin posibilidad de retorno.
Todavía no sé por qué elegí París. Había estado un par de veces en la ciudad, pero apenas sabía nada de su cultura, de esa vida interior que late en todas las capitales. Ni siquiera tenía un sitio adonde ir más allá de un lóbrego hostal situado en algún punto cercano a la Gare du Nord, destino de las que serían mis primeras noches en mi nuevo lugar en el mundo. París me había gustado como turista, pero no sabía si estaba preparado para soportarlo como habitante. Por eso, mientras el avión iniciaba la maniobra de aterrizaje y la pista del aeropuerto Charles de Gaulle se iba haciendo más y más grande, no pude evitar sentirme como ese niño que lloraba, inesperadamente, varias filas más adelante, y al que nada ni nadie parecía capaz de consolar. Me acordé de Madrid, de las noches en el periódico y de los besos de Laura. De las calles de la que siempre fue mi ciudad y de las caricias de Laura. De los tragos amargos en los bares oscuros, y de la ausencia de Laura. Cuando el avión hubo tomado tierra, aparté con un manotazo en el aire los recuerdos que me asaltaban y cerré en mi mente cualquier resquicio por el que todavía se filtraba el aire cargado de Madrid. Guardé el libro que había estado leyendo en la pequeña maleta en la que traía parte de mi ropa, y con la que tendría que subsistir hasta que llegara al hotel el baúl con el resto de mis cosas, algunos libros y la vieja máquina de escribir. Estaba en París, una nueva ciudad. Y, quisiera o no, ya podíamos ir acostumbrándonos el uno al otro porque, por el momento, había llegado para quedarme (...)

sábado, 19 de febrero de 2011

Perdón por la nostalgia...

Perdón por la nostalgia, pero hay noches en las que uno necesita respirar. Y respirarte. Y volver a atrapar ese pensamiento que rondó por la cabeza hace tiempo, pero que se escapó en el último bostezo antes de que el cielo pariera este alba tan gris que parece que no se irá nunca. No puedo con el silencio de esta noche de invierno. Empleé todo el otoño en olvidarte sin darme cuenta de que aún no te había conocido, sin entender por qué demonios tenía la espina de tu vientre clavada tan dentro de mí; tanto, que a veces era yo el que sangraba por tus heridas. Todavía no sé cómo conseguí que los árboles ya no me dijeran tu nombre.
Aún trizan mis nervios el aclarado oscuro de tus ojos. Estás muy equivocada si piensas que he conseguido olvidarlos. Te amparas en la distancia que todavía nos une para creerte por encima de mí, para saber que las yemas de tus dedos acarician los hilos que mueven mi vida, y que cada vez acercan más el puñal al fondo de mi pecho; y hay noches en las que me despiertas, en medio de la bruma, y sonríes como si nada. Quizá para ti no signifique mucho la historia que hemos construido, pero yo sólo le veo un final posible, y no será bueno para ninguno de los dos.
¿Recuerdas cuando manchaba mis labios con la ceniza que llovía de tus dedos? Fue mi vida aquel cigarro que inhalaste hasta el último estertor. En ocasiones fui el humo que giraba en torno a ti, que enturbiaba tu figura, que golpeaba tus retinas en busca de una lágrima, por pequeña que fuera, que sirviera para enjugar los millones que yo he llorado. En otras ocasiones, en cambio, fui la brasa ardiente de mi ser, encendida con un simple roce de tus labios, con el empuje estéril de tu aliento contra mí. Siempre, sin excepción, fui los restos de mi vida empotrados sin piedad contra el verde cristal de un cenicero.
En las dos puntas del mismo camino, cada uno en su ciudad, soñamos con azoteas escondidas desde las que divisar las luces nocturnas del mundo. Imaginamos ese viento que sólo sopla para nosotros apagando las velas de una tarta que no nos íbamos a comer, rodeada por botellas de vino a medio terminar y dos copas manchadas por las huellas de tu carmín: rojo sangre en una de ellas, por tu forma de beber; sangre sola en la que era mía, por tu forma de besar. Porque eran tus besos abrazos con los que a veces me mordías. Aún existen canciones que no me dejan respirar porque vuelven hiel pura los restos de tu saliva que todavía quedan en mi boca, y que siempre son cuchillas de diamantes a la hora de tragar.
Perdón por la nostalgia, pero esta noche no consigo soportar tu ausencia. No hay consuelo posible que apague mi forma de llorar. No hay restos de ti en los sonidos de mi cama, ni pelos en mi almohada, ni tiras de piel sobre mi piel. Ya no está ahí tu silueta, recortada por la tenue luz de la luna, como coartada perfecta para un amanecer insomne viéndote respirar. Ya no está ahí tu cuerpo, apoyado junto al mío. Ya no está tu espalda en la punta de mis dedos.
En vez de eso, sólo me queda la fiebre. Y los papeles que nunca llegaste a escribir, y las historias que contaste pero yo no llegué a comprender. Porque no las conocía. Porque más allá del mundo de mi mente, tu realidad estaba fuera de mí, y este querer sin quererte, y que me quieras sin quererme, no es sino otra forma de vida. Distinta. Distante. Del todo irreal. Nunca estuve presente en tus fotografías. No era para mí esa sonrisa en blanco y negro que asomaba tibiamente detrás de tu flequillo. Ni esa mirada disparada de lado por encima de un hombro salado por el mar. No soy yo el dueño de tus palabras. Nunca encuentro mis letras en tus suspiros.
Aun así, te escribo, sabiendo que es un error. Que quizá después de estas líneas ya no me sueñes nunca más. O, lo que es peor, renuncies a volver por mis sueños. Por eso, antes que todo, déjame pedirte perdón por la nostalgia. Perdón por estas palabras que no he podido sujetar. Si te ayuda, sabes que yo te perdono, a pesar de esta ausencia que no me deja respirar…