viernes, 18 de enero de 2013

Sol de invierno

Faltaban unos minutos para que saliera el sol pero en la casa la noche aún estaba a medias. La televisión, encendida y con el volumen bajado; la luz del baño encendida. Sobre la mesa, dos copas de vino a medio beber, y un cigarro apoyado en el borde del cenicero, consumiéndose en los últimos minutos de aquella noche de oscuridad. Cuando el primer rayo de sol asomó por las rendijas de la persiana, el pitillo era tan sólo una columna de ceniza que se mantenía en precario equilibrio, en espera de la caricia temprana que la hiciera caer. Como aquella era una casa pequeña, el primer rayo bastó para que las paredes cogieran de pronto el tono del sol nada más nacer. Un sofá, una pequeña mesa rectangular y un par de sillones, uno frente al otro, dotaban a un lado de la sala una fingida desnudez que quedaba compensada por la estantería llena de libros que ocupaba la otra pared, con la televisión en el centro, rompiendo el mar de letras. A uno de los lados, una puerta entreabierta dejaba intuir las primeras baldosas de la habitación. En el otro, un estrecho pasillo hacia la cocina y el cuarto de baño. Todo, a esas horas de la mañana, bañado por la recién estrenada luz.
Así les sorprendió la mañana, con la noche a medias todavía. Él sentado en un sillón con el torso desnudo, el pantalón vaquero rescatado del montón de ropa del suelo. Ella sentada en el otro, con las rodillas encogidas y la barbilla apoyada en ellas, las piernas desnudas y vestida con aquella vieja camiseta gris que siempre le estuvo demasiado grande, que desde el principio fue demasiado vieja. Descalza, con el pelo cayéndole por los lados de la cara, negro, despeinado, con el pequeño aro brillando en una de las aletas de la nariz. Él mirándola a ella, ella mirando al suelo. Y un silencio denso, masticable, entre los dos, hasta el punto de que casi podía escucharse cómo la luz del sol iba ganando espacio propio en las paredes, cómo avanzaba letal, como un ejército silencioso desplegándose sobre un valle helado, ocupando los rincones con su calor. Era un sol de invierno, pero de un enero brillante. Un sol redondo en medio de un cielo despejado y frío, sin una sola nube, como todos los que presidían los días en los que ella decidía volver. Pero ahí sentados los dos, en aquel pequeño salón, el sol acababa de ocupar por completo las paredes y él la miraba a ella, y ella miraba al suelo, mientras a los dos los abrazaba un denso silencio.
El piso apenas había cambiado un ápice desde que ella se fue. En la estantería seguían los libros ordenados como ella los dejó. En el sofá seguían aquellos cojines extraños que compró una mañana en el rastro y que abrazaba cuando la película le daba miedo, o cuando era el frío, y no el sol, el que irrumpía por la ventana y tomaba con paso acelerado las paredes y todos los rincones de la casa. Incluso seguía allí, en el cajón de la mesita, el libro que ella estaba leyendo cuando se fue, con la página por la que se quedó aún marcada por si se le ocurría regresar. Todo estaba igual que cuando se marchó, salvo por las dos copas de vino a medio beber encima de la pequeña mesa…
Alguien se movió dentro de la habitación.
…y por la mujer que había en la cama.

Al escuchar movimiento en el interior de la habitación, ella levantó la cabeza y le miró por primera vez. El pelo le tapaba uno de los ojos, el que continuamente lloraba, pero aun así su mirada era tan penetrante como siempre, como la primera vez que le despachó esa intensidad desde el otro lado de la barra de un tugurio que ahora es una tienda de ultramarinos. No dijo una palabra, tan sólo le miró fijamente mientras él echaba mano al paquete de tabaco y se encendía otro cigarro, destruyendo la columna gris al acercarse el cenicero. En medio del humo de la primera calada, la que siempre pasa hasta el fondo, se miraron por primera vez. Duró un segundo. Luego ella volvió la cabeza hacia la habitación, como queriendo escudriñar su interior a través de la pared.
-No la conoces-, dijo él. Pero ella no habló.

-Me dejaste solo… dijiste que nunca te ibas a marchar, pero me dejaste solo. Me has dejado solo-, repitió, aunque sabía que no le escuchaba.

Ella seguía callada, mirando hacia la habitación, agarrando con fuerza sus rodillas y atrayendo sus piernas hacia sí, hacia el pecho, como si el contacto de la propia piel fuera a hacer latir de nuevo su corazón.
-Dijiste que nunca te ibas a marchar-, dijo él, casi en un susurro.

Pero se fue. Las promesas no fueron suficientes para construir una pared que no derribara la enfermedad. Y la enfermedad tiró la pared, y tiró todas las que intentaron construir en ese pequeño universo de tres años que habían creado para ellos solos. Se fue, y ahora había otra piel empapando las mismas sábanas, y otro pelo alborotado sobre la almohada, y otro sudor sobre los labios de él.
-Me dejaste solo…

Se levantó. Camino hacia ella con el cigarro en la mano y vio cómo la figura del sillón perdía nitidez, se evaporaba. A medio camino de la despedida, ella volvió la cabeza para mirarle, y no sonrió. Mantuvo la boca cerrada, el gesto tenso, la mueca de enfado. Faltaban dos pasos para el encuentro cuando casi se había marchado del todo. Él estiró la mano en un intento desesperado de encontrar una brizna de piel pero todo lo que encontró fue aire, vacío, el sol de invierno cayendo sobre el respaldo de aquel sillón. Apuró el cigarro y lo dejó en el cenicero, y se fue hacia la habitación. Abrió la puerta del todo y se apoyó en el marco para ver cómo la mujer de la cama se desperezaba, abría los ojos y le sonreía mientras estiraba los brazos hacia atrás y acentuaba el desafío de su pecho desnudo. Le hizo un gesto para que se uniera con ella encima de las sábanas. Él dudó un instante.
-Perdóname-, dijo en voz alta, dos segundos antes de volver a agarrarse al vuelo de otra piel.