domingo, 29 de agosto de 2010

Detrás de unos ojos azules (III)

Siempre es difícil cerrar una puerta, porque demasiadas veces ese gesto supone abrir una herida. Y esa herida no cicatriza con facilidad. Te atormenta las noches de invierno y los amaneceres del verano, te pica en las mañanas de otoño, en los atardeceres de la primavera. Las heridas de la vida van derechas al alma porque su arañazo deja en las uñas jirones del corazón, y uno nunca se recupera del todo de los mordiscos que la realidad propina. Sus dientes son afilados. Las cicatrices, mucho tiempo después, saben a la sal que sedimenta en los posos de la vida, y a medida que uno envejece se vuelven aún más molestas, porque son muchos más los momentos en los que te detienes a hacer memoria. De nada vale lamerse las heridas una vez que se han producido, porque si han encontrado su sitio en el alma, se quedan ahí para siempre.

Ese miedo súbito que había sentido ahí, de pie en medio de la plaza en una madrugada lluviosa, le recorrió todo el cuerpo apenas puso un pie en el local. La cafetería estaba en silencio, y el camarero hojeaba distraídamente una revista mientras escuchaba de fondo las melodías nocturnas que despachaba el hilo musical. No ponía gran interés ni en una cosa ni en la otra, porque apenas se detenía unos segundos en una página antes de pasar a la siguiente, y cuando se acercó lo suficiente para escucharle descubrió que tarareaba canciones muy distintas a las que se filtraban por las paredes de la estancia. Pidió un café y se quitó la chaqueta, la dobló y se la dejó colgando del brazo a la espera de que el camarero, que se dirigía pesadamente hacia la cafetera, le trajera lo que había pedido.

Casi por un descuido, se giró un momento para verla. Recorrió con un vistazo rápido su silueta, firme, recta, en aquella solitaria cafetería. Caminó por su pelo y sintió que sus dedos se empapaban del tacto sedoso de aquella cabellera castaña clara que desprendía un olor singular, como a mañana fresca, da igual qué hora fuera del día. Era extraño. El agitado día había dejado en la cafetería restos de suficientes olores como para confundir a cualquiera, pero su nariz, a unos metros de distancia, detectaba nítidamente el inconfundible olor de su pelo. Sin que se diera cuenta, su mente empezó a bombardearle con un montón de preguntas incómodas que se resumían en una sola: ¿de verdad quieres que todo acabe aquí, esta noche? Ya no estaba tan seguro.

Se encontraba sumido en sus pensamientos cuando ella se dio la vuelta. Fue un momento, un chispazo, pero sus miradas se cruzaron y quedó atrapado en sus ojos. En sus increíbles ojos azules. ¿O eran verdes? Nunca había estado seguro. Daba la impresión de que ella tuviera la cualidad de confundirle a cada instante, porque sus ojos parecían de un color o de otro según el momento del día en que la mirara, según el estado de ánimo en el que se encontrara cuando lo hacía. Eso sí, había algo que no cambiaba. Lo hiciera por la mañana o por la noche, feliz o a punto de gritar de desesperación, su mirada era capaz de dejarle sin palabras. De abrazarle con un manto cálido que invitaba a la tranquilidad, al sosiego. Al sueño más profundo.

Durante ese breve instante en el que sus ojos se tocaron, para él se paralizó el mundo. La Tierra dejó de girar, y casi le pareció escuchar cómo los engranajes secretos que hacen girar el universo chirriaban en lo más profundo del planeta como hace una máquina pesada cuando se detiene de golpe. Hubiera jurado que las gotas que caían del cielo y mojaban la oscuridad de la calle se habían quedado suspendidas en el aire, esperando a que ella se moviera, a que decidiera dar la señal para que todo volviera a su cauce normal, y las gotas cayeran, el universo girase y su relación estuviera a punto de acabar.

No se percató de que, a su espalda, el camarero ya le había servido el café, y esperaba a que se apartara de la barra para volver a su tarea nocturna: pasar muy rápido las hojas de la revista y tararear canciones que nada tienen que ver con las que suenan a través del hilo musical. En ese momento, ella sonrió y bajó la vista, justo antes de volverse y quedar de espaldas a él, en una invitación velada pero directa de que se sentara frente a ella, en aquel reservado que dejaba a un lado la barra y al otro los servicios del bar, mientras que a la izquierda, a través del ventanal, permitía observar cómo arreciaba la lluvia.

Había sonreído. Un gesto fugaz, sí, pero una sonrisa al fin y al cabo. Una sonrisa que, como de costumbre, no sabía cómo interpretar. Lo más normal es creer que la risa denota felicidad, la cercanía de un momento esperado. Pero también había visto a gente para la cual la risa fue simplemente el último peldaño antes de la desesperación. Secado el cubo de lágrimas derramadas, recurrían a la risa histérica como último recurso en un desesperado afán por aferrarse a la cordura, que se escapaba de ellos para nunca más volver, como lo hacía el aliento que salía de su boca. Además, creyó adivinar en su sonrisa un deje de tristeza, de melancolía, quizá de resignación hacia lo inevitable. Ambos eran responsables de haber pospuesto ese momento muchas veces, y ambos serían responsables de lo que sucedería a partir de ahora.

Las mujeres dicen más con sus gestos que con sus palabras. Estaba harto de recibir ese consejo de un compañero de trabajo que se creía un donjuán. Quizá tuviera razón, pero él nunca había sabido interpretar esas señales que para otros son tan evidentes, que para ellas son tan recurrentes. Ése era uno de los errores que había cometido con mayor frecuencia, pero tampoco era el más grave. El resto, a buen seguro, cobrarían protagonismo a lo largo de la noche. No tendría que esperar mucho para conocer en todo lo que se había equivocado. Sonrió para sus adentros. “Nunca es tarde para aprender”, se dijo, justo antes de coger la taza de café y dirigirse hacia la mesa.

martes, 3 de agosto de 2010

Detrás de unos ojos azules (II)

A esas horas, en la redacción todo era silencio. Hacía tiempo que el bullicio diario del cierre se había apagado lentamente, y apenas quedaban en toda la planta algunos rezagados que estaban adelantando trabajo pendiente o, simplemente, dejaban pasar los minutos de una noche, otra más, en la que no tenían adonde ir. Él se encontraba a caballo entre una opción y otra, y en esos momentos curioseaba por Internet en busca de algún dato que alumbrara la posibilidad de un nuevo reportaje. Casi instintivamente, abrió el primer cajón de su mesa y cogió el paquete de tabaco. Sacó un cigarrillo y lo encendió, desafiando con nocturnidad la prohibición de fumar en el edificio. No importaba. Esa regla se aplicaba durante el día, y la cumplía como toda la gente normal. Entre noctámbulos no existía reglamento alguno de cómo arañarle el vientre a una noche de otoño.

Se levantó de su mesa con el cigarrillo entre los dedos, y se acercó a la mesa de uno de sus compañeros. Allí, en el tercer cajón, estaba la botella de bourbon. Aún existían en la redacción algunos colegas que nunca pierden las viejas costumbres, y que hace que uno se sienta siempre un poco mejor. El periodismo, pensó, es eso. Quedarse hasta tarde frente a una máquina de escribir con la única compañía de la luz de una lámpara y todos tus vicios a mano para que nada te inquietara. Ahora, en los periódicos, todo es mucho más aséptico. Los ordenadores han matado la magia. En las redacciones sólo hay prisas y un condenado reglamento que convierte un trabajo estupendo en una cadena de montaje. Por la mañana, a la calle; por la tarde, a escribir; la noche para descansar. Así no era el oficio con el que había soñado siempre.

Volvió a su mesa y se sirvió un vaso de bourbon. Se había acostumbrado a beberlo sin hielo desde el momento en que comenzó a paladear su abrasador legado en las noches solitarias de una redacción vacía. La única condición era que cuando la botella estuviera vacía, había que reponerla. Todos lo sabían, al menos los que recurrían a ella con frecuencia. Era un mandamiento no escrito: su áspero sabor estaba ahí para aliviar un mal día, para entonar una buena noche, para seguir empujando a uno hacia el abismo. Da igual qué opción escoger, a nadie hay que privarle de su oportunidad de caminar directo al infierno.

Se recostó sobre la silla, apoyó los pies en la mesa y subió el volumen del pequeño aparato de radio que le hacía compañía. Cambió las noticias y buscó una emisora que escupiera un poco de música a horas intempestivas. Encontró los primeros acordes de una melodía conocida. Enjoy the silence, de Depeche Mode comenzó a llenar el espacio a su alrededor, mientras cerraba los ojos y se dejaba llevar por las volutas de humo que flotaban buscando el techo, y por el cálido surco que el bourbon dibujaba en su garganta. En ese momento, con los ojos cerrados, se sintió bien. Tremendamente bien. Olvidó de pronto las exigencias de un día agotador, infructuoso después de horas de mucho esfuerzo. Había pasado la mañana llamando a un montón de puertas que permanecieron cerradas, en busca que algo que sirviera para publicar el próximo fin de semana.

Pero el trabajo no era lo realmente agotador. Ojalá lo fuera. Lo peor era que había caminado todo el día con una losa encima de él: la terrible realidad de que, esa noche, todo se acababa. No sabía si sentir cierto alivio o una pena profunda. Siempre había pensado que el final era lo mejor para él, y se había aferrado a la visión egoísta que su mente prefería darle a todo ese asunto. Incluso había pasado horas enteras imaginando cómo sería volver a la vida sin ella, lejos de sus reproches, de sus miradas inquisitivas, lejos de todo lo que significaba la vida que en esos momentos iban a dejar atrás.

Aun así, no podía negar que sentía por dentro una sensación extraña. Un nudo en la garganta que se había apretado conforme se fueron quemando los minutos del día, y se acercó la noche. Dejó el vaso sobre la mesa y, casi por instinto, se pasó la mano por el cuello. Casi pudo notar la marca de la soga con la que se estaba quitando el aire, y por un momento le pareció sentir en la boca el suave sabor de uno de sus besos, por encima incluso del amargo regusto del tabaco. Se pasó la lengua por los labios, intentando acentuar ese poso salado, como de agua de mar estancada, que deja ella siempre que besa. O siempre que besaba. Se mojó los labios con el bourbon para desterrar esa sensación de su memoria.


Terminó la canción y sonaron las señales horarias. Eran las dos de la madrugada. Abrió los ojos de una forma pausada y apagó el pequeño aparato. Le pareció oír cómo la noche se derramaba sobre una ciudad vacía, en penumbra, sumergida en una inquietante calma. Apagó el ordenador y chupó con fuerza el cigarro, antes de dejar que se consumiera lentamente en el cenicero, donde amanecería la mañana siguiente antes de que pasaran por allí las señoras de la limpieza. Algunas veces, le dejaban una nota escondida debajo del teclado del ordenador. ‘Aquí no se puede fumar’, le escribían, y él contestaba con otra nota a mano: ‘piedad, en casa tampoco me dejan’.

Apuró el bourbon y se abotonó los puños de la camisa. Por descuido, o a propósito, se dejó el móvil en el cajón donde lo había guardado por la tarde, cuando no quería que nadie interrumpiera sus pensamientos. Cogió la chaqueta y las llaves del piso, y se dirigió pesadamente a la salida. No cogió el ascensor, y bajó los cinco pisos hasta la calle por las escaleras, sin prisa, escalón por escalón. Cuando llegó a la puerta la lluvia se había hecho más persistente, y por un momento dudó en si coger uno de los paraguas que la gente había abandonado en el paragüero de la entrada, y que se turnaban cuando alguno salía a fumar o para ir al bar cuando iban a comprar algo para cenar. Descartó la idea. Siempre le había gustado la lluvia y apenas tardaría cinco minutos en llegar a la cafetería donde ella le esperaba. Después de todo, uno no puede protegerse de su destino.

Saludó al vigilante de seguridad justo antes de salir a la calle y meterse de lleno en las gotas que caían del cielo. Miró hacia arriba y sólo percibió oscuridad. A pesar de que podía encontrar un tenue refugio en la acera, bajo los balcones y tejados de los edificios que flanqueaban la calle, caminó por mitad de la misma dejándose empapar. Cinco minutos después volvía la esquina y se encontraba de frente con la plaza vacía, desierta. Sólo las lágrimas que lloraba el otoño rompían el silencio de la noche. Al fondo estaba la cafetería, y a través del ventanal distinguió su silueta.

Fue en ese momento cuando notó un chispazo que le hizo pararse en seco. De repente, ya no encontraba alivio en lo que iba a suceder, y todos los pensamientos positivos que había acumulado durante los últimos días se perdieron por el sumidero de la razón con la misma facilidad con la que el agua se filtraba a través de las alcantarillas hacia el centro de la tierra. El nudo alrededor de su cuello se hizo más fuerte. Intentó tragar saliva, pero encontró la boca seca. Acababa de descubrir qué era ese pequeño latir que le fustigaba el alma en las últimas semanas. Tenía miedo.

Intentó componerse y siguió avanzando, pero le temblaban las piernas. Caminó torpemente por mitad de la plaza, deseando que no le hubiera visto pararse en seco en mitad de la lluvia. Era inútil. Algo le decía que, en esos momentos, ella le miraba. Notaba el lacerante brillo de sus pupilas clavado en su frente. Respiró hondo y abrió la boca, dejando que las gotas de lluvia resbalaran por sus labios y mojaran su lengua. Cuando llegó a la puerta de la cafetería, todo su cuerpo estaba empapado por un sudor frío que le trizaba los nervios. Menos mal que estaba lloviendo, y caminar por mitad de la calle le ofrecía la coartada ideal para esconder los estigmas que el miedo le iba dejando en la piel. Abrió la puerta y la vio, de espaldas, a tan sólo unas mesas de distancia. Más lejos que nunca.