jueves, 15 de julio de 2010

Detrás de unos ojos azules (I)

Cerró el libro, apuró de un sorbo la taza de café y casi por instinto, miró el reloj. La 1:56. Las últimas líneas que había leído hace tan sólo unos momentos seguían resonando en su mente, y las apartó de un manotazo. Era el momento de volver a la realidad, y la realidad se concentraba en ese pequeño café, abierto las veinticuatro horas, en el que su soledad le hacía compañía. Ocupaba una de las mesas junto a la ventana, y tenía detrás suya la barra, donde un camarero limpiaba distraídamente el polvo acumulado en las botellas. Se dio la vuelta y le hizo una seña para pedir otro café.

No estaba sola en el bar, pero era la única que estaba sentada en uno de los apartados. Tenía sobre la mesa el libro que estaba leyendo, el pañuelo que se acababa de quitar y el bolso, con el teléfono asomando por la cremallera abierta. Junto a la barra, de pie, tres hombres discutían acerca de un montón de vanidades mientras vigilaban sus taxis, aparcados junto a la acera. Habían hecho un pequeño alto en la noche para tomar algo, pero los tres miraban nerviosos hacia la puerta, como esperando que algún cliente distraído se acercara a alguno de los coches buscando una forma rápida de volver a casa. De cuando en cuando, alguno de ellos le dirigía una mirada de soslayo, y a pesar de que estaba de espaldas a los taxistas podía sentir sus ojos clavándose en la nuca. No era de extrañar, estaba sola en el bar, de madrugada, y parecía no tener prisa por irse. A cualquiera le hubiera extrañado.

Cuando se acercó el camarero con el café, miró por la ventana. Empezaba a llover. Eran las primeras gotas de un otoño tardío, quizá el anuncio de un invierno madrugador. Se arrepintió al instante de haber salido de casa sin coger la chaqueta, y aunque llevaba una camiseta de manga larga, le preocupaba volver a casa empapada. Quizá no llueva para entonces, se dijo a sí misma, y por un momento se descubrió embelesada con una gota de agua que se deslizaba, poco a poco, por todo el ventanal. La acompañó hasta que se perdió por la parte baja del cristal, y después siguió mirando cómo caía la lluvia.

Las calles de la ciudad estaban desiertas. El corazón urbano que durante el día envolvía todo de un ritmo frenético latía ahora con una pausada melancolía. La plaza en la que estaba el café recibía las gotas de agua con una extraña letanía que sonaba desacompasada, olvidando que hacía sólo unos días sus rincones agradecían el suave trasnochar de las noches de verano. Ya no había niños que jugaban a esconderse detrás de los bancos, ni en las arboledas. Ya no había familias que se juntaban para hablar del tiempo mientras la tenue brisa de la noche envolvía sus cuerpos y alejaba el calor. Ya no había nadie en la plaza. Tan sólo un café abierto veinticuatro horas y tres taxis en la puerta, que pronto partirían para seguir recorriendo la ciudad.

De repente, sintió unas ganas acuciantes de fumar, de encender un cigarrillo y perderse de nuevo en ese sabor amargo que devolvía el color a las cosas, a la vez que tiñe de negro los pulmones. Dejó de fumar hace tres meses, pero por un momento se sintió tentada de levantarse y pedir a alguno de los tres hombres, que en estos momentos hablaban de fútbol, que le dieran un pitillo. Le había costado mucho trabajo dejar el hábito, y se prometió que nunca más volvería, pero sentía una necesidad enorme de dejar volar su mente detrás de las volutas de humo, hasta que ambos, pensamientos y alquitrán, se perdieran en el techo. Sin saber por qué, miró hacia arriba, consiguiendo, de paso, que ese gesto, aparentemente liviano, delatara a los ojos del resto su impaciencia.

Echó el azúcar en el café y se puso a darle vueltas, sin saber siquiera si iba a probar un sorbo de él. Por primera vez en todo el día, dejó la mente en blanco y se dejó llevar, pretendiendo que las imágenes acudieran solas a la memoria, sin necesidad de llamarlas. Es curioso cómo el cerebro selecciona sólo los buenos momentos cuando uno se acerca al abismo, quizá buscando un último aliento que invite a retroceder, a dar la vuelta y volver por donde hemos venido. Todas las estampas que escupió su mente fueron buenos recuerdos, algunos inconexos, otros que nada tenían que ver, como si trataran de engañarla colando imágenes de otra película con el fin de hacer más interesante la que ahora se estaba rodando. Detrás de ella, los tres taxistas pidieron la cuenta y se marcharon, no sin antes despedirse efusivamente junto a la puerta. Cada uno se metió en su coche y los tres partieron, uno detrás de otro, como en una procesión de vehículos con destino a ninguna parte. El bar, por fin, quedó en silencio.

Fue entonces cuando acertó a distinguir las letras que salían del hilo musical. Era un susurro leve, pero la noche y el silencio amplificaban los acordes y los hacían perfectamente audibles. Reconoció muy pronto las letras de Peter Townshend, aunque la voz estaba muy lejos de The Who. Era una versión nueva de Behind Blue Eyes, y aunque no lo sabía estaba escuchando los acordes de Limp Bizkit. Se dejó acariciar por la melodía y cerró los ojos, y al hacerlo consiguió ampliar la intensidad de las imágenes que su mente disparaba. Incluso le pareció distinguir con claridad que algunas de ellas no pertenecían siquiera a su vida. Podían ser de películas que había visto, de sueños que había tenido o parte de las historias que le habían contado, pero no las había vivido, eso seguro. Aun así, se dejó engañar por su cerebro y siguió contemplando sus recuerdos con los ojos cerrados unos segundos más, el tiempo que tardó el primer trueno en romper en dos el cielo de la ciudad y dejar su eco por todos los rincones.

Miró de nuevo por la ventana y vio cómo la lluvia caía con más intensidad. El otoño, definitivamente, había llegado. Adiós a las eternas tardes de verano, a las noches que empezaban en la calle y terminaban en la colina, en un abrazo al amanecer. Adiós al último verano juntos. Era el momento de cambiar de estación. Se llevó la taza de café a la boca y se mojó los labios, pero apenas tragó nada. Miró de nuevo el reloj. Eran las 2:00. Una silueta apareció al fondo de la plaza, por mitad de la calle, dejándose envolver por la lluvia. No sabía qué iba a pasar, pero ya no había vuelta atrás. Desconectó su cerebro y pronto dejó de recibir imágenes. Se quedó sola con la música, con las letras que salían de detrás de los ojos azules. Pasara lo que pasase, estaba a punto de suceder.

3 comentarios:

indo dijo...

bueno, pues a esperar la segunda entrega, a verlo que sucede.
un pedacito de otoño en este verano tan agobiante viene bien, no creas.
me quedo esperando a ver eso que está a punto de suceder.
un beso.

dudo dijo...

cinematográfico, como acostumbras. el café, la música. Un comienzo.
Te leo e imagino la versión peli, no sé, de Médem, por ejemplo. La prota, tal como la describes, es Indo. Un poco Amaia Salamanca pero sin ese aire de pijastúpida. Versión profunda, vamos. (Ahora seguro que me matáis los dos).
Me encanta.

REDUCCION MAMARIA MASCULINA dijo...

Comente en el final.. y no podia dejar pasar de decirte al principio que es un relato que bien puedes llevar a un corto.. me encantaria verlo en la pantalla!! genial!!