jueves, 4 de septiembre de 2014

Tormenta de verano

La primera vez que me habló de verdad de ella fue en una de las últimas noches de verano, una noche de alcohol y guardia baja. Tenía la despedida con la gallega atravesada en la garganta y de camino a casa paré en todos los antros abiertos buscando un vaso de ginebra que me ayudara a tragar, y al salir de la última cueva de borrachos se había desatado una tormenta de esas que en sus albores sólo remueven el calor, y que había sido convocada por un bochorno inusual para una noche de septiembre. Desde el primer trueno que me envolvió en la calle hasta las primeras gotas pasaron cuatro esquinas, y en las tres que quedaban hasta mi casa la lluvia me fue calando la ropa y pegándoseme en la piel, dejándose confundir con el sudor. Gané el portal empapado y abrí la puerta sin cuidado alguno, algo de lo que me arrepentí enseguida porque podía arrancar al viejo del sueño. Nunca había dormido muy bien, pero en el último año y medio las más de las noches habían sorprendido a mi padre sentado a oscuras en el salón, acaso la televisión encendida, en una duermevela enfermiza que apenas se podía quitar de encima. Ganar la cama era para él un logro, y si esa noche lo había conseguido mi torpe irrupción podría haberlo arruinado. Me quité la camisa empapada y fui a la cocina en busca de un trapo seco, ya que el baño estaba cerca de su habitación, y cuando encendí la luz vi al viejo sentado, clavado ante la mesa, con la mano rodeando un pequeño vaso en el que bailaba un líquido ambarino.
MI padre, que apenas bebía, había elegido esa noche para brindar. Le encontré más viejo que nunca, más encogido, consumido en esa camisa interior blanca, impoluta, con apenas algo de carne bajo sus pantalones bien arreglados. Tenía la frente arrugada y los ojos enrojecidos, y estaba empapado en sudor. Abrí la ventana de la cocina y la lluvia, hasta ese momento un rumor, un murmullo, gritó con toda la fuerza con la que se rompe el silencio de la noche, y vino acompañada de un relámpago que dejó insignificante la luz. Tomé un trapo seco y apenas me enjugué la frente lo puse sobre los hombros del viejo, para que el nuevo aire que entraba no le hiciera empeorar, y me serví con calma un vaso de ginebra mientras contaba mentalmente los segundos que pasaban desde el fogonazo del relámpago hasta la venida del trueno, para saber si la tormenta nos acompañaba o estaba aún por llegar. Con el vaso en las manos y el primer trago abrasándome el pecho, me senté ante el viejo, saqué un cigarrillo y coloqué el paquete y el encendedor entre ambos, y fumé con calma y caladas profundas esperando a que mi padre empezara a hablar.
Estaba encendiendo el segundo cigarrillo cuando el viejo se cansó de la lluvia y se decidió a decir algo. Lo hizo con un tono pausado, doliente, casi lastimero. “Tú tenías las palabras”, fue lo primero que dijo, y yo no respondí. Y empezó a hablar de ella, de mi madre, que se fue cuando era apenas un crío por un borracho malnacido que agarró un coche en lugar de una pistola y que puso rumbo a la mañana en lugar de ponérsela en la sien. “Le encantaban las tormentas en verano, ese olor que venía después de la lluvia, como a tierra o hierba recién cortada”. Me dijo que no pasaba un solo día en que no se acordara de ella, y que desde que se marchó jamás hubo para él otra mujer. Que el motivo para seguir adelante, yo, era ahora un motivo para dejarse vencer, porque yo ya no le necesitaba: ya había alcohol para cicatrizar mis propios errores. “Pero lo peor son todas las cosas que no le pude decir”, dijo, y habló entonces como nunca. Habló de un poema aprendido de memoria, de un vientre que era música de jazz, de un precipicio en la garganta. Hablé de un mapa de lunares, del sendero de la columna vertebral. De su espalda. De su cuello. Sobre todo de su espalda. De ese amanecer tan limpio que tenía, de un bostezo que convertía cualquier tarde en un domingo por la mañana. Agarró en el aire palabras que no conocía y dibujó con ellas matices y sensaciones, mientras yo callaba y sonreía, sabedor de la trampa que tras aquello se ocultaba. Apuró el vaso de bourbon y se levantó. Volvió a los dos minutos con un puñado de papeles entre las manos. Antes de que los dejara sobre la mesa yo ya las había identificado: eran mis textos, mis relatos, mis fiebres nocturnas. Nunca las había escondido mucho, bastaba con abrir un cajón, pero nunca llegué a pensar que el viejo pudiera leerlas.
“Todo lo que siempre quise decirle a tu madre está aquí, todo lo que significaba. Pero nunca tuve las palabras, no las encontré. Se fue sin escucharlo”.
Encendí otro cigarrillo.
“Y ahora resulta que las palabras las tienes tú”.
Di un trago de ginebra.
“Espero que no sólo las hayas escrito, que también las hayas llegado a pronunciar”.
Me besó en la frente y se marchó a dormir. La tormenta había pasado y la noche cerrada se empezaba a escurrir en medio del aire limpio que la lluvia nos había procurado. Me fumé con calma el cigarrillo y apuré de un trago la ginebra, a pesar de que la despedida de horas atrás había logrado salir del estómago y trepar tráquea arriba hasta atravesarse de nuevo en la garganta, donde volvía a impedirme respirar. Saqué el teléfono y busqué su nombre entre los primeros lugares de la agenda, y marqué.
Pasaron cinco tonos hasta que descolgó y me llegó del otro lado su voz casi de niña, su acento, ese deje somnoliento que acompañaba todo lo que hacía.
“¿Nacho?”, dijo, y sólo hubo silencio.
“Nacho, ¿qué te pasa?”, intentó una segunda vez.
Me arranqué el velo amargo del paladar y recogí todo el aire que había en mis pulmones para conseguir hablar.

“Tú… Lo que me pasa eres tú”.

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