sábado, 6 de septiembre de 2008

Un día más

Cuando el arma llegó a sus manos y sintió su tacto frío, los pelos se le pusieron de punta. Pesaba más de lo que podía haber imaginado, pero bien pensado era normal: cualquier cosa cuyo fin era matar tiene que tener más peso que la vida que se dispone a arrancar. La miró un instante antes de amartillarla, y se secó el sudor que perlaba su frente con la palma de la mano izquierda, mientras que con la derecha se metía la pistola en la boca.
Transcurrió un instante, pero a él le pareció una eternidad. En ese tiempo que no acababa nunca, su mente le traicionó por un momento y le regaló una sucesión de imágenes que, desde luego, no le confortaban. Era verdad lo que decían en las películas, pero todavía no había visto la luz y no estaba dentro de un túnel. Por eso se sintió decepcionado, al menos en parte.
Después, simplemente, se dejó llevar. Permitió que fuera su cerebro quien tomara la decisión, como si eso le eximiera de toda culpa. Había estado mirando en internet y sabía que el tiempo que pasaba desde que el cerebro daba la orden hasta que ésta se ejecutaba era insignificante, pero eso le bastaría para acordarse, por última vez, de lo poco bueno que había sido capaz de dar.
Se acordó de la universidad, quizá los mejores años de su vida. Qué lejos quedaban. Los profesores, los amigos, las fiestas… fue en una de ellas cuando la conoció en medio de una nube de ron y marihuana. También ella estaba borracha cuando salió tambaleándose a la terraza, decidiendo por el camino si quería respirar aire fresco o vomitar. Se apoyó sobre la barandilla y sintió una mano encima de la suya.
Aquel momento, lejano, vino a su mente con una claridad que incluso le costó discernir si de verdad estaba sucediendo. Le parecía tan real como la gota de sudor frío que sintió nacer en la parte posterior del cuello, y que se deslizaba por su columna vertebral, trizando cada uno de los nervios de su espalda.
Cerró los ojos con fuerza, llamando desesperadamente a una oscuridad que no llegaba, y apretó el gatillo. Cuando escuchó el ruido sordo del percutor, supo que el tambor estaba vacío, ahí no estaba la bala. Lo que sintió después no supo si era alivio o rabia; si estaba feliz por seguir viviendo o molesto por obligarse a soportarse unos segundos más.
Pasó la pistola al que estaba a su izquierda y se encendió un cigarrillo con la vista fija en el suelo. Le había dado dos caladas cuando escuchó una detonación que resonó en toda la nave, y que hizo que incluso temblaran las paredes. El suelo, alrededor, estaba cubierto de sangre y sesos, pero a él apenas le habían alcanzado unas gotas.
Se levantó pesadamente y recogió su chaqueta, preguntándose quién había ganado aquella mañana. Después de todo, el único ganador yacía en el suelo, con la cabeza abierta, y los perdedores eran que quedaban vivos para relatar su hazaña.
Salió a la luz del día y se despidió del resto de la gente. Miró el reloj: las siete y veinte. Tenía por delante, al menos, un día más. Y quizá con un poco de suerte llegaría a casa a tiempo para acompañar a las niñas al colegio.

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