lunes, 30 de marzo de 2009

Tránsito

Había pateado casi toda la ciudad sin éxito antes del anochecer, así que su misión tendría que esperar. No estaba acostumbrado a volver a casa frustrado, pero se resignó a dormir esa noche con la sensación de fracaso rondándole la cabeza. En realidad, nadie le había encargado ese trabajo, pero si quería ser el mejor en lo suyo no podía dejar que nadie le pisara los talones. Al fin y al cabo, él se consideraba un artista, porque si nacer es el milagro de la vida, matar era para él un arte. Cualquiera puede segar la vida de otra persona, pero hacerlo con maestría requería cierta preparación y altas dosis de sangre fría. Nunca había dejado que nada le nublara el pensamiento cuando hacía que el frío de la hoja se hundiera en el cuello de su víctima, y aspiraba poco a poco la vida que al otro se le escapaba. Prefería los puñales porque favorecían el cuerpo a cuerpo, y le gustaba notar la sensación del alma abandonando la tierra, perdiéndose hacia el cielo o en busca del infierno, según las circunstancias. Primero, la víctima se ponía rígida, y boqueaba como un pez en busca de un hálito de vida que ya no era tal, como si quisieran luchar contra lo inevitable. Luego la sensación de flojedad, el desplome, la nada. La muerte. Se estremeció con solo pensarlo, y sintió que el implacable ansia de matar se hacía dueño de su cuerpo, subiendo por su médula espinal y sacudiéndolo por completo. Todo iba bien hasta hace dos meses. Alguien estaba sembrando la ciudad con la sangre de cadáveres que bien podrían llevar su firma, pero que no le pertenecían. Desde entonces, su única obsesión era encontrar a la persona que había decidido hacerle sombra y procurarle la muerte que merecía. Eso sí, antes quería hacerle unas preguntas. No le importaba cómo ni por qué, pero quería saber qué siente un asesino a punto de ser asesinado. Llegó a la puerta de casa y echó un último vistazo a la calle en busca de una cara desconocida, un gesto no familiar, algo fuera de lo normal. Ya era de noche y una luna radiante iluminaba las calles de una ciudad cuyo ajetreo se iba reduciendo lentamente, como un corazón cansado que buscara el reposo latido a latido. Subió las escaleras despacio, pesadamente, pensando dónde iba a buscar al día siguiente, qué calles recorrería en busca de ese alma descarriada con la que compartía su pasión por la muerte. Abrió la puerta del apartamento y lo encontró todo en calma. Había fantaseado con encontrarlo en su casa, sentado en el sillón, esperándole en la penumbra como en las películas. Se fue derecho a la nevera y cogió la botella de leche. Le dio un largo trago antes de apoyarse con las dos manos en la encimera. Entonces se dio cuenta. Un mínimo detalle, tan leve que incluso a él, tan cuidadoso como era, se le había escapado. El bloque de madera donde guardaba los cuchillos de cocina estaba ligeramente desplazado. Todos seguían ahí, pero desde su posición no llegaba a coger ninguno, cuando lo normal era que los tuviera todos a mano. Agachó la cabeza y sonrió levemente cuando percibió por el rabillo del ojo el destello de un puñal que desafiaba las sombras de la estancia. Fue entonces cuando se dio cuenta de que ya no era el mejor, y, resignado, se dio la vuelta para abrazar las cuchilladas...

2 comentarios:

gloria dijo...

Magistral, de veras, realmente impresionante.
Parece que al final iba a saber lo que siente un asesino antes de ser asesinado, pero en sus propias carnes...
Has conseguido que a cada frase se me cortara el aliento un poco más, muy bueno.
Un beso y mis felicitaciones.

dudo dijo...

Lo huelo desde aquí, el aliento a tabaco y el olor metálico de la sangre. Desde aquí se escucha su últimpo estertor. Desde aquí se ve su última mueca, una leve sonrisa, una pequeña luz en los ojos... ¿agradecimiento?... quizá, en el fondo, sí.
Gracias por traerme todo ésto, Ignacio...
Un abrazo.