Siempre es difícil cerrar una puerta, porque demasiadas veces ese gesto supone abrir una herida. Y esa herida no cicatriza con facilidad. Te atormenta las noches de invierno y los amaneceres del verano, te pica en las mañanas de otoño, en los atardeceres de la primavera. Las heridas de la vida van derechas al alma porque su arañazo deja en las uñas jirones del corazón, y uno nunca se recupera del todo de los mordiscos que la realidad propina. Sus dientes son afilados. Las cicatrices, mucho tiempo después, saben a la sal que sedimenta en los posos de la vida, y a medida que uno envejece se vuelven aún más molestas, porque son muchos más los momentos en los que te detienes a hacer memoria. De nada vale lamerse las heridas una vez que se han producido, porque si han encontrado su sitio en el alma, se quedan ahí para siempre.
Ese miedo súbito que había sentido ahí, de pie en medio de la plaza en una madrugada lluviosa, le recorrió todo el cuerpo apenas puso un pie en el local. La cafetería estaba en silencio, y el camarero hojeaba distraídamente una revista mientras escuchaba de fondo las melodías nocturnas que despachaba el hilo musical. No ponía gran interés ni en una cosa ni en la otra, porque apenas se detenía unos segundos en una página antes de pasar a la siguiente, y cuando se acercó lo suficiente para escucharle descubrió que tarareaba canciones muy distintas a las que se filtraban por las paredes de la estancia. Pidió un café y se quitó la chaqueta, la dobló y se la dejó colgando del brazo a la espera de que el camarero, que se dirigía pesadamente hacia la cafetera, le trajera lo que había pedido.
Casi por un descuido, se giró un momento para verla. Recorrió con un vistazo rápido su silueta, firme, recta, en aquella solitaria cafetería. Caminó por su pelo y sintió que sus dedos se empapaban del tacto sedoso de aquella cabellera castaña clara que desprendía un olor singular, como a mañana fresca, da igual qué hora fuera del día. Era extraño. El agitado día había dejado en la cafetería restos de suficientes olores como para confundir a cualquiera, pero su nariz, a unos metros de distancia, detectaba nítidamente el inconfundible olor de su pelo. Sin que se diera cuenta, su mente empezó a bombardearle con un montón de preguntas incómodas que se resumían en una sola: ¿de verdad quieres que todo acabe aquí, esta noche? Ya no estaba tan seguro.
Se encontraba sumido en sus pensamientos cuando ella se dio la vuelta. Fue un momento, un chispazo, pero sus miradas se cruzaron y quedó atrapado en sus ojos. En sus increíbles ojos azules. ¿O eran verdes? Nunca había estado seguro. Daba la impresión de que ella tuviera la cualidad de confundirle a cada instante, porque sus ojos parecían de un color o de otro según el momento del día en que la mirara, según el estado de ánimo en el que se encontrara cuando lo hacía. Eso sí, había algo que no cambiaba. Lo hiciera por la mañana o por la noche, feliz o a punto de gritar de desesperación, su mirada era capaz de dejarle sin palabras. De abrazarle con un manto cálido que invitaba a la tranquilidad, al sosiego. Al sueño más profundo.
Durante ese breve instante en el que sus ojos se tocaron, para él se paralizó el mundo. La Tierra dejó de girar, y casi le pareció escuchar cómo los engranajes secretos que hacen girar el universo chirriaban en lo más profundo del planeta como hace una máquina pesada cuando se detiene de golpe. Hubiera jurado que las gotas que caían del cielo y mojaban la oscuridad de la calle se habían quedado suspendidas en el aire, esperando a que ella se moviera, a que decidiera dar la señal para que todo volviera a su cauce normal, y las gotas cayeran, el universo girase y su relación estuviera a punto de acabar.
No se percató de que, a su espalda, el camarero ya le había servido el café, y esperaba a que se apartara de la barra para volver a su tarea nocturna: pasar muy rápido las hojas de la revista y tararear canciones que nada tienen que ver con las que suenan a través del hilo musical. En ese momento, ella sonrió y bajó la vista, justo antes de volverse y quedar de espaldas a él, en una invitación velada pero directa de que se sentara frente a ella, en aquel reservado que dejaba a un lado la barra y al otro los servicios del bar, mientras que a la izquierda, a través del ventanal, permitía observar cómo arreciaba la lluvia.
Había sonreído. Un gesto fugaz, sí, pero una sonrisa al fin y al cabo. Una sonrisa que, como de costumbre, no sabía cómo interpretar. Lo más normal es creer que la risa denota felicidad, la cercanía de un momento esperado. Pero también había visto a gente para la cual la risa fue simplemente el último peldaño antes de la desesperación. Secado el cubo de lágrimas derramadas, recurrían a la risa histérica como último recurso en un desesperado afán por aferrarse a la cordura, que se escapaba de ellos para nunca más volver, como lo hacía el aliento que salía de su boca. Además, creyó adivinar en su sonrisa un deje de tristeza, de melancolía, quizá de resignación hacia lo inevitable. Ambos eran responsables de haber pospuesto ese momento muchas veces, y ambos serían responsables de lo que sucedería a partir de ahora.
Las mujeres dicen más con sus gestos que con sus palabras. Estaba harto de recibir ese consejo de un compañero de trabajo que se creía un donjuán. Quizá tuviera razón, pero él nunca había sabido interpretar esas señales que para otros son tan evidentes, que para ellas son tan recurrentes. Ése era uno de los errores que había cometido con mayor frecuencia, pero tampoco era el más grave. El resto, a buen seguro, cobrarían protagonismo a lo largo de la noche. No tendría que esperar mucho para conocer en todo lo que se había equivocado. Sonrió para sus adentros. “Nunca es tarde para aprender”, se dijo, justo antes de coger la taza de café y dirigirse hacia la mesa.
domingo, 29 de agosto de 2010
martes, 3 de agosto de 2010
Detrás de unos ojos azules (II)
A esas horas, en la redacción todo era silencio. Hacía tiempo que el bullicio diario del cierre se había apagado lentamente, y apenas quedaban en toda la planta algunos rezagados que estaban adelantando trabajo pendiente o, simplemente, dejaban pasar los minutos de una noche, otra más, en la que no tenían adonde ir. Él se encontraba a caballo entre una opción y otra, y en esos momentos curioseaba por Internet en busca de algún dato que alumbrara la posibilidad de un nuevo reportaje. Casi instintivamente, abrió el primer cajón de su mesa y cogió el paquete de tabaco. Sacó un cigarrillo y lo encendió, desafiando con nocturnidad la prohibición de fumar en el edificio. No importaba. Esa regla se aplicaba durante el día, y la cumplía como toda la gente normal. Entre noctámbulos no existía reglamento alguno de cómo arañarle el vientre a una noche de otoño.
Se levantó de su mesa con el cigarrillo entre los dedos, y se acercó a la mesa de uno de sus compañeros. Allí, en el tercer cajón, estaba la botella de bourbon. Aún existían en la redacción algunos colegas que nunca pierden las viejas costumbres, y que hace que uno se sienta siempre un poco mejor. El periodismo, pensó, es eso. Quedarse hasta tarde frente a una máquina de escribir con la única compañía de la luz de una lámpara y todos tus vicios a mano para que nada te inquietara. Ahora, en los periódicos, todo es mucho más aséptico. Los ordenadores han matado la magia. En las redacciones sólo hay prisas y un condenado reglamento que convierte un trabajo estupendo en una cadena de montaje. Por la mañana, a la calle; por la tarde, a escribir; la noche para descansar. Así no era el oficio con el que había soñado siempre.
Volvió a su mesa y se sirvió un vaso de bourbon. Se había acostumbrado a beberlo sin hielo desde el momento en que comenzó a paladear su abrasador legado en las noches solitarias de una redacción vacía. La única condición era que cuando la botella estuviera vacía, había que reponerla. Todos lo sabían, al menos los que recurrían a ella con frecuencia. Era un mandamiento no escrito: su áspero sabor estaba ahí para aliviar un mal día, para entonar una buena noche, para seguir empujando a uno hacia el abismo. Da igual qué opción escoger, a nadie hay que privarle de su oportunidad de caminar directo al infierno.
Se recostó sobre la silla, apoyó los pies en la mesa y subió el volumen del pequeño aparato de radio que le hacía compañía. Cambió las noticias y buscó una emisora que escupiera un poco de música a horas intempestivas. Encontró los primeros acordes de una melodía conocida. Enjoy the silence, de Depeche Mode comenzó a llenar el espacio a su alrededor, mientras cerraba los ojos y se dejaba llevar por las volutas de humo que flotaban buscando el techo, y por el cálido surco que el bourbon dibujaba en su garganta. En ese momento, con los ojos cerrados, se sintió bien. Tremendamente bien. Olvidó de pronto las exigencias de un día agotador, infructuoso después de horas de mucho esfuerzo. Había pasado la mañana llamando a un montón de puertas que permanecieron cerradas, en busca que algo que sirviera para publicar el próximo fin de semana.
Pero el trabajo no era lo realmente agotador. Ojalá lo fuera. Lo peor era que había caminado todo el día con una losa encima de él: la terrible realidad de que, esa noche, todo se acababa. No sabía si sentir cierto alivio o una pena profunda. Siempre había pensado que el final era lo mejor para él, y se había aferrado a la visión egoísta que su mente prefería darle a todo ese asunto. Incluso había pasado horas enteras imaginando cómo sería volver a la vida sin ella, lejos de sus reproches, de sus miradas inquisitivas, lejos de todo lo que significaba la vida que en esos momentos iban a dejar atrás.
Aun así, no podía negar que sentía por dentro una sensación extraña. Un nudo en la garganta que se había apretado conforme se fueron quemando los minutos del día, y se acercó la noche. Dejó el vaso sobre la mesa y, casi por instinto, se pasó la mano por el cuello. Casi pudo notar la marca de la soga con la que se estaba quitando el aire, y por un momento le pareció sentir en la boca el suave sabor de uno de sus besos, por encima incluso del amargo regusto del tabaco. Se pasó la lengua por los labios, intentando acentuar ese poso salado, como de agua de mar estancada, que deja ella siempre que besa. O siempre que besaba. Se mojó los labios con el bourbon para desterrar esa sensación de su memoria.
Terminó la canción y sonaron las señales horarias. Eran las dos de la madrugada. Abrió los ojos de una forma pausada y apagó el pequeño aparato. Le pareció oír cómo la noche se derramaba sobre una ciudad vacía, en penumbra, sumergida en una inquietante calma. Apagó el ordenador y chupó con fuerza el cigarro, antes de dejar que se consumiera lentamente en el cenicero, donde amanecería la mañana siguiente antes de que pasaran por allí las señoras de la limpieza. Algunas veces, le dejaban una nota escondida debajo del teclado del ordenador. ‘Aquí no se puede fumar’, le escribían, y él contestaba con otra nota a mano: ‘piedad, en casa tampoco me dejan’.
Apuró el bourbon y se abotonó los puños de la camisa. Por descuido, o a propósito, se dejó el móvil en el cajón donde lo había guardado por la tarde, cuando no quería que nadie interrumpiera sus pensamientos. Cogió la chaqueta y las llaves del piso, y se dirigió pesadamente a la salida. No cogió el ascensor, y bajó los cinco pisos hasta la calle por las escaleras, sin prisa, escalón por escalón. Cuando llegó a la puerta la lluvia se había hecho más persistente, y por un momento dudó en si coger uno de los paraguas que la gente había abandonado en el paragüero de la entrada, y que se turnaban cuando alguno salía a fumar o para ir al bar cuando iban a comprar algo para cenar. Descartó la idea. Siempre le había gustado la lluvia y apenas tardaría cinco minutos en llegar a la cafetería donde ella le esperaba. Después de todo, uno no puede protegerse de su destino.
Saludó al vigilante de seguridad justo antes de salir a la calle y meterse de lleno en las gotas que caían del cielo. Miró hacia arriba y sólo percibió oscuridad. A pesar de que podía encontrar un tenue refugio en la acera, bajo los balcones y tejados de los edificios que flanqueaban la calle, caminó por mitad de la misma dejándose empapar. Cinco minutos después volvía la esquina y se encontraba de frente con la plaza vacía, desierta. Sólo las lágrimas que lloraba el otoño rompían el silencio de la noche. Al fondo estaba la cafetería, y a través del ventanal distinguió su silueta.
Fue en ese momento cuando notó un chispazo que le hizo pararse en seco. De repente, ya no encontraba alivio en lo que iba a suceder, y todos los pensamientos positivos que había acumulado durante los últimos días se perdieron por el sumidero de la razón con la misma facilidad con la que el agua se filtraba a través de las alcantarillas hacia el centro de la tierra. El nudo alrededor de su cuello se hizo más fuerte. Intentó tragar saliva, pero encontró la boca seca. Acababa de descubrir qué era ese pequeño latir que le fustigaba el alma en las últimas semanas. Tenía miedo.
Intentó componerse y siguió avanzando, pero le temblaban las piernas. Caminó torpemente por mitad de la plaza, deseando que no le hubiera visto pararse en seco en mitad de la lluvia. Era inútil. Algo le decía que, en esos momentos, ella le miraba. Notaba el lacerante brillo de sus pupilas clavado en su frente. Respiró hondo y abrió la boca, dejando que las gotas de lluvia resbalaran por sus labios y mojaran su lengua. Cuando llegó a la puerta de la cafetería, todo su cuerpo estaba empapado por un sudor frío que le trizaba los nervios. Menos mal que estaba lloviendo, y caminar por mitad de la calle le ofrecía la coartada ideal para esconder los estigmas que el miedo le iba dejando en la piel. Abrió la puerta y la vio, de espaldas, a tan sólo unas mesas de distancia. Más lejos que nunca.
Se levantó de su mesa con el cigarrillo entre los dedos, y se acercó a la mesa de uno de sus compañeros. Allí, en el tercer cajón, estaba la botella de bourbon. Aún existían en la redacción algunos colegas que nunca pierden las viejas costumbres, y que hace que uno se sienta siempre un poco mejor. El periodismo, pensó, es eso. Quedarse hasta tarde frente a una máquina de escribir con la única compañía de la luz de una lámpara y todos tus vicios a mano para que nada te inquietara. Ahora, en los periódicos, todo es mucho más aséptico. Los ordenadores han matado la magia. En las redacciones sólo hay prisas y un condenado reglamento que convierte un trabajo estupendo en una cadena de montaje. Por la mañana, a la calle; por la tarde, a escribir; la noche para descansar. Así no era el oficio con el que había soñado siempre.
Volvió a su mesa y se sirvió un vaso de bourbon. Se había acostumbrado a beberlo sin hielo desde el momento en que comenzó a paladear su abrasador legado en las noches solitarias de una redacción vacía. La única condición era que cuando la botella estuviera vacía, había que reponerla. Todos lo sabían, al menos los que recurrían a ella con frecuencia. Era un mandamiento no escrito: su áspero sabor estaba ahí para aliviar un mal día, para entonar una buena noche, para seguir empujando a uno hacia el abismo. Da igual qué opción escoger, a nadie hay que privarle de su oportunidad de caminar directo al infierno.
Se recostó sobre la silla, apoyó los pies en la mesa y subió el volumen del pequeño aparato de radio que le hacía compañía. Cambió las noticias y buscó una emisora que escupiera un poco de música a horas intempestivas. Encontró los primeros acordes de una melodía conocida. Enjoy the silence, de Depeche Mode comenzó a llenar el espacio a su alrededor, mientras cerraba los ojos y se dejaba llevar por las volutas de humo que flotaban buscando el techo, y por el cálido surco que el bourbon dibujaba en su garganta. En ese momento, con los ojos cerrados, se sintió bien. Tremendamente bien. Olvidó de pronto las exigencias de un día agotador, infructuoso después de horas de mucho esfuerzo. Había pasado la mañana llamando a un montón de puertas que permanecieron cerradas, en busca que algo que sirviera para publicar el próximo fin de semana.
Pero el trabajo no era lo realmente agotador. Ojalá lo fuera. Lo peor era que había caminado todo el día con una losa encima de él: la terrible realidad de que, esa noche, todo se acababa. No sabía si sentir cierto alivio o una pena profunda. Siempre había pensado que el final era lo mejor para él, y se había aferrado a la visión egoísta que su mente prefería darle a todo ese asunto. Incluso había pasado horas enteras imaginando cómo sería volver a la vida sin ella, lejos de sus reproches, de sus miradas inquisitivas, lejos de todo lo que significaba la vida que en esos momentos iban a dejar atrás.
Aun así, no podía negar que sentía por dentro una sensación extraña. Un nudo en la garganta que se había apretado conforme se fueron quemando los minutos del día, y se acercó la noche. Dejó el vaso sobre la mesa y, casi por instinto, se pasó la mano por el cuello. Casi pudo notar la marca de la soga con la que se estaba quitando el aire, y por un momento le pareció sentir en la boca el suave sabor de uno de sus besos, por encima incluso del amargo regusto del tabaco. Se pasó la lengua por los labios, intentando acentuar ese poso salado, como de agua de mar estancada, que deja ella siempre que besa. O siempre que besaba. Se mojó los labios con el bourbon para desterrar esa sensación de su memoria.
Terminó la canción y sonaron las señales horarias. Eran las dos de la madrugada. Abrió los ojos de una forma pausada y apagó el pequeño aparato. Le pareció oír cómo la noche se derramaba sobre una ciudad vacía, en penumbra, sumergida en una inquietante calma. Apagó el ordenador y chupó con fuerza el cigarro, antes de dejar que se consumiera lentamente en el cenicero, donde amanecería la mañana siguiente antes de que pasaran por allí las señoras de la limpieza. Algunas veces, le dejaban una nota escondida debajo del teclado del ordenador. ‘Aquí no se puede fumar’, le escribían, y él contestaba con otra nota a mano: ‘piedad, en casa tampoco me dejan’.
Apuró el bourbon y se abotonó los puños de la camisa. Por descuido, o a propósito, se dejó el móvil en el cajón donde lo había guardado por la tarde, cuando no quería que nadie interrumpiera sus pensamientos. Cogió la chaqueta y las llaves del piso, y se dirigió pesadamente a la salida. No cogió el ascensor, y bajó los cinco pisos hasta la calle por las escaleras, sin prisa, escalón por escalón. Cuando llegó a la puerta la lluvia se había hecho más persistente, y por un momento dudó en si coger uno de los paraguas que la gente había abandonado en el paragüero de la entrada, y que se turnaban cuando alguno salía a fumar o para ir al bar cuando iban a comprar algo para cenar. Descartó la idea. Siempre le había gustado la lluvia y apenas tardaría cinco minutos en llegar a la cafetería donde ella le esperaba. Después de todo, uno no puede protegerse de su destino.
Saludó al vigilante de seguridad justo antes de salir a la calle y meterse de lleno en las gotas que caían del cielo. Miró hacia arriba y sólo percibió oscuridad. A pesar de que podía encontrar un tenue refugio en la acera, bajo los balcones y tejados de los edificios que flanqueaban la calle, caminó por mitad de la misma dejándose empapar. Cinco minutos después volvía la esquina y se encontraba de frente con la plaza vacía, desierta. Sólo las lágrimas que lloraba el otoño rompían el silencio de la noche. Al fondo estaba la cafetería, y a través del ventanal distinguió su silueta.
Fue en ese momento cuando notó un chispazo que le hizo pararse en seco. De repente, ya no encontraba alivio en lo que iba a suceder, y todos los pensamientos positivos que había acumulado durante los últimos días se perdieron por el sumidero de la razón con la misma facilidad con la que el agua se filtraba a través de las alcantarillas hacia el centro de la tierra. El nudo alrededor de su cuello se hizo más fuerte. Intentó tragar saliva, pero encontró la boca seca. Acababa de descubrir qué era ese pequeño latir que le fustigaba el alma en las últimas semanas. Tenía miedo.
Intentó componerse y siguió avanzando, pero le temblaban las piernas. Caminó torpemente por mitad de la plaza, deseando que no le hubiera visto pararse en seco en mitad de la lluvia. Era inútil. Algo le decía que, en esos momentos, ella le miraba. Notaba el lacerante brillo de sus pupilas clavado en su frente. Respiró hondo y abrió la boca, dejando que las gotas de lluvia resbalaran por sus labios y mojaran su lengua. Cuando llegó a la puerta de la cafetería, todo su cuerpo estaba empapado por un sudor frío que le trizaba los nervios. Menos mal que estaba lloviendo, y caminar por mitad de la calle le ofrecía la coartada ideal para esconder los estigmas que el miedo le iba dejando en la piel. Abrió la puerta y la vio, de espaldas, a tan sólo unas mesas de distancia. Más lejos que nunca.
jueves, 15 de julio de 2010
Detrás de unos ojos azules (I)
Cerró el libro, apuró de un sorbo la taza de café y casi por instinto, miró el reloj. La 1:56. Las últimas líneas que había leído hace tan sólo unos momentos seguían resonando en su mente, y las apartó de un manotazo. Era el momento de volver a la realidad, y la realidad se concentraba en ese pequeño café, abierto las veinticuatro horas, en el que su soledad le hacía compañía. Ocupaba una de las mesas junto a la ventana, y tenía detrás suya la barra, donde un camarero limpiaba distraídamente el polvo acumulado en las botellas. Se dio la vuelta y le hizo una seña para pedir otro café.
No estaba sola en el bar, pero era la única que estaba sentada en uno de los apartados. Tenía sobre la mesa el libro que estaba leyendo, el pañuelo que se acababa de quitar y el bolso, con el teléfono asomando por la cremallera abierta. Junto a la barra, de pie, tres hombres discutían acerca de un montón de vanidades mientras vigilaban sus taxis, aparcados junto a la acera. Habían hecho un pequeño alto en la noche para tomar algo, pero los tres miraban nerviosos hacia la puerta, como esperando que algún cliente distraído se acercara a alguno de los coches buscando una forma rápida de volver a casa. De cuando en cuando, alguno de ellos le dirigía una mirada de soslayo, y a pesar de que estaba de espaldas a los taxistas podía sentir sus ojos clavándose en la nuca. No era de extrañar, estaba sola en el bar, de madrugada, y parecía no tener prisa por irse. A cualquiera le hubiera extrañado.
Cuando se acercó el camarero con el café, miró por la ventana. Empezaba a llover. Eran las primeras gotas de un otoño tardío, quizá el anuncio de un invierno madrugador. Se arrepintió al instante de haber salido de casa sin coger la chaqueta, y aunque llevaba una camiseta de manga larga, le preocupaba volver a casa empapada. Quizá no llueva para entonces, se dijo a sí misma, y por un momento se descubrió embelesada con una gota de agua que se deslizaba, poco a poco, por todo el ventanal. La acompañó hasta que se perdió por la parte baja del cristal, y después siguió mirando cómo caía la lluvia.
Las calles de la ciudad estaban desiertas. El corazón urbano que durante el día envolvía todo de un ritmo frenético latía ahora con una pausada melancolía. La plaza en la que estaba el café recibía las gotas de agua con una extraña letanía que sonaba desacompasada, olvidando que hacía sólo unos días sus rincones agradecían el suave trasnochar de las noches de verano. Ya no había niños que jugaban a esconderse detrás de los bancos, ni en las arboledas. Ya no había familias que se juntaban para hablar del tiempo mientras la tenue brisa de la noche envolvía sus cuerpos y alejaba el calor. Ya no había nadie en la plaza. Tan sólo un café abierto veinticuatro horas y tres taxis en la puerta, que pronto partirían para seguir recorriendo la ciudad.
De repente, sintió unas ganas acuciantes de fumar, de encender un cigarrillo y perderse de nuevo en ese sabor amargo que devolvía el color a las cosas, a la vez que tiñe de negro los pulmones. Dejó de fumar hace tres meses, pero por un momento se sintió tentada de levantarse y pedir a alguno de los tres hombres, que en estos momentos hablaban de fútbol, que le dieran un pitillo. Le había costado mucho trabajo dejar el hábito, y se prometió que nunca más volvería, pero sentía una necesidad enorme de dejar volar su mente detrás de las volutas de humo, hasta que ambos, pensamientos y alquitrán, se perdieran en el techo. Sin saber por qué, miró hacia arriba, consiguiendo, de paso, que ese gesto, aparentemente liviano, delatara a los ojos del resto su impaciencia.
Echó el azúcar en el café y se puso a darle vueltas, sin saber siquiera si iba a probar un sorbo de él. Por primera vez en todo el día, dejó la mente en blanco y se dejó llevar, pretendiendo que las imágenes acudieran solas a la memoria, sin necesidad de llamarlas. Es curioso cómo el cerebro selecciona sólo los buenos momentos cuando uno se acerca al abismo, quizá buscando un último aliento que invite a retroceder, a dar la vuelta y volver por donde hemos venido. Todas las estampas que escupió su mente fueron buenos recuerdos, algunos inconexos, otros que nada tenían que ver, como si trataran de engañarla colando imágenes de otra película con el fin de hacer más interesante la que ahora se estaba rodando. Detrás de ella, los tres taxistas pidieron la cuenta y se marcharon, no sin antes despedirse efusivamente junto a la puerta. Cada uno se metió en su coche y los tres partieron, uno detrás de otro, como en una procesión de vehículos con destino a ninguna parte. El bar, por fin, quedó en silencio.
Fue entonces cuando acertó a distinguir las letras que salían del hilo musical. Era un susurro leve, pero la noche y el silencio amplificaban los acordes y los hacían perfectamente audibles. Reconoció muy pronto las letras de Peter Townshend, aunque la voz estaba muy lejos de The Who. Era una versión nueva de Behind Blue Eyes, y aunque no lo sabía estaba escuchando los acordes de Limp Bizkit. Se dejó acariciar por la melodía y cerró los ojos, y al hacerlo consiguió ampliar la intensidad de las imágenes que su mente disparaba. Incluso le pareció distinguir con claridad que algunas de ellas no pertenecían siquiera a su vida. Podían ser de películas que había visto, de sueños que había tenido o parte de las historias que le habían contado, pero no las había vivido, eso seguro. Aun así, se dejó engañar por su cerebro y siguió contemplando sus recuerdos con los ojos cerrados unos segundos más, el tiempo que tardó el primer trueno en romper en dos el cielo de la ciudad y dejar su eco por todos los rincones.
Miró de nuevo por la ventana y vio cómo la lluvia caía con más intensidad. El otoño, definitivamente, había llegado. Adiós a las eternas tardes de verano, a las noches que empezaban en la calle y terminaban en la colina, en un abrazo al amanecer. Adiós al último verano juntos. Era el momento de cambiar de estación. Se llevó la taza de café a la boca y se mojó los labios, pero apenas tragó nada. Miró de nuevo el reloj. Eran las 2:00. Una silueta apareció al fondo de la plaza, por mitad de la calle, dejándose envolver por la lluvia. No sabía qué iba a pasar, pero ya no había vuelta atrás. Desconectó su cerebro y pronto dejó de recibir imágenes. Se quedó sola con la música, con las letras que salían de detrás de los ojos azules. Pasara lo que pasase, estaba a punto de suceder.
No estaba sola en el bar, pero era la única que estaba sentada en uno de los apartados. Tenía sobre la mesa el libro que estaba leyendo, el pañuelo que se acababa de quitar y el bolso, con el teléfono asomando por la cremallera abierta. Junto a la barra, de pie, tres hombres discutían acerca de un montón de vanidades mientras vigilaban sus taxis, aparcados junto a la acera. Habían hecho un pequeño alto en la noche para tomar algo, pero los tres miraban nerviosos hacia la puerta, como esperando que algún cliente distraído se acercara a alguno de los coches buscando una forma rápida de volver a casa. De cuando en cuando, alguno de ellos le dirigía una mirada de soslayo, y a pesar de que estaba de espaldas a los taxistas podía sentir sus ojos clavándose en la nuca. No era de extrañar, estaba sola en el bar, de madrugada, y parecía no tener prisa por irse. A cualquiera le hubiera extrañado.
Cuando se acercó el camarero con el café, miró por la ventana. Empezaba a llover. Eran las primeras gotas de un otoño tardío, quizá el anuncio de un invierno madrugador. Se arrepintió al instante de haber salido de casa sin coger la chaqueta, y aunque llevaba una camiseta de manga larga, le preocupaba volver a casa empapada. Quizá no llueva para entonces, se dijo a sí misma, y por un momento se descubrió embelesada con una gota de agua que se deslizaba, poco a poco, por todo el ventanal. La acompañó hasta que se perdió por la parte baja del cristal, y después siguió mirando cómo caía la lluvia.
Las calles de la ciudad estaban desiertas. El corazón urbano que durante el día envolvía todo de un ritmo frenético latía ahora con una pausada melancolía. La plaza en la que estaba el café recibía las gotas de agua con una extraña letanía que sonaba desacompasada, olvidando que hacía sólo unos días sus rincones agradecían el suave trasnochar de las noches de verano. Ya no había niños que jugaban a esconderse detrás de los bancos, ni en las arboledas. Ya no había familias que se juntaban para hablar del tiempo mientras la tenue brisa de la noche envolvía sus cuerpos y alejaba el calor. Ya no había nadie en la plaza. Tan sólo un café abierto veinticuatro horas y tres taxis en la puerta, que pronto partirían para seguir recorriendo la ciudad.
De repente, sintió unas ganas acuciantes de fumar, de encender un cigarrillo y perderse de nuevo en ese sabor amargo que devolvía el color a las cosas, a la vez que tiñe de negro los pulmones. Dejó de fumar hace tres meses, pero por un momento se sintió tentada de levantarse y pedir a alguno de los tres hombres, que en estos momentos hablaban de fútbol, que le dieran un pitillo. Le había costado mucho trabajo dejar el hábito, y se prometió que nunca más volvería, pero sentía una necesidad enorme de dejar volar su mente detrás de las volutas de humo, hasta que ambos, pensamientos y alquitrán, se perdieran en el techo. Sin saber por qué, miró hacia arriba, consiguiendo, de paso, que ese gesto, aparentemente liviano, delatara a los ojos del resto su impaciencia.
Echó el azúcar en el café y se puso a darle vueltas, sin saber siquiera si iba a probar un sorbo de él. Por primera vez en todo el día, dejó la mente en blanco y se dejó llevar, pretendiendo que las imágenes acudieran solas a la memoria, sin necesidad de llamarlas. Es curioso cómo el cerebro selecciona sólo los buenos momentos cuando uno se acerca al abismo, quizá buscando un último aliento que invite a retroceder, a dar la vuelta y volver por donde hemos venido. Todas las estampas que escupió su mente fueron buenos recuerdos, algunos inconexos, otros que nada tenían que ver, como si trataran de engañarla colando imágenes de otra película con el fin de hacer más interesante la que ahora se estaba rodando. Detrás de ella, los tres taxistas pidieron la cuenta y se marcharon, no sin antes despedirse efusivamente junto a la puerta. Cada uno se metió en su coche y los tres partieron, uno detrás de otro, como en una procesión de vehículos con destino a ninguna parte. El bar, por fin, quedó en silencio.
Fue entonces cuando acertó a distinguir las letras que salían del hilo musical. Era un susurro leve, pero la noche y el silencio amplificaban los acordes y los hacían perfectamente audibles. Reconoció muy pronto las letras de Peter Townshend, aunque la voz estaba muy lejos de The Who. Era una versión nueva de Behind Blue Eyes, y aunque no lo sabía estaba escuchando los acordes de Limp Bizkit. Se dejó acariciar por la melodía y cerró los ojos, y al hacerlo consiguió ampliar la intensidad de las imágenes que su mente disparaba. Incluso le pareció distinguir con claridad que algunas de ellas no pertenecían siquiera a su vida. Podían ser de películas que había visto, de sueños que había tenido o parte de las historias que le habían contado, pero no las había vivido, eso seguro. Aun así, se dejó engañar por su cerebro y siguió contemplando sus recuerdos con los ojos cerrados unos segundos más, el tiempo que tardó el primer trueno en romper en dos el cielo de la ciudad y dejar su eco por todos los rincones.
Miró de nuevo por la ventana y vio cómo la lluvia caía con más intensidad. El otoño, definitivamente, había llegado. Adiós a las eternas tardes de verano, a las noches que empezaban en la calle y terminaban en la colina, en un abrazo al amanecer. Adiós al último verano juntos. Era el momento de cambiar de estación. Se llevó la taza de café a la boca y se mojó los labios, pero apenas tragó nada. Miró de nuevo el reloj. Eran las 2:00. Una silueta apareció al fondo de la plaza, por mitad de la calle, dejándose envolver por la lluvia. No sabía qué iba a pasar, pero ya no había vuelta atrás. Desconectó su cerebro y pronto dejó de recibir imágenes. Se quedó sola con la música, con las letras que salían de detrás de los ojos azules. Pasara lo que pasase, estaba a punto de suceder.
viernes, 11 de junio de 2010
El hombre de pausado caminar
Caminaba tan decidido que seguro que no sabía hacia dónde se dirigía
En medio de la tenue luz de una ciudad desierta, se distingue el ruido de las pisadas del hombre de pausado caminar. Es hijo de ninguna parte, y se siente en esta tierra, como en cualquier otra, un extraño. De tragos amargos tiene la garganta llena, y el paladar rugoso sólo le devuelve arena desde las entrañas cuando se esfuerza por tragar una saliva que duele, de tanto veneno como lleva. Su vida, como su alma, reposa en un hatillo al que se le ven las costuras, mal zurcidas y mal cuidadas por un tiempo que pasa y no ayuda. Todo lo que tiene lo lleva puesto, o sobre el hombro, y tiene por casa el rincón más grande del mundo: la calle. En su inhóspita habitación, nunca elige la compañía, y se conforma con la que el azar le regala, ya sea una corta conversación o los latigazos acerados de la más cruel indiferencia.
Esta noche, como muchas otras, se ha cansado de la ciudad, y ha roto su andar tranquilo para llenarse de una decisión como las que ya no quedan, y salir hacia la negrura en busca de otro lugar habitable, otra calle en la que dormir, otra acera en la que llorar. Ni siquiera sabe por qué llora, porque bien pensado, ni siquiera recuerda su nombre. ¿Para qué? ¿Quién lo necesita cuando nadie le va a llamar? Para casi todo el mundo no existe, a pesar de pasarse las horas sentado junto a la puerta del centro comercial. Quien le habla es para recriminarle que beba y no se lave, que no se ponga a trabajar. Como si eso fuera tan fácil. Como si no fuera el alcohol el único abrazo caliente que recibe día tras día. Como si la ginebra no fuera la única capaz de intentar contestar las preguntas que nunca formula porque no encuentra las palabras. Hay gente que le habla, sí, y también gente que le insulta. No le duelen las patadas de esos malnacidos que castigan a aquel que no tiene la suerte que ellos tuvieron. No le duelen los insultos de la gente. El frío de la calle le ha trizado el corazón, y ya no le duele nada.
Por eso, esta noche, camina decidido, pero con suavidad, casi con ternura, hacia una nueva isla desierta. Lleva por centinela las luces apagadas de un presente asesino, de un futuro al que nunca llegará. En la soledad de la avenida, sus pasos repiquetean en las baldosas de la acera, mientras se aleja de unas casas en las que nunca ha vivido, de unas calles en las que nada ha dejado. Para él sólo queda un poso de melancolía en la ajada taza del alma. Camina, sin mirar atrás, hacia una autovía oscura, y ante él se yergue una rotonda que indica el final de la luz. Detrás, desafiante, una carretera negra como boca de lobo, como una gran cueva que no tiene final, y si lo hay, está a decenas de kilómetros de distancia. No le importa, no le da miedo la oscuridad. Algunos coches parten en dos la avenida con sus luces, pero ni siquiera les mira porque sabe que nunca le llevarán. Si quiere inventar un nuevo destino, tendrá que hacerlo solo. Él y la oscuridad.
Casi ha llegado al borde del precipicio cuando lee por el rabillo del ojo las letras que coronan la rotonda. ‘Hasta pronto’, rezan, ‘hasta nunca’, dice él, justo antes de perderse en la oscuridad. La noche escupe una brisa invernal que congela los últimos resquicios de la primavera, y llena el suelo de charcos. El aire huele a lluvia, y la humedad se pega en los bolsillos de un abrigo raído, que guarda en la solapa los besos olvidados de una hija a la que no ve, de una mujer que ya no le quiere; de una vida que ya no le soporta. El negro de la carretera se traga su silueta mientras la ciudad sigue dormida, y el suave vaivén de la noche acompasa todos sus sueños. De fondo, a lo lejos, en lo más hondo de la carretera, se oye el chapoteo en los charcos de los rotos zapatos del hombre de pausado caminar…
En medio de la tenue luz de una ciudad desierta, se distingue el ruido de las pisadas del hombre de pausado caminar. Es hijo de ninguna parte, y se siente en esta tierra, como en cualquier otra, un extraño. De tragos amargos tiene la garganta llena, y el paladar rugoso sólo le devuelve arena desde las entrañas cuando se esfuerza por tragar una saliva que duele, de tanto veneno como lleva. Su vida, como su alma, reposa en un hatillo al que se le ven las costuras, mal zurcidas y mal cuidadas por un tiempo que pasa y no ayuda. Todo lo que tiene lo lleva puesto, o sobre el hombro, y tiene por casa el rincón más grande del mundo: la calle. En su inhóspita habitación, nunca elige la compañía, y se conforma con la que el azar le regala, ya sea una corta conversación o los latigazos acerados de la más cruel indiferencia.
Esta noche, como muchas otras, se ha cansado de la ciudad, y ha roto su andar tranquilo para llenarse de una decisión como las que ya no quedan, y salir hacia la negrura en busca de otro lugar habitable, otra calle en la que dormir, otra acera en la que llorar. Ni siquiera sabe por qué llora, porque bien pensado, ni siquiera recuerda su nombre. ¿Para qué? ¿Quién lo necesita cuando nadie le va a llamar? Para casi todo el mundo no existe, a pesar de pasarse las horas sentado junto a la puerta del centro comercial. Quien le habla es para recriminarle que beba y no se lave, que no se ponga a trabajar. Como si eso fuera tan fácil. Como si no fuera el alcohol el único abrazo caliente que recibe día tras día. Como si la ginebra no fuera la única capaz de intentar contestar las preguntas que nunca formula porque no encuentra las palabras. Hay gente que le habla, sí, y también gente que le insulta. No le duelen las patadas de esos malnacidos que castigan a aquel que no tiene la suerte que ellos tuvieron. No le duelen los insultos de la gente. El frío de la calle le ha trizado el corazón, y ya no le duele nada.
Por eso, esta noche, camina decidido, pero con suavidad, casi con ternura, hacia una nueva isla desierta. Lleva por centinela las luces apagadas de un presente asesino, de un futuro al que nunca llegará. En la soledad de la avenida, sus pasos repiquetean en las baldosas de la acera, mientras se aleja de unas casas en las que nunca ha vivido, de unas calles en las que nada ha dejado. Para él sólo queda un poso de melancolía en la ajada taza del alma. Camina, sin mirar atrás, hacia una autovía oscura, y ante él se yergue una rotonda que indica el final de la luz. Detrás, desafiante, una carretera negra como boca de lobo, como una gran cueva que no tiene final, y si lo hay, está a decenas de kilómetros de distancia. No le importa, no le da miedo la oscuridad. Algunos coches parten en dos la avenida con sus luces, pero ni siquiera les mira porque sabe que nunca le llevarán. Si quiere inventar un nuevo destino, tendrá que hacerlo solo. Él y la oscuridad.
Casi ha llegado al borde del precipicio cuando lee por el rabillo del ojo las letras que coronan la rotonda. ‘Hasta pronto’, rezan, ‘hasta nunca’, dice él, justo antes de perderse en la oscuridad. La noche escupe una brisa invernal que congela los últimos resquicios de la primavera, y llena el suelo de charcos. El aire huele a lluvia, y la humedad se pega en los bolsillos de un abrigo raído, que guarda en la solapa los besos olvidados de una hija a la que no ve, de una mujer que ya no le quiere; de una vida que ya no le soporta. El negro de la carretera se traga su silueta mientras la ciudad sigue dormida, y el suave vaivén de la noche acompasa todos sus sueños. De fondo, a lo lejos, en lo más hondo de la carretera, se oye el chapoteo en los charcos de los rotos zapatos del hombre de pausado caminar…
martes, 8 de junio de 2010
Capítulo Segundo
Otro retal mal cosido que he encontrado por el baúl de los párrafos olvidados. A partir de aquí, tocará improvisar de nuevo...
Afuera todo era niebla y oscuridad. Limpié el vaho de la ventanilla con la manga de la camiseta, pero no pude ver nada más allá de la negrura de una noche que hasta hace poco era tarde, y que se convertía minuto a minuto en el final de un día que ya no sería el mismo nunca más. Es curioso cómo la mente selecciona aquellos recuerdos que quiere guardar y los imprime en la memoria como si fueran fotografías, para que el paso del tiempo no erosione ninguno de sus detalles. Ni siquiera recuerdo cuándo tomé la decisión de marcharme, pero sé que me fui un sábado, en un tren que partió la llanura envuelto en la niebla con destino a las entrañas de una gran ciudad.
Languidecía el otoño más cálido que se recuerda, y aparecieron, de repente, los primeros retazos de un invierno madrugador. En el tren, todo era silencio. Si te concentrabas lo suficiente podías oír el silbido que producía al deslizarse, veloz, sobre los helados raíles, y el sonido de la niebla abriéndose a su paso. Había pasado gran parte del trayecto durmiendo, porque a través de la ventanilla no había mucho que ver. Me desperté unos minutos antes de que la bruma dejara paso a las primeras luces de Madrid, y por primera vez en muchas horas empecé a sentir miedo, porque quizá por primera vez fui consciente de que no sabía lo que me esperaba. Un escalofrío me recorrió la espalda y me hizo estremecer. Reconozco que incluso estuve tentado de volver atrás y empezar a deshacer el nudo que estaba dispuesto a apretar. La indecisión duró un minuto, quizá dos, pero logré acorralarla reuniendo algo del escaso valor que me quedaba, y empecé a planear mi siguiente movimiento.
A decir verdad, Madrid no era para mí una ciudad extraña. Años atrás, con la ilusión intacta en la maleta, me adentré en sus entrañas siendo sólo un crío con la esperanza de que la urbe, descarnada como pocas, vomitara, años después, al joven imberbe e indeciso convertido en un hombre capaz de asumir responsabilidades. La ciudad había fracasado, y quizá por eso decidimos darnos el uno al otro una segunda oportunidad. Por eso, cuando el tren se adentró por completo en la capital y partió en dos sus calles con una lengua de luz, me sentí reconfortado. Recuerdo la primera vez que llegué a Madrid, y el miedo que sentí cuando me lancé en solitario a explorar sus rincones. Es fácil hablar de esa ciudad desde la distancia, pero sólo el que se ha dejado envolver por ella sabe todo lo que puede llegar a despertar en una mente como la mía, dispuesta a empaparse de todos los nuevos retos. El temor se fue diluyendo poco a poco a medida que hacía mías sus esquinas, con la misma velocidad con la que la ciudad iba haciéndome suyo. Madrid es una ciudad que no te da respiro, y que se construye con las almas de la gente que intentan conquistarla. Sus calles se alimentan de los sueños de todos aquellos que por ellas transitan, y es fácil llegar a pensar que dominas la ciudad.
Pronto te das cuenta de la mentira que supone, porque Madrid es indomable.
No pude evitar esbozar una sonrisa mientras mi memoria seguía escupiendo recuerdos, y casi ni me di cuenta de que el tren estaba aminorando la marcha porque estábamos llegando a Atocha. Poco a poco, como si de una organizada procesión se tratase, todos los pasajeros se fueron levantando y comenzaron a bajar las maletas de los estantes, y desfilaron, uno detrás de otro, hacia la puerta de salida. Se acababa el calor del tren, y al otro lado de las puertas aguardaban el frío y la ciudad, los primeros minutos de un futuro que ya no podía controlar, a pesar de que fui yo, y sólo yo, el encargado de elegirlo. Me puse el abrigo y la bufanda, y agarré la mochila en la que llevaba, sobre el hombro, lo que me quedaba de vida. Antes de bajar del tren me detuve en la escalera y respiré hondo. Ese gesto, casi espontáneo, supuso el punto y final a todo lo que hasta ahora había conocido, en principio de una nueva vida marcada para siempre por las sombras. Allí, en el andén de la estación, terminaba mi pasado, y se escribían las primeras líneas de un futuro que jamás podría dominar.
Afuera todo era niebla y oscuridad. Limpié el vaho de la ventanilla con la manga de la camiseta, pero no pude ver nada más allá de la negrura de una noche que hasta hace poco era tarde, y que se convertía minuto a minuto en el final de un día que ya no sería el mismo nunca más. Es curioso cómo la mente selecciona aquellos recuerdos que quiere guardar y los imprime en la memoria como si fueran fotografías, para que el paso del tiempo no erosione ninguno de sus detalles. Ni siquiera recuerdo cuándo tomé la decisión de marcharme, pero sé que me fui un sábado, en un tren que partió la llanura envuelto en la niebla con destino a las entrañas de una gran ciudad.
Languidecía el otoño más cálido que se recuerda, y aparecieron, de repente, los primeros retazos de un invierno madrugador. En el tren, todo era silencio. Si te concentrabas lo suficiente podías oír el silbido que producía al deslizarse, veloz, sobre los helados raíles, y el sonido de la niebla abriéndose a su paso. Había pasado gran parte del trayecto durmiendo, porque a través de la ventanilla no había mucho que ver. Me desperté unos minutos antes de que la bruma dejara paso a las primeras luces de Madrid, y por primera vez en muchas horas empecé a sentir miedo, porque quizá por primera vez fui consciente de que no sabía lo que me esperaba. Un escalofrío me recorrió la espalda y me hizo estremecer. Reconozco que incluso estuve tentado de volver atrás y empezar a deshacer el nudo que estaba dispuesto a apretar. La indecisión duró un minuto, quizá dos, pero logré acorralarla reuniendo algo del escaso valor que me quedaba, y empecé a planear mi siguiente movimiento.
A decir verdad, Madrid no era para mí una ciudad extraña. Años atrás, con la ilusión intacta en la maleta, me adentré en sus entrañas siendo sólo un crío con la esperanza de que la urbe, descarnada como pocas, vomitara, años después, al joven imberbe e indeciso convertido en un hombre capaz de asumir responsabilidades. La ciudad había fracasado, y quizá por eso decidimos darnos el uno al otro una segunda oportunidad. Por eso, cuando el tren se adentró por completo en la capital y partió en dos sus calles con una lengua de luz, me sentí reconfortado. Recuerdo la primera vez que llegué a Madrid, y el miedo que sentí cuando me lancé en solitario a explorar sus rincones. Es fácil hablar de esa ciudad desde la distancia, pero sólo el que se ha dejado envolver por ella sabe todo lo que puede llegar a despertar en una mente como la mía, dispuesta a empaparse de todos los nuevos retos. El temor se fue diluyendo poco a poco a medida que hacía mías sus esquinas, con la misma velocidad con la que la ciudad iba haciéndome suyo. Madrid es una ciudad que no te da respiro, y que se construye con las almas de la gente que intentan conquistarla. Sus calles se alimentan de los sueños de todos aquellos que por ellas transitan, y es fácil llegar a pensar que dominas la ciudad.
Pronto te das cuenta de la mentira que supone, porque Madrid es indomable.
No pude evitar esbozar una sonrisa mientras mi memoria seguía escupiendo recuerdos, y casi ni me di cuenta de que el tren estaba aminorando la marcha porque estábamos llegando a Atocha. Poco a poco, como si de una organizada procesión se tratase, todos los pasajeros se fueron levantando y comenzaron a bajar las maletas de los estantes, y desfilaron, uno detrás de otro, hacia la puerta de salida. Se acababa el calor del tren, y al otro lado de las puertas aguardaban el frío y la ciudad, los primeros minutos de un futuro que ya no podía controlar, a pesar de que fui yo, y sólo yo, el encargado de elegirlo. Me puse el abrigo y la bufanda, y agarré la mochila en la que llevaba, sobre el hombro, lo que me quedaba de vida. Antes de bajar del tren me detuve en la escalera y respiré hondo. Ese gesto, casi espontáneo, supuso el punto y final a todo lo que hasta ahora había conocido, en principio de una nueva vida marcada para siempre por las sombras. Allí, en el andén de la estación, terminaba mi pasado, y se escribían las primeras líneas de un futuro que jamás podría dominar.
martes, 11 de mayo de 2010
Capítulo Primero
He decidido buscar en el baúl y recuperar historias inconexas para tratar de construir algo que no sé siquiera si terminaré. Lo intentaré. Se lo debo a Indo, porque cuando uno trabaja con palabras, a veces hace falta un empujón para invitarte a escribir, y ella me lo da continuamente. Gracias
Hay algo hipnótico en la oscuridad, un gran poder de seducción en las sombras. Las noches retiran la piel a jirones y nos muestran tal y como somos, desnudos en medio de la negrura, a merced de unas ciudades que resuenan durante el día, excitadas por los rayos del sol, pero que de noche susurran secretos ocultos que nadie quiere escuchar. Todas las noches son oscuras, y la gente le tiene miedo a la oscuridad. Yo no. A mí lo que me aterra es la luz del sol, los días, las apariencias. Cada mañana nos ponemos un disfraz con el que representar nuestra pequeña historia. Somos maridos ejemplares, estudiantes aplicados, mujeres decididas. Somos un puñado de mentiras que se cruzan intentando tejer una realidad creíble, un mundo en equilibrio.
Pero, de pronto, llega la noche, y con ella aparece nuestro verdadero rostro. Dejamos de ser perfectos, de comportarnos como todos esperan que lo hagamos. Y mentimos, mentimos porque mentir es nuestra realidad, mentimos porque somos mentirosos, huraños, violentos, lascivos. La negra espesura del cielo se mece lentamente como un mar en penumbra hasta que alarga su brazo y remueve nuestras entrañas en busca de nuestra esencia, y la muestra tal y como es. La noche no engaña, la oscuridad es un cristal transparente que no distorsiona, un cristal que filtra las apariencias y las convierte en polvo, y en medio de ese polvo surgen de verdad nuestras podridas almas.
A mí me mató la noche. Fue una forma cruel de desenmascararme porque sentí cómo una lengua de fuego me abrasaba la piel y la despegaba lentamente de la carne, y me abrasaba vivo, sin perder la consciencia, en medio de un infierno gélido de llamas azules. Se paró de golpe el mundo en el que vivía mientras ella agonizaba sobre la acera, regando con su sangre una calle difusa de un barrio tardío, mientras su vida se filtraba por los poros de una ciudad que maldije hasta quedarme sin voz. De rodillas, con su cabeza en el regazo, se trizaron mis venas mientras ella boqueaba en busca de un sorbo más de aire que nunca iba a llegar, con la mirada perdida en un cielo de nubes que ocultaban la luna con un tapiz oscuro e impenetrable. Cuando se paró su corazón lo hizo también el mío, y no quedó de mí más que lo que soy ahora.
Hace tiempo que vivo oculto en la noche, y que me alimento de los secretos que ésta susurra. Hace tiempo que mi alma se perdió en alguno de los recovecos de esta ciudad maldita para siempre, y sólo espero no volver a cruzarme con ella. Sé que mi corazón está seco, y al latir emite un extraño crujido, como de madera seca, que acompaña todos mis pasos y apaga los gritos de todo el que me rodea. Se podría pensar que soy un vampiro, pero no es cierto. Los vampiros, si existen, sólo buscan en la noche el alimento que la mañana les niega, cegados por la necesidad de alimentar el espíritu que un día perdieron. Yo, mato. Ni siquiera busco aplacar una sed de venganza extinguida hace ya tiempo, ni apagar el odio que todavía reside en mí, porque es el odio el que me conduce, y es el odio hacia todo y hacia todos el que me mantiene vivo. Simplemente mato por el placer de matar. Yo me alimento de la oscuridad, y todas las noches son oscuras. Incluso ésta.
Cuando la ciudad duerme, me gusta subir al tejado con una taza de café y escuchar los sonidos de la noche. Hay todo un mundo que la gente se pierde por huir de las tinieblas. Madrid es una metrópoli que atrapa una vida nocturna singular, y que con la caída del sol comienza a latir muy despacio, acompasadamente, de tal forma que es muy difícil llegar a escuchar su verdadero corazón. A lo lejos, el ruido de las sirenas ahoga el estrépito casi seco del cauce del río Manzanares, y de vez en cuando hay un coche que parte en dos con sus luces las arterias de la capital, como un relámpago que recorre la superficie terrestre sin encontrarse con nada, sin alcanzar a nadie. Es ahora cuando se puede respirar hondo, y llenarse los pulmones del espíritu de una ciudad que huele a muerte y a vida, a miseria y a riqueza, a comidas de lujo y ropas harapientas. Si mantienes el aire dentro de ti el tiempo suficiente, puedes paladear el poso amargo que desprenden sus calles, y sentir cómo desgarra tu garganta el cuchillo acerado de la realidad. El aire de la noche yace cargado de recuerdos que levantan ampollas en el alma, a menos que hayas conseguido para la tuya una coraza en forma de herida que no deje pasar el suspiro nocturno de las aves muertas. La mía hace tiempo que se partió en dos, y se convirtió en un cuervo negro que vuela en círculos en una cárcel invisible, en el cielo negro de una ciudad que me alimenta con la sangre que derramo en aquellas horas en las que la piel se eriza intentando sentir la llegada del alba.
Han sido muchas las vidas que he arrebatado, pero casi no las recuerdo. Sí que tengo grabada en la mente, en cambio, mi evolución a través de todas ellas, mi comunión de sangre. Ni siquiera sabía adónde me dirigía hace ya casi cuatro años cuando decidí recorrer las calles de Madrid con la única compañía de una daga. No tenía intención de usarla, pero aquella noche el contacto frío de su hoja me hizo sentirme bien, formaba parte de mí. Buscaba una cara entre una multitud, pero sabía que la distinguiría cuando me encontrara con ella. Mi mente seguía congelada en aquella noche en la que ella se fue para siempre, sola, en la acera, mientras yo miraba paralizado el rostro de aquél que se llevaba su vida y no dejaba tras de sí más que el eco de unos pasos atropellados en una calle desierta. Había olvidado cómo era, pero sé que su imagen seguía latente dentro de mí, arrullada en un rincón de mi corazón, yermo para siempre, a la espera de un destello que le devolviera la luz, que le hiciera salir de su letargo. Cuando éste se produjera, estaría preparado.
Así descuento las noches, abrazado a tu recuerdo, contemplando desde las alturas esta ciudad que me gobierna. Allí abajo, en algún lugar, una familia ha perdido a alguien querido, una niña se ha quedado sin padre, una mujer sin marido, otra mujer sin amante. Será un nombre más que ocupará un pequeño espacio en los periódicos, apenas unas iniciales junto a tres líneas que describan un asesinato cualquiera en cualquier otro punto de la ciudad. Otro muerto más que despachar con indiferencia mientras el aire acaricia mi rostro y muevo los dedos, aún manchados de sangre, mientras pienso en ti. Siempre sucede, y no siempre lo espero. Cada una de las vidas que siego hace más nítido tu recuerdo, al principio tenue, ahora casi palpable. Mis manos tiemblan, temerosas, cuando apenas hace unos minutos aferraban con fuerza el cuchillo que se hundía en la garganta de aquel que yace ahora en la acera. Sus ojos bien abiertos, su aliento sobre mi cara, el primer sangrado sobre mi piel. Es mi rostro el último que ven en esta vida, es el tuyo el primero que yo veo cuando se van. Después, subo a la azotea y me dejo llevar por el aire viciado de la noche mientras miro fijamente a la luna, echándole en cara que cargue, desde ahora, con un muerto más.
No estoy orgulloso de lo que hago. Hubo un tiempo en el que me aterrorizaba ver en la tele las imágenes de una muerte real. No podía contener ese escalofrío que nacía en el cuello y me sacudía la columna vertebral mientras pensaba que aquello que estaba viendo era una muerte cotidiana, algo perteneciente al día a día, una violencia que no era exclusiva de las películas. Sentía pavor por el mundo real. Ahora sé que si no te enfrentas a él, eres hombre muerto. Es la realidad o yo, y de momento cuento con muchos cadáveres a mi favor. Es una carrera contra la muerte, y yo le llevo ventaja. Primero fue una vida feliz, luego unos sueños por cumplir, después… la nada. Llegó Madrid y se llevó por delante la rutina. Llegó la ciudad, y con ella su oscuridad, y el miedo, y la sangre. Y estas noches malditas en las que yo vivo, y la gente muere. En algún rincón, en algún lugar, Madrid tiene mi alma encerrada junto a la tuya. También se llevó tu vida. En el camino hacia mi perdición, me cobro una deuda que quizá nunca será saldada. Así es Madrid. Así soy yo. Ésta es mi historia…
Hay algo hipnótico en la oscuridad, un gran poder de seducción en las sombras. Las noches retiran la piel a jirones y nos muestran tal y como somos, desnudos en medio de la negrura, a merced de unas ciudades que resuenan durante el día, excitadas por los rayos del sol, pero que de noche susurran secretos ocultos que nadie quiere escuchar. Todas las noches son oscuras, y la gente le tiene miedo a la oscuridad. Yo no. A mí lo que me aterra es la luz del sol, los días, las apariencias. Cada mañana nos ponemos un disfraz con el que representar nuestra pequeña historia. Somos maridos ejemplares, estudiantes aplicados, mujeres decididas. Somos un puñado de mentiras que se cruzan intentando tejer una realidad creíble, un mundo en equilibrio.
Pero, de pronto, llega la noche, y con ella aparece nuestro verdadero rostro. Dejamos de ser perfectos, de comportarnos como todos esperan que lo hagamos. Y mentimos, mentimos porque mentir es nuestra realidad, mentimos porque somos mentirosos, huraños, violentos, lascivos. La negra espesura del cielo se mece lentamente como un mar en penumbra hasta que alarga su brazo y remueve nuestras entrañas en busca de nuestra esencia, y la muestra tal y como es. La noche no engaña, la oscuridad es un cristal transparente que no distorsiona, un cristal que filtra las apariencias y las convierte en polvo, y en medio de ese polvo surgen de verdad nuestras podridas almas.
A mí me mató la noche. Fue una forma cruel de desenmascararme porque sentí cómo una lengua de fuego me abrasaba la piel y la despegaba lentamente de la carne, y me abrasaba vivo, sin perder la consciencia, en medio de un infierno gélido de llamas azules. Se paró de golpe el mundo en el que vivía mientras ella agonizaba sobre la acera, regando con su sangre una calle difusa de un barrio tardío, mientras su vida se filtraba por los poros de una ciudad que maldije hasta quedarme sin voz. De rodillas, con su cabeza en el regazo, se trizaron mis venas mientras ella boqueaba en busca de un sorbo más de aire que nunca iba a llegar, con la mirada perdida en un cielo de nubes que ocultaban la luna con un tapiz oscuro e impenetrable. Cuando se paró su corazón lo hizo también el mío, y no quedó de mí más que lo que soy ahora.
Hace tiempo que vivo oculto en la noche, y que me alimento de los secretos que ésta susurra. Hace tiempo que mi alma se perdió en alguno de los recovecos de esta ciudad maldita para siempre, y sólo espero no volver a cruzarme con ella. Sé que mi corazón está seco, y al latir emite un extraño crujido, como de madera seca, que acompaña todos mis pasos y apaga los gritos de todo el que me rodea. Se podría pensar que soy un vampiro, pero no es cierto. Los vampiros, si existen, sólo buscan en la noche el alimento que la mañana les niega, cegados por la necesidad de alimentar el espíritu que un día perdieron. Yo, mato. Ni siquiera busco aplacar una sed de venganza extinguida hace ya tiempo, ni apagar el odio que todavía reside en mí, porque es el odio el que me conduce, y es el odio hacia todo y hacia todos el que me mantiene vivo. Simplemente mato por el placer de matar. Yo me alimento de la oscuridad, y todas las noches son oscuras. Incluso ésta.
Cuando la ciudad duerme, me gusta subir al tejado con una taza de café y escuchar los sonidos de la noche. Hay todo un mundo que la gente se pierde por huir de las tinieblas. Madrid es una metrópoli que atrapa una vida nocturna singular, y que con la caída del sol comienza a latir muy despacio, acompasadamente, de tal forma que es muy difícil llegar a escuchar su verdadero corazón. A lo lejos, el ruido de las sirenas ahoga el estrépito casi seco del cauce del río Manzanares, y de vez en cuando hay un coche que parte en dos con sus luces las arterias de la capital, como un relámpago que recorre la superficie terrestre sin encontrarse con nada, sin alcanzar a nadie. Es ahora cuando se puede respirar hondo, y llenarse los pulmones del espíritu de una ciudad que huele a muerte y a vida, a miseria y a riqueza, a comidas de lujo y ropas harapientas. Si mantienes el aire dentro de ti el tiempo suficiente, puedes paladear el poso amargo que desprenden sus calles, y sentir cómo desgarra tu garganta el cuchillo acerado de la realidad. El aire de la noche yace cargado de recuerdos que levantan ampollas en el alma, a menos que hayas conseguido para la tuya una coraza en forma de herida que no deje pasar el suspiro nocturno de las aves muertas. La mía hace tiempo que se partió en dos, y se convirtió en un cuervo negro que vuela en círculos en una cárcel invisible, en el cielo negro de una ciudad que me alimenta con la sangre que derramo en aquellas horas en las que la piel se eriza intentando sentir la llegada del alba.
Han sido muchas las vidas que he arrebatado, pero casi no las recuerdo. Sí que tengo grabada en la mente, en cambio, mi evolución a través de todas ellas, mi comunión de sangre. Ni siquiera sabía adónde me dirigía hace ya casi cuatro años cuando decidí recorrer las calles de Madrid con la única compañía de una daga. No tenía intención de usarla, pero aquella noche el contacto frío de su hoja me hizo sentirme bien, formaba parte de mí. Buscaba una cara entre una multitud, pero sabía que la distinguiría cuando me encontrara con ella. Mi mente seguía congelada en aquella noche en la que ella se fue para siempre, sola, en la acera, mientras yo miraba paralizado el rostro de aquél que se llevaba su vida y no dejaba tras de sí más que el eco de unos pasos atropellados en una calle desierta. Había olvidado cómo era, pero sé que su imagen seguía latente dentro de mí, arrullada en un rincón de mi corazón, yermo para siempre, a la espera de un destello que le devolviera la luz, que le hiciera salir de su letargo. Cuando éste se produjera, estaría preparado.
Así descuento las noches, abrazado a tu recuerdo, contemplando desde las alturas esta ciudad que me gobierna. Allí abajo, en algún lugar, una familia ha perdido a alguien querido, una niña se ha quedado sin padre, una mujer sin marido, otra mujer sin amante. Será un nombre más que ocupará un pequeño espacio en los periódicos, apenas unas iniciales junto a tres líneas que describan un asesinato cualquiera en cualquier otro punto de la ciudad. Otro muerto más que despachar con indiferencia mientras el aire acaricia mi rostro y muevo los dedos, aún manchados de sangre, mientras pienso en ti. Siempre sucede, y no siempre lo espero. Cada una de las vidas que siego hace más nítido tu recuerdo, al principio tenue, ahora casi palpable. Mis manos tiemblan, temerosas, cuando apenas hace unos minutos aferraban con fuerza el cuchillo que se hundía en la garganta de aquel que yace ahora en la acera. Sus ojos bien abiertos, su aliento sobre mi cara, el primer sangrado sobre mi piel. Es mi rostro el último que ven en esta vida, es el tuyo el primero que yo veo cuando se van. Después, subo a la azotea y me dejo llevar por el aire viciado de la noche mientras miro fijamente a la luna, echándole en cara que cargue, desde ahora, con un muerto más.
No estoy orgulloso de lo que hago. Hubo un tiempo en el que me aterrorizaba ver en la tele las imágenes de una muerte real. No podía contener ese escalofrío que nacía en el cuello y me sacudía la columna vertebral mientras pensaba que aquello que estaba viendo era una muerte cotidiana, algo perteneciente al día a día, una violencia que no era exclusiva de las películas. Sentía pavor por el mundo real. Ahora sé que si no te enfrentas a él, eres hombre muerto. Es la realidad o yo, y de momento cuento con muchos cadáveres a mi favor. Es una carrera contra la muerte, y yo le llevo ventaja. Primero fue una vida feliz, luego unos sueños por cumplir, después… la nada. Llegó Madrid y se llevó por delante la rutina. Llegó la ciudad, y con ella su oscuridad, y el miedo, y la sangre. Y estas noches malditas en las que yo vivo, y la gente muere. En algún rincón, en algún lugar, Madrid tiene mi alma encerrada junto a la tuya. También se llevó tu vida. En el camino hacia mi perdición, me cobro una deuda que quizá nunca será saldada. Así es Madrid. Así soy yo. Ésta es mi historia…
jueves, 29 de abril de 2010
Otra vez la playa... quizá no la misma...
Aquí estoy otra vez, sentado en la arena en medio de una oscuridad casi completa, oyendo el mar romper ante mí, acertando apenas a intuir su insolente retirada maquillada de espuma. Son muchas las noches como ésta en las que, agarrado a una botella, he escapado de ese calor insoportable que destilaba mi habitación para refugiarme en el sereno susurrar de la playa. Me siento como en casa. Estoy lo suficientemente borracho para no compadecerme de mí, pero aún no lo bastante como para perder el sentido, como casi todas las noches, y he decidido escapar del infierno de mi presencia para esconderme en mitad de una noche que nunca pasa. Cada trago que tomo enciende mi garganta y envía una bola de fuego hacia mi interior que, extrañamente, me reconforta. El alcohol apacigua mi llanto, apaga las ganas que tengo de quitarme la vida. Por ese mismo sumidero se escaparon, hace tiempo, mis ganas de vivir, y ahora me debato entre el limbo de la cobardía o la muerte por fallo hepático, y lo cierto es que no me importa. ¿Cómo he llegado hasta aquí? Yo una vez tuve una vida, pero la verdad es que casi no la recuerdo. Duraron tan poco los momentos en que fui feliz que a menudo me parecieron recuerdos de otro, vivencias a través de confidencias de labios de otra persona. Si algún día fui apasionado, lo cierto es que esa pasión apenas dejó poso en la taza de mi alma, que sigue vacía y yerma, resignada a terminar así. Me miro las manos y veo cómo se me fue la vida entre los dedos. Supongo que lo piensa la pareja que camina en estos momentos ante mí, y que se aparta ante la visión de un borracho harapiento, maloliente, vomitando sobre la arena de la playa los restos amargos de una borrachera que nunca termina. Sigo bebiendo. Lo hago, en parte, para apagar los gemidos quedos de las parejas que se refugian detrás de mí, junto a las hamacas, y follan al amparo de la noche. Amores baldíos de este final de verano. Un polvo para recordar unas vacaciones que terminan. Un tiempo que ya no vuelve.
Hace días que no me cambio, y semanas que no me ducho. El espejo proyecta una imagen desconocida de mí. Mejor. Quizá sea una forma de arrancarme de una vida que ya no tengo. ¿Te hice feliz alguna vez? ¿Lo he sido yo en algún momento? No hay respuestas correctas para preguntas que nunca formulamos. Y los días siguen pasando, el sol sale y la gente empieza de nuevo. Ya bebía cuando te conocí, pero por aquel entonces yo dominaba al alcohol, y no al contrario. La noche en que nos conocimos acabé tan borracho que no recordaba de quién era el número que encontré en mi bolsillo, escrito atropelladamente con carmín en una servilleta. Te llamé y quedamos, y juro que recé para que mereciera la pena correr el riesgo de recordarte por primera vez. Esa primera tarde sí que la recuerdo, tus ojos marrones miraban a través de tus gafas de sol. Y sonreías. No recuerdo si volviste a hacerlo. Las siguientes semanas son para mí un rastro borroso, distorsionado por los efluvios de mi inseparable compañero. Cada vez bebía más, cada vez te quería menos. Quizá nunca te quise, quizá nunca sentiste nada por mí. Quizá sólo estoy recordando una historia que me contaron una vez y ni siquiera existes. Necesito aferrarme a la realidad, y la realidad tiene el tacto frío de una botella. Llegó el día en que hiciste la pregunta que ninguno queríamos oír, quizá porque los dos conocíamos la respuesta. ‘El alcohol, o yo’, me dijiste, ‘responde con franqueza’. Y aquí estoy, sentado otra vez en la playa bebiendo sin parar, e imaginando que eres tú una de las que folla a mi espalda, en la negrura de un bosque de hamacas, buscando quizá en el consuelo de una noche todo lo que no te di. No te culpo, pero tampoco me culpes a mí. Hice mi elección hace mucho tiempo. Quizá no supiste enseñarme nada por lo que la vida mereciera la pena, quizá lo hiciste y no lo comprendí. Por el momento, lo único que sé es que mi alma sigue haciéndome preguntas y, hasta ahora, el alcohol es la única respuesta…
Hace días que no me cambio, y semanas que no me ducho. El espejo proyecta una imagen desconocida de mí. Mejor. Quizá sea una forma de arrancarme de una vida que ya no tengo. ¿Te hice feliz alguna vez? ¿Lo he sido yo en algún momento? No hay respuestas correctas para preguntas que nunca formulamos. Y los días siguen pasando, el sol sale y la gente empieza de nuevo. Ya bebía cuando te conocí, pero por aquel entonces yo dominaba al alcohol, y no al contrario. La noche en que nos conocimos acabé tan borracho que no recordaba de quién era el número que encontré en mi bolsillo, escrito atropelladamente con carmín en una servilleta. Te llamé y quedamos, y juro que recé para que mereciera la pena correr el riesgo de recordarte por primera vez. Esa primera tarde sí que la recuerdo, tus ojos marrones miraban a través de tus gafas de sol. Y sonreías. No recuerdo si volviste a hacerlo. Las siguientes semanas son para mí un rastro borroso, distorsionado por los efluvios de mi inseparable compañero. Cada vez bebía más, cada vez te quería menos. Quizá nunca te quise, quizá nunca sentiste nada por mí. Quizá sólo estoy recordando una historia que me contaron una vez y ni siquiera existes. Necesito aferrarme a la realidad, y la realidad tiene el tacto frío de una botella. Llegó el día en que hiciste la pregunta que ninguno queríamos oír, quizá porque los dos conocíamos la respuesta. ‘El alcohol, o yo’, me dijiste, ‘responde con franqueza’. Y aquí estoy, sentado otra vez en la playa bebiendo sin parar, e imaginando que eres tú una de las que folla a mi espalda, en la negrura de un bosque de hamacas, buscando quizá en el consuelo de una noche todo lo que no te di. No te culpo, pero tampoco me culpes a mí. Hice mi elección hace mucho tiempo. Quizá no supiste enseñarme nada por lo que la vida mereciera la pena, quizá lo hiciste y no lo comprendí. Por el momento, lo único que sé es que mi alma sigue haciéndome preguntas y, hasta ahora, el alcohol es la única respuesta…
Suscribirse a:
Entradas (Atom)