miércoles, 10 de febrero de 2010

Despedida

Esta noche, todo se termina. Los dos lo sabemos, y quizá por eso llenamos de silencio los rincones de esta habitación, sentados uno en cada extremo. Afuera espera el invierno, pero incluso aquí dentro podemos sentir el frío que gotea por las paredes, y a pesar de la penumbra puedo ver el vaho que adorna tu pausada respiración. Yo te miro, y tú miras al suelo, y sentimos nacer entre los dos un latido de honda negrura que empaña los cristales. Tú me miras, yo miro al suelo, y un dolor lacerante nace de tus pupilas y se clava en mi frente, un estampido silencioso que deja un eco sordo en mis oídos y hace latir más despacio mi corazón. No sabemos cómo, pero sí cuando, y sentimos en silencio que esto ha terminado. Para siempre. No hay vuelta atrás. No queda nada de mí en tus brazos y a nada me saben tus besos, esos besos que antes dejaban en mis labios un rastro de salitre y mar. Entre nosotros se yergue una cama que siempre fue un campo de batalla, la arena en la que luchar. En ella dejaba que te descubriera poco a poco el amanecer, mientras repasaba con un dedo las formas de tu espalda. En ella me dejaba enredar por tu pelo, cerraba los ojos y me bastaba con oírte respirar para sentir que todo estaba de mi lado, que nada me faltaba. Ahora aguarda en silencio, como tú y como yo, y nada queda de aquel sudor que nos empapaba por las mañanas. Aún no me he marchado y ya empiezo a echarte de menos. Quizá tú también lo hagas, por más que hayas elegido para esta noche la coraza de la indiferencia. Sé que escuchas mis pensamientos, porque yo mismo los oigo retumbar en esta habitación que no suena a nada, y en la que el brillo de una lágrima que resbala por tu mejilla desafía el valiente envite de una noche oscura. Muy oscura. Junto a la puerta están mis cosas, que aguardan calladas mi partida. Es como si antes de marcharse quisieran despedirse de una casa que durante un tiempo, efímero, también fue la suya. No sé cuánto ha durado lo nuestro, y si significará algo para ambos cuando el tiempo empiece a erosionar los recuerdos que ahora guardamos y sólo queden en la memoria momentos envenenados que tirarnos a la cara. Recuerdo una calurosa tarde de primavera, o el atardecer tibio de un verano madrugador, que nos sorprendió a los dos en medio de un mundo que nada tenía que ver con nosotros. Una mirada, apenas un gesto, prendió una mecha que creímos mojada, y nos trajo poco a poco hasta aquí. Los dos sabíamos, desde el principio, que esto no duraría, pero no por ello dejamos de ponerlo todo en el intento. En el camino tú te dejaste el alma, yo me dejé el corazón. Late en algún punto entre mi duelo y tu olvido, a medio camino de la nada. No hace mucho, latía junto al tuyo, casi como uno solo, apenas separados por dos centímetros de una piel que ardía. Sé que te echaré de menos. Tengo la certeza de que durante muchas noches cerraré los ojos intentando recordar tu tacto, sentir tu aliento en la nuca, notar cómo tus manos recorren, de nuevo, mi piel. Sé que me echarás de menos. Que me recordarás las noches de lluvia mientras rodeas con tus manos el calor de una taza de café y buscas mi sombra en la ventana, el ruido de mis pasos en tu calle, el humo de un cigarro que espera escondido en la acera. Sabíamos que iba a doler, pero no tanto. Quizá por eso nos hemos facilitado la labor, porque siempre tuvimos miedo a las despedidas. Casi a la vez, nos levantamos de la silla como para poner por fin el punto y final, y mientras me dirijo hacia la puerta me atrevo a volver la cabeza un segundo para verte, por última vez, tumbada sobre la cama. Intento memorizar cada centímetro de tu espalda. Prometimos ponérnoslo fácil, dejar que el adiós llegara sin avisar y no hacer de todo esto un drama. Quizá por eso, entre mis libros, hay una nota escrita de tu puño y letra que dice ‘nunca te he querido’. Quizá por eso, en tu ventana, amanecerá, incrustado en el cristal empañado, un único verso escrito con mi dedo, ‘ya te he olvidado’.

viernes, 15 de enero de 2010

Haití

Caminas por unas calles estrechas en medio de casas hechas de adobe y barro, por un barrio plagado de cielos. Las precarias paredes rezuman el tacto sabroso de la vida en medio de un paraíso inventado para nadie, despojado de hojas y ramas e inyectado de sueños que nunca se cumplirán. Te has abierto paso hacia el futuro con la sangre de tus antepasados, de aquellos que aprendieron que nada puede la palabra ante la justicia nada poética del machete, y que el honor no corresponde a quien lo imparte sino a quien nunca presume de él. Nadie te ha guiñado el ojo ni te ha sonreído de frente, y en cambio, sigues buscando esa mirada de soslayo que te convierta en el centro del mundo. Naciste oprimido y levantaste los brazos al cielo cuando alguien habló de liberación, cuando ya no mandaban los franceses y parecía que la libertad estaba por llegar, pero sólo llegó la tiranía del fuego, de las armas, de las ansias de poder. Confiaste en un futuro que nunca te correspondió y anduviste afanosamente el camino, trabajando muy duro por poder avanzar unos pasos. En las calles sin agua ni luz se criaron tus pequeños, corrieron para huir y para jugar, y no siempre a partes iguales. Nada sabes de opulencia, pero tienes el torso amoratado y la piel endurecida de encajar un golpe tras otro, propinados con la fiereza de la historia. El dinero te es ajeno, y la muerte supone para ti una inevitable compañera. Un buen día, en otro amanecer anodino que supura la fiebre del sol, la tierra se sacude con violencia y te golpea con una fuerza sobrenatural. Te agarras a tus pequeñas raíces, pero nada soporta el envite de una embestida colosal, trágica, de otro mundo, que tira poco a poco todo lo que tanto tiempo te ha costado levantar. Abajo edificios y casas, abajo sueños y tormentos, abajo familias enteras. Vidas que se van en unos segundos al centro de la tierra, que desaparecen en medio de una nube de polvo que mezcla airadamente la sangre y los cascotes, la carne y la piedra, la vida y la muerte. Luego se hace el silencio y el mundo se detiene. Después de los temblores llega un minuto de calma, de una paz ficticia que invita a despegar los pies del suelo y dejarse llevar al infinito. Más tarde, las letanías, los llantos, los gemidos. Las lágrimas derramadas sobre cimientos ya caídos de edificios que no protegen, que matan en su caída, que sepultan parte de tu vida y de tu gente. Los niños que antes corrían yacen cubiertos de polvo. Las madres que cocinaban, cubiertas de polvo, y muertas. Los padres que trabajaban, esparcidos entre las piedras, muertos también. Y tú, país desdichado, decides abrir los ojos, y ves en lo que te has convertido. Una sacudida inclemente te ha partido en dos, y ahora sólo entiendes el idioma del abismo. La palabra catástrofe suena tan habitual que no cabe su definición para abarcar lo que ahora escondes. Muerta tu alma, reposa en medio de una tierra que tembló con la furia natural que medio mundo ignora, y que el otro medio padece entre tinieblas. La tierra, rencorosa, devuelve el daño que recibe, pero lo hace en el lugar equivocado. La pobreza, las guerras, la muerte… todo confluye y te aprisiona, todo asfixia tus pulmones, llenos ahora de polvo y escombros. Y levantas la mirada, abres los brazos al cielo esperando que llegue la ayuda. Si la muerte vino del suelo, la salvación estará en las alturas. Y rezas, sin saber siquiera si Dios te escucha. Bien pensado, Dios seguro que está ocupado. Lo parece, al menos, recluida su imagen en la tierra entre paredes de mármol de un templo que sólo levanta la voz en busca del poder perdido, que escupe gilipolleces vestidas con sotanas acerca del infierno en la otra vida, cuando el infierno mismo está en esta, en la que todos vivimos. En la que tú mueres. El hábito frunce el ceño y susurra ‘qué pena’, pero no traiciona su descanso y compensa su mala conciencia con oraciones. También lo hacemos nosotros, que presenciamos tu tragedia desde el otro lado del mundo, pensando que siempre pagan los mismos los errores de los demás, que cambiaremos de canal cuando nos cansemos de llevar tres días viendo niños muertos, que no comprendemos que bajos los cascotes no se van sólo vidas, se muere una parte del mundo. Perdónanos por tapar con dinero nuestras miserias, por ayudarte a ponerte en pie pero luego evitar que te sostengas. Perdónanos por pensar que tus brazos abiertos al cielo preguntan siempre por qué, cuando en realidad tu voz en grito no deja de decir hasta cuándo…

martes, 5 de enero de 2010

El escritor

Hacía frío. Mucho frío. Las noches como esa parecía que el mundo se fuera a acabar, y quizá por eso el cielo lloraba. En realidad, hacía días que llovía sin parar, pero nunca como aquella noche, en la que el viento silbaba a través de las rendijas de la vida y desordenaba los pensamientos y los sentidos, alborotando unos y otros hasta convertirlos en una buena razón para seguir adelante. El frío, en realidad, era lo de menos. La soledad era lo que más dolía. La soledad se pegaba a los muros del caserón como la humedad a las paredes viejas, y casi podía olerse en todos los rincones de la casa. Hacía siglo y medio que aquellos muros se mantenían de pie, y hacía siglo y medio que detrás de aquella verja sólo habitaban secretos, contados a media voz en noches como aquella, en las que la muerte supuraba desde la tierra y se convertía en una niebla densa, casi fantasmal, aterradora. La oscuridad dentro de la casa era total, y casi desafiaba a la negrura de una noche que se había olvidado de las estrellas. Las estrellas sólo salen cuando alguien las quiere mirar, y sólo la locura que late a flor de piel empuja lo suficiente para dejar que las gotas te empapen el alma en busca de un latido fugaz. Las noches de lluvia, los cuerdos ven las gotas caer; los locos se mojan los ojos buscando las estrellas.
Él hacía tiempo que no buscaba las estrellas, quizá porque había dejado de creer en ellas. Es complicado buscar algo a lo que aferrarse cuando en el alma sólo se portan cicatrices, y todas son el recuerdo de las cuchilladas de unos labios que besan como el fuego. Caminaba casi encorvado, sintiendo sobre los hombros el peso de una vida abandonada, de una existencia lastrada y sin aliento. No necesitaba luz, porque desde su corazón latía la penumbra que empapaba los rincones de una casa que alguna vez fue un hogar, pero que ahora crujía como un infierno de miserables. Entró en la habitación y se sentó delante de la mesa, a la luz de una vela que iluminaba de forma tenue una pila de papeles en blanco, de historias por escribir, de mundos por explorar. Sacó la cuchilla y afiló la pluma antes de hundir la punta, despacio, en un tintero de marfil situado a un lado de la mesa. Se tomó su tiempo hasta que la pluma dejó de gotear, y la levantó para mirarla con cuidado a la luz de la vela. Estuvo tentado, como siempre, de hundirla en la cera caliente y clavársela en el pecho, para arrancar de él el dolor que le laceraba las entrañas y que le oprimía el corazón. Aún no. Sólo unas líneas más. Se armó de valor, respiró hondo y empezó a dibujar sobre el papel los retazos de una melancolía profunda y duradera, escupiendo cada palabra con furia y desesperanza. Le vino la fiebre y comenzó a sudar, pero no dejó que nada le detuviera. Afuera, el viento arreció y envió con más fuerza la lluvia contra los cristales, amenazando con hacer saltar el ventanal en mil pedazos. De las sombras del suelo comenzaron a brotar figuras que se fueron haciendo más y más grandes, y hablaban con el silbido lacerante del viento. Salieron, una detrás de otra, y empezaron a moverse de una pared a otra, del techo al suelo, hasta convertir la habitación sombría en una danza macabra. Decenas de alacranes negros aparecieron por debajo de la puerta y empezaron a trepar por las maderas, por las patas de la silla, por las de la mesa. Casi ajeno al luctuoso convite, él seguía escribiendo, sin perder el compás, pero cada vez más deprisa. La fiebre subía, le dolían los ojos y tenía el gesto contraído, abrazado por una soledad tormentosa que no le dejaba respirar. Las sombras, a su alrededor, se movían cada vez más rápido, hasta confundirse unas con otras, mientras el viento y la lluvia arreciaban. Miles de escorpiones trepaban por sus piernas, se clavaban en su pecho, le arañaban la ropa, hecha jirones, y hacían brotar de su espalda finos hilos de sangre roja. Casi negra. En unos minutos estaba cubierto de un manto negro, rodeado por las sombras, y había dejado de escribir.
Horas después, la lluvia cesó y el sol se atrevió a asomar tímidamente por el horizonte. El ventanal estaba abierto, los cristales rotos. En la habitación, todo era silencio. La vela se había consumido, igual que se apaga la vida. El escritor yacía sobre el papel, relajado, con la pluma aún sujeta entre los dedos. No había ni rastro de las sombras, tampoco de los insectos. Todo era quietud. Un fino hilo de sangre goteaba desde su cuello, y había formado un pequeño charco junto a la silla. El escritor dejó caer la pluma y por fin se liberó de su cárcel de piel y huesos. Ya no había tormento, sólo calma. Ni rastro del dolor, sólo tranquilidad. Estaba sereno, relajado. Muerto. En el papel, como una amarga letanía, se repetía una y otra vez una palabra, como un conjuro. Una palabra, a cambio de una vida. Sólo una palabra. Un nombre. El tuyo…

jueves, 31 de diciembre de 2009

Epílogo para este 2009

Hago este cuestionario empujado por la ilusión que Indo le ha puesto… y porque me gustan los cuestionarios, para qué negarlo…

1. ¿Qué hiciste en el 2009 que nunca habías hecho antes?
Comprarme un coche, formar parte de un ERE, estar en paro… varias cosas.

2. ¿Mantuviste tus resoluciones de Año Nuevo, y harás nuevas?
Hacer propósitos se me da bien, pero como ando más escaso a la hora de cumplirlos, ya no los hago.

3. ¿Se casó alguien cercano a ti?
Alguien que primero fue compañero de trabajo, luego amigo y ahora las dos cosas.

4. ¿Nació alguien cercano a ti?
No.

5. ¿Murió alguien cercano a ti?
Muy cercano no, pero seguro que a alguien echamos en falta.

6. ¿Qué países visitaste?
Ninguno, aparte del que me soporta todos los días.

7. ¿Qué te gustaría tener en 2010 de lo que has carecido en 2009?
Decir dinero sería muy manido, a que sí? Bueno, pues estabilidad.

8. ¿Qué fechas de este año permanecerán en tu memoria?
Soy bastante malo para las fechas.

9. ¿Cuál es tu mayor logro del año?
Conseguir que nada ni nadie me cambie el carácter. Sigo siendo yo, a pesar de todo, y sigo echándole un pulso a la vida a base de humor.

10. ¿Cuál ha sido tu mayor fracaso?
Cometo un error tras otro, pero yo no lo llamaría fracaso.

11. ¿Has sufrido una enfermedad o herida?
Ninguna importante, o que merezca la pena recordar. A lo sumo, una rotura muscular.

12. ¿Qué ha sido lo mejor que has comprado?
Todos y cada uno de los libros que ahora están en mi estantería. Y ojalá hubiera podido comprar más. No podría decir sólo uno..

13. ¿El comportamiento de quien merece celebración?
De todos aquellos compañeros que han mantenido su integridad a pesar de todo y de todos, de aquellos que han comprendido que la ética personal y profesional está por encima de los intereses empresariales, y que dejarse llevar no es nunca una buena opción. Sombrerazo para todos ellos.

14. La actitud de quien te ha hecho sentir deprimida u horrorizada?
Me cuesta pensar que alguien pueda levantarle la mano a una mujer, y casi me horroriza cuando vemos que es alguien joven, alguien que se supone que se ha educado en una sociedad justa. En el ámbito más cercano, alguien se dará por aludido sin necesidad de que le mencione.

15. ¿Donde se ha ido la mayor parte de tu dinero?
Más allá de lo necesario para vivir, el mayor gasto se reparte entre libros y el coche.

16. ¿Qué te ha hecho mucha ilusión?
Tener la capacidad de callar a aquellos que no creían en mí, o que creían solo a medias. Ahora me falta creer en mí mismo.

17. ¿Qué canción te recordará siempre el 2009?
Sería injusto decir una. Cada una ha tenido su momento, pero no me recuerdan al año en general, sino a algo en concreto. Esclavo de tu amor, de Revólver, ha sido una buena excusa para cerrar el año.

18. Comparando con hace un año, estás:
i. ¿más content@ o más triste?
Más o menos igual. Quizá más contento, porque tengo un año más y sé algo más de la vida que hace un año.
ii. ¿Más delgad@ o más gord@?
El médico dice que la piel ya no me va a dar de sí… no, en serio, más gordo (creo).
iii. ¿Más ric@ o más pobre?
Por el estilo, ahí no ha habido cambios sustanciales.

19. ¿Qué te gustaría haber hecho más?
Viajar, sobre todo. Eso siendo egoísta. También haber compartido más tiempo con toda la familia junta, reír más con los amigos…

20. ¿Qué te gustaría haber hecho menos?
¿Vale trabajar? Haberme echado menos las manos a la cabeza por ver cómo los empresarios tratan a los periodistas, y lo que hacen con los medios de comunicación.

21. ¿Cómo pasarás la Navidad?
Entre la familia y los amigos. Disfrutando de noche y aprovechando el día. Como toda la vida, pero con mayor responsabilidad.

22. ¿Te has enamorado en el 2009?
Es complicado vivir sin estar enamorado, así que supongo que sí. Supongo que me ha faltado valor para gritarlo en mitad de la noche, o quizá todavía late por dentro y no se ha dado a conocer.

23. ¿Cuantos rollos de una noche?
No es un blog el mejor sitio para contar intimidades.

24. ¿Tu programa de televisión favorito?
El trabajo se encarga de hacer la selección. Ninguno. Sólo veo Buenafuente, porque es lo que ponen cuando llego de currar.

25. ¿Odias a alguien a quien no odiaras a estas alturas del año pasado?
Odiar a alguien es darle la oportunidad de que forme parte de tu vida. Además, del odio nacen muchas guerras, y estoy harto de ver gente polvorienta buscando familiares entre los cascotes. Basta ya.

26. ¿El mejor libro que has leído?
Muchos, pero sólo recuerdo los últimos, como casi siempre. Kafka en la orilla me gustó mucho, por mencionar sólo uno. Quizá no haya sido siquiera el mejor.

27. ¿Cúal ha sido tu mayor descubrimiento musical?
El karaoke del Stone Pub, jeje. Escucho todo tipo de música, así que, bastante.

28. ¿Qué querías y conseguiste?
Que nadie me pisara y se creyera mejor que yo, ser fiel a mis principios y no rebajarme, demostrar que soy periodista a pesar de todos.

29. ¿Cuál es tu mejor recuerdo de 2009?
Una caña con los amigos, una cena en familia, una conversación en Internet a altas horas de la noche… el mejor recuerdo es el resultado de todos ellos.

30. ¿Tu película favorita del año?
Lo tengo fácil: no veo muchas películas y la última que he visto me encantó. El secreto de sus ojos.

31. ¿Qué hiciste en tu cumpleaños y cuantos cumpliste?
Cumplí 25 años. Pagué un barril de cerveza en un bar y allí metí a compañeros de trabajo, amigos y aquellos afortunados que cumplen ambos requisitos. Reímos, bebimos y acabamos a las mil, con resaca y comiendo en un wok al día siguiente. Fue un gran fin de semana.

32. ¿Qué es lo que hubiera hecho tu año mucho más satisfactorio?
Los míos tienen salud, y siento cerca de la gente que quiero. Además, he tenido la oportunidad de acercarme más a gente que no conocía, pero con la que comparto muchas cosas, y he descubierto personas interesantes con las que merece la pena seguir. Si eso no es satisfactorio, se le parece.

33. Describe tu concepto de la moda en 2009:
Mi concepto se resume en una máxima: me pongo lo que me gusta. Soy bastante sencillo vistiendo y odio ir de tiendas.

34. ¿Qué te ha hecho permanecer cuerd@?
El día después. Pensar en que mañana tengo que seguir siendo yo, y que tengo que llegar al listón que me he puesto, para subirlo cuanto antes. Es el motivo para no tirarme en un rincón a cantar con las manos cruzadas por el pecho.

36. ¿Qué tema político te ha removido más?
Muchos. La normalidad con la que se trata la corrupción política. La ligereza con la que la gente de mi generación habla de una guerra que dividió familias y se llevó por delante a mucha gente, de uno y otro bando. La facilidad con la que hablan acerca de nacionalismos aquellos que nos quieren imponer una bandera, sea del color que sea y se llame como se llame. Sobre todo, que la gente repita soflamas que escucha por la tele o copia de Internet sin pararse a pensar lo que significan, y si realmente creen en ellas.

37. ¿A quién has echado de menos?
A mi abuela, la última en marcharse. A la gente de la facultad con la que charlaba todos los días. A Juan para planear trastadas.

38. ¿Quién es la mejor persona a la que has conocido?
¿Este año? Bueno, cambiaré conocido por ‘descubierto’, aunque todavía me queda mucho por descubrir. G, ocupas uno de los primeros lugares, seguro. También Dudo, Indo y Fusa, porque cada día aprendo algo más de cada una de ellas.

39. Dinos una lección valiosa que has aprendido de 2009:
Que los principios no se compran, al menos los míos no están en venta. Que tengo la fortaleza suficiente para mantenerme firme y hacer lo que creo, y que puedo multiplicarme cuando peor se ponen las cosas. He redescubierto mi capacidad de sacrificio.

40. ¿Dirías que el 2009 ha sido un buen año a pesar de todo?
Empezó con mal pie, por aquello de ser un año impar. Luego ha tenido de todo: buenos momentos, malos, un despido de por medio, mucha presión… de todo he aprendido y aquí sigo, fiel a una manera de ser que me define. Puede que sí, que haya sido un año bueno a pesar de todo. Igual tengo que empezar a creer en los años impares...

domingo, 13 de diciembre de 2009

PRÓLOGO (de algo que aún no tiene nombre...)

Afuera todo era niebla y oscuridad. Limpié el vaho de la ventanilla con la manga de la camiseta, pero no pude ver nada más allá de la negrura de una noche que hasta hace poco era tarde, y que se convertía minuto a minuto en el final de un día que ya no sería el mismo nunca más. Es curioso cómo la mente selecciona aquellos recuerdos que quiere guardar y los imprime en la memoria como si fueran fotografías, para que el paso del tiempo no erosione ninguno de sus detalles. Ni siquiera recuerdo cuándo tomé la decisión de marcharme, pero sé que me fui un sábado, en un tren que partió la llanura envuelto en la niebla con destino a las entrañas de una gran ciudad.
Languidecía el otoño más cálido que se recuerda, y aparecieron, de repente, los primeros retazos de un invierno madrugador. En el tren, todo era silencio. Si te concentrabas lo suficiente podías oír el silbido que producía al deslizarse, veloz, sobre los helados raíles, y el sonido de la niebla abriéndose a su paso. Había pasado gran parte del trayecto durmiendo, porque a través de la ventanilla no había mucho que ver. Me desperté unos minutos antes de que la bruma dejara paso a las primeras luces de Madrid, y por primera vez en muchas horas empecé a sentir miedo, porque quizá por primera vez fui consciente de que no sabía lo que me esperaba. Un escalofrío me recorrió la espalda y me hizo estremecer. Reconozco que incluso estuve tentado de volver atrás y empezar a deshacer el nudo que estaba dispuesto a apretar. La indecisión duró un minuto, quizá dos, pero logré acorralarla reuniendo algo del escaso valor que me quedaba, y empecé a planear mi siguiente movimiento.
A decir verdad, Madrid no era para mí una ciudad extraña. Años atrás, con la ilusión intacta en la maleta, me adentré en sus entrañas siendo sólo un crío con la esperanza de que la urbe, descarnada como pocas, vomitara, años después, al joven imberbe e indeciso convertido en un hombre capaz de asumir responsabilidades. La ciudad había fracasado, y quizá por eso decidimos darnos el uno al otro una segunda oportunidad. Por eso, cuando el tren se adentró por completo en la capital y partió en dos sus calles con una lengua de luz, me sentí reconfortado. Recuerdo la primera vez que llegué a Madrid, y el miedo que sentí cuando me lancé en solitario a explorar sus rincones. Es fácil hablar de esa ciudad desde la distancia, pero sólo el que se ha dejado envolver por ella sabe todo lo que puede llegar a despertar en una mente como la mía, dispuesta a empaparse de todos los nuevos retos. El temor se fue diluyendo poco a poco a medida que hacía mías sus esquinas, con la misma velocidad con la que la ciudad iba haciéndome suyo. Madrid es una ciudad que no te da respiro, y que se construye con las almas de la gente que intentan conquistarla. Sus calles se alimentan de los sueños de todos aquellos que por ellas transitan, y es fácil llegar a pensar que dominas la ciudad. Pronto te das cuenta de la mentira que supone, porque Madrid es indomable.
No pude evitar esbozar una sonrisa mientras mi memoria seguía escupiendo recuerdos, y casi ni me di cuenta de que el tren estaba aminorando la marcha porque estábamos llegando a Atocha. Poco a poco, como si de una organizada procesión se tratase, todos los pasajeros se fueron levantando y comenzaron a bajar las maletas de los estantes, y desfilaron, uno detrás de otro, hacia la puerta de salida. Se acababa el calor del tren, y al otro lado de las puertas aguardaban el frío y la ciudad, los primeros minutos de un futuro que ya no podía controlar, a pesar de que fui yo, y sólo yo, el encargado de elegirlo. Me puse el abrigo y la bufanda, y agarré la mochila en la que llevaba, sobre el hombro, lo que me quedaba de vida. Antes de bajar del tren me detuve en la escalera y respiré hondo. Ese gesto, casi espontáneo, supuso el punto y final a todo lo que hasta ahora había conocido. Allí, en el andén de la estación, terminaba mi pasado, y se escribían las primeras líneas de un futuro que jamás podría dominar.

martes, 3 de noviembre de 2009

El Poeta Errante...

Durante muchos años no tuvo nombre, y ni falta que le hacía, porque no tenía con quién hablar. Nadie le llamaba, nunca se dirigían a él. Durante muchos años no tuvo nombre, seguramente porque él también lo había olvidado. Siempre le llamaban el loco. Apareció un día, ya viejo, vagando por las calles de un pueblo desconocido para él al que le habían arrastrado las olas de una vida vivida en constante marejada. Caminaba siempre mirando al suelo, quizá para que nadie descubriera su pasado detrás de sus ojos. Curvado, con el pelo blanco y las manos ajadas por el paso del tiempo, recorría las calles con la parsimonia de aquel que nada busca, y encontraba en el laberinto de caminos puñados enteros de malos augurios. Los niños se reían de él amparados en la connivencia de sus padres, que siempre le despreciaron por todo lo que ocultaba. Le tiraban huevos si pasaba por el centro, y de noche apedreaban los cristales de la casa abandonada que eligió como hogar, donde apuraba los últimos sorbos de su destino. Para mí siempre fue el poeta. Cuando le veía salir de su improvisado escondite, me deslizaba a través de las ventanas sin cristales para intentar saber algo más acerca de él. Sólo ocupaba una habitación de la casa, en la segunda planta, aquella en la que el sol iluminaba con mayor intensidad y devoraba sin piedad hasta el último resquicio de las sombras. Quizá se alimentaba de la luz del día, y buscaba aún su calidez cuando llegaba la noche. Quizá sólo quería llorar mientras añoraba otra puesta de sol. Dormía en el suelo, entre papeles, a la luz de una vela. En todas las hojas había versos perdidos, poemas sin terminar, todos ellos cargados de deseos que nunca se harían realidad. No parecía reclamar nada, ni añorar momentos perdidos. Más bien, cada una de sus letras era un acto de valentía, hacía acopio de valor para afrontar la hora, cercana, de reencontrarse con la mujer que empujaba su mano y bailaba al son de su pluma en todos esos versos malditos. Isabel. Creo que nunca terminó un solo poema, pero para mí siempre fue el poeta. Allá donde los demás ponían arrogancia, yo derrochaba admiración. Cuando los demás le miraban con desprecio, yo trataba de buscar en alguno de sus escasos gestos un ápice de luz. Cuando todo el mundo se reía de él, yo percibía a través de sus pupilas el viejo candor de una llama. Una noche, la última del mes de octubre de un año cualquiera, se abrió paso a través de los ventanales descubiertos y alisó su raída chaqueta. Caminó despacio por todas las calles del pueblo, curvado, mirando sus manos ajadas por el paso del tiempo. Pasó una de ellas por su pelo blanco antes de enfilar el viejo camino del cementerio. Yo le seguí amparado por las tinieblas de una noche que ya nunca sería la misma. Había apurado sus últimas fuerzas, y el aliento no le alcanzaba para más. Entró en el camposanto decidido, olvidando de repente su traqueteo vacilante. Dudé unos momentos antes de aventurarme a entrar, temeroso como era, aún chiquillo, de los habitantes de las sombras. Decidí esperar a que la bruma de la noche dejara un resquicio para el primer rayo de luz, y me lancé a explorar el universo de tumbas. Lo encontré poco después, abrazado a una lápida que fue para él, a un mismo tiempo, razón de ser y destino. Una lápida coronada por un nombre familiar, Isabel, y una fecha, la de su partida, muchos años atrás. No se movía, no respiraba, pero su gesto, por fin, era alegre. El poeta descansaba aliviado, feliz, muerto. Decidí dejar que fuera otro el que se encargara de dar la noticia a todos aquellos que le habían contrariado, y me marché sin decir nada. Nunca le encontraron. No hay en el cementerio lápidas que le recuerden, ni lamentos que le honren. No hubo rastro del hombre que nadie quiso conocer, y que se marchó sin hacer ruido. Nadie vio su cuerpo, ya sin vida, recostado sobre la tumba. Del poeta sólo queda la leyenda y una flor: una rosa blanca que aparece todos los días, fresca, sobre la tumba de su amada. Y su leyenda, la de aquellos que cuentan que por las noches, oyen el tañido de las viejas campanas que coronan la capilla abandonada junto al cementerio, justo antes de ver cómo la muerte, envuelta en un sudario negro, recorre los caminos acompañada de una figura encorvada, con el pelo blanco y las manos ajadas por el paso del tiempo; y la escucha, pacientemente, mientras el poeta evoca los versos que nunca escribió para Isabel…

lunes, 26 de octubre de 2009

Tu silencio...

Volvió el otoño, cayó el frío y a ti te envolvió el silencio. Lo hizo suavemente, poco a poco, y casi no nos dimos cuenta. Sólo sabíamos que faltabas, que no encontrábamos esa palabra tibia y descarnada a la vuelta de la esquina, a pesar de que pateamos barrios enteros en su busca. El cielo azul del verano dejó paso a amaneceres lentos que vestían el día con susurros, y vomitaban en el horizonte un color rojizo que aprisionaba el alma y congelaba el aliento, de tan fríos como eran. Los días se hicieron cada vez más cortos, y más grises, y las noches más largas. Las noches. Siempre las noches. Era la oscuridad la coartada perfecta para buscarte, cuando nadie nos mira, y disfrutarte lentamente, palabra por palabra, verso a verso, fotograma a fotograma. La noche siempre fue el refugio, si no la excusa, para las almas insomnes, y aunque no te veía, aunque había un universo que nos separaba, sabía que estabas ahí. Sé que estás ahí, a pesar de que hace tiempo que ya no te escucho. Complica la búsqueda el extraño anochecer otoñal, que a la vez que se lleva la luz cubre también las estrellas, pero casi puedo intuir que sigues soñando con ellas, y que las buscas entre susurros, hablándole bajito a la luna para que te oiga con claridad. A veces, yo también le hablo, le escribo, la busco entre las nubes, y cuando no la encuentro me gusta pensar que está refugiada en uno de tus versos, encarcelada para siempre en alguna de tus palabras. Sí, es cierto. Las noches son más largas, y más pesadas, en este otoño de nadie. Son mayores los motivos que empujan al espíritu a migrar hacia otros lares, a renunciar a la paz del sueño en busca de la calidez de mundos mejores, ya sean pasados o futuros. A mí, además, me sube la fiebre. Siento la necesidad de apagar la sed de mi mente escribiendo impulsivamente, como esta noche lo hago, pensamientos que me asaltan sin pedir permiso, y que me hablan, a menudo, de ti, de vosotras. Del pequeño paisaje que entre todas habéis construido. Y por eso, de vez en cuando, me atrevo a imaginaros, a imaginarte, a imaginar que sí os conozco, cuando la realidad es que todavía camino con pasos muy cortos intentando descubriros. Y escribo. Escribo, e invento, sin saber si mis palabras emprenden el viaje correcto o equivocan el rumbo sin querer. Escribo, porque escribir es la única salida que encuentro para que todo el mundo conozca las palabras que nunca he dicho, las historias que me invento. Porque el papel es, como la noche, una coartada perfecta, un refugio insomne al que siempre vuelvo. Porque escribir es, esta noche, quizá la única forma correcta de decir que te echo de menos. Quizá es la única manera de que puedan llegarte algunas de las palabras que a mí me sobran, y que no sé cómo organizar. Y, mientras escribo, espero. Abro la ventana y respiro el aire frío de la noche, busco la luna entre las nubes y los dos, sin hacer ruido, nos sentamos, el uno junto a la otra, a escuchar tu silencio…

Para G, por todos esos silencios que no sé cómo curar…