martes, 19 de mayo de 2009

Noche (más que posible capítulo tres...)

Anochece muy deprisa en la ciudad cuando te pasas todo el día mirando al cielo. Supongo que buscaba algún tipo de señal que me dijera que llevaba el camino correcto, aunque ya hacía tiempo que me sabía descarriado. El invierno transcurrió muy rápido para mí, porque el frío de Madrid te congela también el alma y logra que tus nervios estallen en mil pedazos cuando bajas a la calle. Te quedas helado en medio de un mar de gente que ni siquiera lo nota, que camina deprisa, con el cuello encogido, y sólo deja ver unos ojos siempre atareados y que por mucho que corran nunca llegarán a tiempo. Empecé a dormir por el día, y a gastar las noches envidando a la luna una melancolía inagotable, mezcla de añoranza y desesperación. También comenzaron los dolores de cabeza, las punzadas en medio de la sien que me dejaban rendido, exhausto, y que al principio atribuí al desorden de una vida regida por el caos. Devoraba páginas de libros de los que nunca había oído hablar, y en todos encontraba una historia que me hubiera gustado vivir, porque la vida que estaba escribiendo apenas servía para llenar las hojas sueltas de un cuaderno.
Floreció la ciudad con la primavera, pero no por ello me sentí menos culpable, o más aliviado. Al contrario. Los primeros rayos de sol condensaron el vacío que respiraba, y cada vez se me hacía más insoportable. Ahora apenas dormía, y por las noches caminaba una ciudad que titilaba conmigo silbando esa suave brisa que te eriza la piel, tarareando alguna vieja canción con el anhelo de que evocara algún recuerdo escondido. A veces me pasaba la noche andando. Sin rumbo ni dirección. No hablaba con nadie, ni entraba en ningún local. Metía las manos en los bolsillos de la cazadora y agachaba la cabeza con la esperanza de que si no os miraba desapareceríais de unas calles que sólo quería para mí. Sólo existían para mis oídos el ruido de mis deportivas arrastrando sobre el asfalto, y ni siquiera las luces de los coches que partían en dos la Gran Vía a toda velocidad lograban sacarme de mi ensueño.
Una noche, la noche que todo empezó a terminar, fui a parar a unas calles sembradas de locales donde la gente derrochaba la juventud que yo había perdido hacía tiempo, sin mayor preocupación que la de no caerse al volver a casa. He de confesar que hubo un tiempo en que me atrajo el alcohol. Llenaba las noches y precipitaba la llegada del día y, aunque no podía soportar las resacas, nunca hubiera rechazado nada que me ayudara a envejecer deprisa. Es una buena forma que llamar a las puertas de la muerte, pero nunca me atreví a asomarme hasta el final. Siempre fui un cobarde.
Esa noche, las fuerzas me abandonaron por completo. De repente, me paré en seco y sentí que todo había acabado, que nada tenía sentido. Es curioso, porque hacía meses que tenía la sensación de que mi vida estaba abocada a una deriva larga e insustancial, y pensaba que ya había llegado al punto de desesperación exacto en el que tu cerebro te abandona (‘ahí te quedas, chaval’) y tu corazón te da por imposible. Pero no. Había caminado durante mucho tiempo por esa fina línea que separa la locura de la lucidez, pero esa noche tropecé y caí en los brazos de las tinieblas.
Me puse de rodillas en el suelo y traté de respirar profundamente. Tenía nauseas. Notaba cómo en mi estómago se forjaba un último aliento que luchaba por salir a través de mi garganta, pero reprimí el vómito por el miedo a quedarme sin nada. El miedo era lo único que tenía. Otra vez la cobardía. Miré en los bolsillos y conté el dinero que llevaba. Paré un taxi y abandoné toda superstición: subí, por primera vez en mi vida, por el lado de la izquierda. Quería estar detrás del conductor, porque si veía nítidamente mi cara hubiera visto un espectro. Y, entonces, cambió todo.
Íbamos a arrancar cuando se abrió la puerta y entró ella. No dijo nada, sólo lloraba. Ni siquiera alcancé a verle la cara porque la tenía tapada con su pelo moreno, pero desde ese mismo instante, no sé cómo, supe que estaba perdido. Apenas arrancó un sollozo para dejar escapar un aliento dulce, melódico. “A la Plaza de España”. El taxista me miró, pero yo sólo tenía ojos para ella. No habló en todo el trayecto, sólo lloraba. No quería preguntar nada por si se esfumaba de mi vista, como una ensoñación. Diez minutos después pagué la carrera y dejamos atrás el taxi.
Caminé detrás de ella hasta el Templo de Debod, y dejamos las ruinas a la derecha. Era unos veinte centímetros más bajita que yo, y casi me costó seguir su caminar enérgico y decidido. Llegó hasta el final del parque y se apoyó en la barandilla, con medio Madrid a sus pies. Juro que si hubiera saltado, hubiera ido detrás sin pensarlo un solo instante. Todavía la oía llorar. Reduje el paso y me acerqué despacio, muy lento. Entonces se volvió y me miró por primera vez, con unos ojos color almendra inundados por un velo de lágrimas. Aún temblaba por el esfuerzo del llanto. Apoyó la cabeza en mi hombro, y la abracé. Estaba amaneciendo.

La noche en que le perdimos el miedo al miedo fue tan corta, que dura todavía.

3 comentarios:

gloria dijo...

Magistral, es que no puedo decirte mucho más porque aún estoy fundida en ese abrazo, escapado el miedo ya tras alguna de las calles de Madrid... es increíble, limpio y a la vez lleno de imágenes imposibles, de prosa perfecta e inundado de lírica... y EL FINAL... ni un suspiro me queda en el cuerpo.
Ingnacio, esto es muy grande, no se puede quedar en tres partes, por favor.
Te aplaudo, me arrodillo y porque no tengo sombrero que si no... puf...
Gracias por esta maravilla.
Un abrazo enorme.

indo dijo...

siiiiiiiiiiiiiiiiiiii
capítulo cuatro, capítulo cuatro, capítulo cuatro....
estoy enganchada ya.
sigue, por favor. esto es grande, es bueno, es fuerte. engancha y te deja así con cara de tonto y de querer más.
Madrid. mi madrid. qué bien me lo cuentas.
sigue, que estamos esperando.
un abrazo fuerte.

dudo dijo...

Ignacio, hijo, pero qué ganas me dan de conocerte, repuñetas.
La imagen del cuello encogido, el frío. Las manos en los bolsillos. El silencio de quien observa una aparición.
Me apunto todas éstas cosas, me las apunto y me las empollo, con tu permiso.
Logras que el lector camine junto al personaje, escuche sus pensamientos, sienta su angustia. Puedo olerle: sudor, quizá tabaco. Puedo oir su respiración: casi un jadeo, al borde de algo: vómito, llanto, grito.
Es que me tienes loca.