jueves, 28 de mayo de 2009

Martes (y también capítulo 5)

Siento lo que te hice. Siento lo que estoy a punto de hacerte y, sin embargo, no me cambiaría por ti. Porque si soy yo el que se queda, eres tú la que mueres, y si la muerte te persiguiera a ti significaría que ya no tenemos nada por lo que luchar. A decir verdad, ni siquiera sé si luchamos o aquella noche que nos mezclamos nos vino caída del cielo. Yo había perdido toda esperanza y tú… tú perdiste el resto de tu vida cuando me la regalaste, cuando decidiste despertar junto a mí. ¿Por qué no te marchaste? Quizá te retuvo la sensación de que nada podíamos perder, porque era muy poco lo que nos jugábamos. Yo, nada. Tú, tu mundo y el mío. Lo que va a quedar de él cuando yo me vaya.
En medio de aquella mañana de aliento y sudor, dormimos como extraños. Nos lo habíamos dado todo en unas horas, y cuando el sol ardía ya en las calles de Madrid abrimos los ojos, apenas cogidos de la mano. Cada uno en una punta de la cama, con los dedos entrelazados, tu piel en mi piel. Desde ese día empezamos a descubrirnos el uno al otro, pero no a conocernos. Habíamos roto con un pasado que nada nos había dejado más que los posos de un dolor todavía latente, dispuesto en cualquier momento a brotar de alguna de nuestras llagas. Decidimos abrir las ventanas de nuestras vidas y airearlas, esperando que los vientos que soplábamos arrancaran de raíz toda la melancolía. Quería hablar, pero no sabía qué decir, y no recuerdo si dije algo o si todo transcurrió en medio de un silencio melódico. Tumbado de lado, con tu mano aún en la mía, te miraba, y tú me mirabas con una luz que todavía me deslumbra, aunque quizá ya no la conservas. Te la he arrancado yo, lo sé, también de eso soy culpable. Llorando llegaste a mí, y llorando te has mantenido a mi lado.
Llevábamos un rato mirándonos cuando decidí que no quería luchar contra lo que iba a pasarnos. Tampoco sabíamos el final que ya se estaba escribiendo. Quizá fue tu gesto infantil, o la fragilidad con la que flotabas, la que me hizo lanzarme sin pensar a un cielo que no conocía, a sabiendas de que mi mochila llevaba un par de gotas de sudor, pero no un paracaídas. Me sacaste la lengua y te sentaste en la cama, de espaldas a mí, y recorrí con un dedo, casi sin tocarte, el cuerpo que ya me sabía de memoria. Te pusiste mi camiseta y desapareciste, descalza, por la puerta. Habías decidido que te quedabas.
Y te quedaste, poco a poco, para siempre. Tu ropa llenaba mis cajones, tus libros poblaban mis estanterías, tu silueta dibujaba mi corazón. Sonreía cada vez que veía tus calcetines en el suelo, la toalla tirada en el baño, y fueron tus pequeños detalles los que fueron construyendo una empalizada que nos aislaba del mundo exterior. Te buscaba por los rincones de un piso pequeño, un palacio, para descubrirte sentada en el sofá, con las piernas encogidas y la barbilla en las rodillas, con los ojos cerrados y apretados escondiéndote en tu oscuridad. Creíamos que nuestro mundo era cada vez más fuerte, sin ver la grieta que lo resquebrajaba.
Los primeros cascotes cayeron un martes. Lo nuestro siempre fueron los fines de semana. Al menos los domingos nunca me dolía la cabeza. Ese martes sí, pero aquella vez tú estabas allí conmigo. Fue la primera vez que me arrepentí por haber sido egoísta, por dejar que te acercaras a mí, por darte la opción de vivir a mi lado. No hacía falta que nadie me dijera que me moría para saberlo, lo notaba. Como mucho me hubieran puesto un plazo, y yo prefería que fuera la muerte la que decidiera cuándo era el momento de arañarme el pecho y llevarse con ella el último hálito de mi vida.
Te oí subir las escaleras, y miré desesperado hacia la puerta. No quería que se abriera. La hubiera cerrado en ese momento para siempre si mi cuerpo hubiera reaccionado al resquicio de razón que se escapaba por los poros de mi fiebre. Estaba tirado en el suelo, empapado en un sudor frío que hacía que la camiseta se me pegara al cuerpo, y tenía los ojos vidriosos. Los notaba palpitar. Pero la puerta se abrió.
-Vete.
-¿Qué te…?
-¡He dicho que te vayas!
-Pero…
-¡Que te vayas! ¡Vete y no vuelvas nunca!
En ese alarido había reunido todas mis fuerzas. Agaché la cabeza y oí que la puerta se cerraba, y bajabas corriendo las escaleras. Desperté un par de horas más tarde, cuando ya caía la noche. Llovía. Estaba exhausto. Me levanté aún envuelto en una fiebre que ofrecía sus últimos embates, y decidí salir a la calle. Quería que la lluvia me empapara, que arrastrara todo el dolor que ya no me consumía, que se había marchado de momento dejándome la certeza de que pronto iba a volver. Baje las escaleras apoyado en la pared, tambaleándome. Gané el portal y tomé aire para salir a la calle. Abrí la puerta. Y allí estabas tú. Empapada, encogida, hecha un ovillo. Levantaste la mirada y la clavaste en mi frente, la noté, me dolió. Y llorabas. Era la primera vez, pero no sería la última.

Perdí la noción del tiempo cuando te echaste entre mis brazos, aterida de frío. Te estreché y dejé que la lluvia descargara sobre nosotros toda la furia de una ciudad antipática que nos tenía atrapados en su lecho. En mitad de la calle. Abrazados. Llorando los dos.

6 comentarios:

dudo dijo...

¿Sabes? Tus escenas de amantes no son como en las películas. En tu escritura, los amantes no se tapan, pudorosos, con las sábanas, para no enseñar más de lo que exige el guión. En tu escritura, los amantes tienen el culo fláccido, los pechos caídos, arrugas. Piel de verdad. Tripita. Una vida a la espalda.
Será por eso que cuando leo "fiebre" me da calor, calentura, a mí también. Será por eso que cuando leo "lluvia" me mojo un poco.
Enorme.

indo dijo...

brrrrrrr
mira que hace hoy sol y noto la lluvia.
tiene razón dudo, esto no es un guión, es una historia.
una dolorosa y febril, pero llena, cargada, fuerte. como el amor y el dolor.
me encanta. creo que me repito, pero me encanta. me gusta la hitoria y sobre todo, como la cuentas. grande, grandísimo.
un abrazo.

Anónimo dijo...

Claro, yo no he leído los otros capítulos. Y hasta que no ha llegado la escena final donde yo descubro que él va a morir sí o sí, cuando no veo claro que el destino lo tiene claro porque conoce esa cercanía de la muerte... hasta ese momento yo pensaba que me escribías a mí, o que escribías sobre mí. Porque todos tenemos una historia así, dolora, a la que se llega llorando y se sigue llorando a su lado y después se sigue llorando y casi que se llora toda la vida. Eso me digo, que a todos nos ha pasado, que no puede ser que sepas todo lo que pasó. Porque no lo sabes, ¿no?

Un beso, I.

gloria dijo...

Llego tarde o quizás muy pronto, no lo sé muy bien, porque el tiempo últimamente me juega malas pasadas y ya no sé si estoy viniedo a llegué hace tiempo, ya no sé si estoy apunto de enfermar o muerta del todo, ya no sé nada, de verdad. Entonces me armo de valor para venir, sabiendo que llego tarde (y que quizás sea pronto) y descubro lo que ya sospechaba que descubriría: amor, dolor, amor, y más dolor, todo rodeado de una angustia que me empapa desde antes y que me cala aún más después. Encuentro todas las palabras que se me han perdido por algún camino de los muchos que he serpenteado estos días en mi interior, están aquí todas, sin excepción, como ya sospechaba. Con el corazón en un puño, como ya sabía, comprendo que tal vez llego pronto (para mí porque duele) pero tenía que buscar debajo de mi cobardía algún resto de fuerza para leerte, porque mereces que esta historia se siga muy de cerca. Es preciosa, llena de todo el sentimiento que necesito que alguien escriba por mí, y tú lo estás haciendo. Gracias, Ignacio, por tener valor y talento, y gracias sobre todo por compartirlo.
Un abrazo
(cuando comento así, sin pensar, hablando de mí es porque ya estoy dentro de la historia... y ya no hay quien me saque, te lo aseguro)

Anónimo dijo...

me gusta cómo escribes, sigue en ello..

Wences dijo...

Siempre he creido que describir situaciones, paisajes, circunstancias es lo fácil, acaso ese es nuestro trabajo diario, una labor que nace del exterior y acaba en el exterior filtrada por nuestro criterio...

Pero nunca dejaré de sorprenderme con las historias que desnundan a un personaje, permitiéndonos conocerle como jamás conoceremos a nadie, ni siquiera a nosotros mismos, en nuestra vida. Es difícil hablar de sentimientos, de estados de ánimo, y además para hacerlo hay que poner mucho de uno mismo, quizás un precio demasiado caro, o quizás no.

Enhorabuena Ignacio. Ya eres el ídolo de Retamosa y el mío también... Ni que decir tiene que espero con ansiedad la sexta entrega.

Un abrazo compañero.