lunes, 27 de octubre de 2008

El Parque

Caminaba despacio, sintiendo el peso de su cuerpo en cada uno de sus pasos. Cuando enfiló el camino de baldosas que partía en dos el parque, se detuvo apenas un instante, casi aliviado, protegido. Hacía años que conocía sus rincones, que caminaba sobre sus hojas y disfrutaba de la quietud de sus árboles y de esos silencios ocultos que destilaban las ramas al sentir el beso del viento.
Desde que era pequeño, había aprendido a refugiarse en la soledad del parque. La primera vez fue con su padre, cuando su madre ya se había ido. En silencio, recorrieron el lugar de una punta a otra, caminando muy despacio y, a pesar de que era muy pequeño, comprendió lo que su padre le quería decir sin palabras.
Veía en sus árboles el discurrir de la vida, sobre todo cuando admiraba la estampa que el parque ofrecía en otoño. Los árboles de hoja perenne afilaban su verdor contra un cielo que aún conservaba sus destellos azules, añorando un calor que tardaría en regresar. Los caducos, sin embargo, empezaban a amarillear y alfombraban el suelo con sus primeras hojas caídas. También había unos árboles con las hojas rojas, como fuego, y que bailaban como una hoguera cuando los mecía el aire.
Contemplado desde la entrada, enmarcado en el último rayo de sol que evocaba un verano tardío, el parque ofrecía una estampa sin par. Una metáfora de la vida misma.
Cuando su padre también se fue, él continuó caminando solo por aquél enjambre de sensaciones. Se sentía como esos árboles verdes, majestuosos, mientras todo lo que le rodeaba, todo aquello que quería, tendía a amarillear. Primero su madre, luego su padre, ahora ella... Estaba cansado de sentir el viento en la cara, mientras a los demás se les caían las hojas.
De repente, reparó en los árboles rojos, pequeños, ardientes. Una ola de desasosiego inundó todo su ser, y se fue comiendo poco a poco la calma que le embargaba. Su significado se le escapaba, no había conseguido identificarlos, como a los demás.
Se paró en seco, creyendo oír aún la voz de su mujer en las hojas que caían a sus pies. Repentinamente, sintió un tirón en la manga del abrigo, y miró hacia abajo. Su hija lo miraba fijamente, con esos ojitos azules que tanto le recordaban a su madre.
Se puso de puntillas y estiró la manita para enjugar una lágrima que, en esos momentos, recorría una de sus mejillas. Y le sonrió. Y entonces comprendió que también su hija había comprendido, a través de su silencio, el significado del parque.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

yo no tengo un parque, pero me voy a la orilla del mar. Eres un gran expresador de sentimientos que poca gente es capaz de resumir en palabras.

Anónimo dijo...

Me reitero: qué cojones haces en deportes. Un saludo, artista!

dudo dijo...

Qué cosas. Cerca de mi casa hay un jardín privado,cerrado con una verja y un cerrojo enorme de hierro oxidado. Y cuando he leído tu relato me lo he imaginado allí. Hoy, dando un paseo, me ha dado por empujar la puerta. Y está abierta. Pero me ha dado nosequé entrar...