lunes, 9 de abril de 2012

El río

La vida de la ciudad había estado siempre marcada por el río. Cruzaba los barrios de norte a sur, partiendo en dos las luces de aquel montón de edificios. Años atrás, cuando la ciudad apenas crecía, el río era punto de unión para todos sus ciudadanos, que hacían vida en torno a aquellas aguas que bajaban azules y claras, unas aguas en las que los niños se bañaban, junto a las que las parejas se besaban y en las que las personas mayores, en la orilla, metían los pies desnudos. El río había marcado hasta tal punto la vida de la ciudad que desde el principio le había dado su nombre, y uno y otra, otra y uno, se mojaban con la misma realidad.
Eso era tiempo atrás. Últimamente el río ya no bajaba azul. La ciudad creció, los vecinos que hasta entonces compartían sus orillas se volvieron desconocidos y sus aguas se volvieron pantanosas, oscuras, malolientes. Tampoco la ciudad era ya la misma.
El dinero había dividido aquella ciudad en dos, y así como la arena que el río arrancaba a su paso, aquellos que se quedaban sin recursos, empujados a la realidad de la calle, se fueron poco a poco al sur, arrastrados por la corriente, y lo que antes era una ciudad se convirtió en dos ambientes muy diferenciados. En el norte, las aguas del río recorrían calles limpias y anchas, y recogían los desechos de familias ricas para llevárselos hacia el sur. Allí, en calles estrechas y empedradas se apiñaban olores y personas, niños sin casa y carterista, animales abandonados y borrachos, putas y delincuentes.
Los años ni hicieron sino acentuar la pobreza del sur, y el río, que en el norte seguía siendo un espacio para el recreo, era ya en el sur un mortuorio improvisado. Aquellos que morían en las calles, ahogados en su propio vómito, o las familias que perdían a uno de sus hijos pequeños por cualquier infección se acercaban por la noche al río y se metían, con el pequeño cadáver en brazos, allá donde las turbias aguas cubrían hasta la cintura, y abandonaban el cuerpo a su suerte mientras rezaban lo que buenamente podían.
Aquella noche eran muchas las familias que caminaban por las orillas con pequeños cadáveres en brazos. En silencio, como una macabra procesión, se introdujeron en sus aguas y dejaron, entre murmullos, que los cadáveres se hundieran poco a poco. Cuando hubieron salido del río, el cielo dibujó un tono anaranjado que muchos no recordaban haber visto nunca, y cuando todos hubieron vuelto a sus calles y sus casas, el río, por primera vez, lleno como iba de cuerpos, detuvo sus aguas.
A la mañana siguiente, domingo, las orillas del río en el lado norte volvieron a llenarse de familias que iban a comer, a jugar, a bañarse.
Los cadáveres de la noche anterior, uno a uno, empezaron a flotar.
Y el norte y el sur volvieron a ser, entonces, dos partes de una misma ciudad, con los niños ricos, gritando, intentando salir del agua; con los niños pobres, muertos, flotando en el río donde sus abuelos se bañaban.

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