martes, 17 de enero de 2012

Sácame de aquí

El viejo coche iba dejando tras de sí una enorme estela de polvo mientras se acercaba a aquel aparcamiento de tierra. Podía ver cómo todo lo que quedaba atrás se diluía en aquella nube marrón que poblaba los espejos retrovisores. El polvo era lo único que se interponía entre el sol abrasador del mediodía y un suelo que ardía como las paredes del mismo infierno. ‘Puto verano, no va a acabar nunca’, pensó, y se revolvió un poco más dentro de su traje negro, con las manos aún en el volante. Cuando el monstruoso edificio de piedra gris apareció ante él, aminoró la marcha y sacó un pañuelo del bolsillo para secarse el sudor que perlaba su frente. De poco le iba a servir, porque las marcas del calor ya habían convertido en amarillento el borde superior del cuello de su camisa blanca. No aparecería impoluto en su primera cita.
Aparcó junto a la enorme puerta de entrada y se bajó del vehículo con cuidado. El polvo empezaba a desaparecer y no quedaba rastro del camino que había recorrido hasta allí. Se sacudió un poco los pantalones y vio el contraste entre la tierra del aparcamiento y el brillo impoluto de sus zapatos recién lustrados, dos enormes cucarachas negras en medio de aquel lugar sin nombre. Se acreditó debidamente en la entrada y un funcionario le invitó a entrar en una enorme sala de espera con sillas de plástico gris, en la que el aire acondicionado, junto con el sudor que ya traía del camino, le hicieron estremecerse. ¿O fue el lugar lo que le provocó el escalofrío? Era la primera vez que estaba en una cárcel, aunque sólo fuera de visita.
El alcaide llegó pasados diez minutos, cuando su pulso ya se había habituado a las nuevas condiciones. Tras intercambiar un breve saludo le solicitó otra vez la documentación, y después de echarle un rápido vistazo le pidió que le siguiera. Atravesaron dos galerías en las que los guardias tuvieron que abrir hasta cuatro rejas distintas de manera automática, y llegaron a un pasillo estrecho cerrado por una puerta metálica que el alcaide abrió de manera manual. ‘Le está esperando’, le dijo, y pidió a uno de los guardas que le acompañara.
Al final del pasillo había una pequeña celda en la que aguardaba un hombre, tras los barrotes, sentado en una silla, con la cabeza agachada. Rapado al cero, en la parte de atrás del cogote se intuían los retazos de un tatuaje colorido que le nacía en la nuca, con unas letras que el abogado no pudo descifrar. El pasillo estaba oscuro, y en aquella pequeña celda apenas había luz. Habían dispuesto una silla frente a los barrotes para que el letrado tomara asiento. Cuando lo hizo, sacó del maletín de cuero tres carpetas con papeles y pidió al guardia un poco de intimidad. Éste se retiró unos metros para que pudieran hablar a solas.
Le temblaban las manos. Estaba nervioso, había que reconocerlo, pero esperaba poder ocultarlo. Frente a él, el tipo con el mono naranja aún miraba al suelo, con las manos en la cara, tapándose el rostro. Eran manos grandes, fuertes. Armas de piel y huesos. Después de colocar junto a él las carpetas, echó mano al bolsillo interior de la chaqueta, sacó el paquete de tabaco, encendió un cigarrillo y extendió la mano entre dos de los barrotes, con el pitillo humeante. El recluso pareció despertar al fin, agarró el cigarrillo y empezó a fumar con placer. El abogado encendió otro para él y le deslizó el paquete casi entero. Quería ganarse su confianza.
Luego, con el humo del tabaco escurriéndose hacia el techo entre los dos, poniendo volutas a aquella fría oscuridad, le miró a los ojos. Pudo ver detrás de aquellas dos pupilas un océano helado. Notó sobre él una mirada dura, cosida con los costurones de la calle y pulida en la cárcel, con el acero de la supervivencia entre rejas. El pulso se le aceleró.

-Hola Hank. Voy a ser tu abogado.

No recibió respuesta. Apenas un leve movimiento de cabeza, un pequeño asentimiento, y otra larga calada al cigarrillo. Más humo.

-Así que tengo que saber algunas cosas. ¿Lo hiciste?

El frío se acentuó. Notó cómo le calaba los huesos y casi pudo sentir cómo se trizaban, en medio de la espalda, algunos de sus nervios. Casi no pudo contener el espasmo. Enfrente, Hank seguía fumando con calma, con los ojos entrecerrados. Mientras esperaba la respuesta, abrió el expediente del caso y leyó los primeros párrafos. Aquella noche, la cosa se le fue de las manos. Discutió con su chica, y no pudo evitarlo. La abofeteó y notó cómo le hervía la sangre. El tipo que estaba fumando delante de él había matado a golpes a su novia. Con los puños, desnudos, sin ningún objeto. La tiró al suelo, se sentó sobre su pecho y empezó a darle puñetazos hasta que se cansó. Ni más, ni menos. Luego se encendió un cigarrillo y abrió una cerveza. Cuando llegó la policía, avisada por los vecinos, él estaba sentado en el sillón, con la cerveza aún fría y el cigarrillo entre los labios, con ella tumbada en el suelo, viva aún. ‘Respiraba sangre’, dijo uno de los policías, ‘la cara era una masa de carne roja; respiraba aún, pero por todos sus orificios respiraba sangre’. Se removió un poco en la silla.

Otro leve movimiento de cabeza. Un asentimiento tibio.

-¿Y qué esperas entonces que haga yo?
-Que me saques de aquí.

No iba a ser fácil. Pero tampoco era imposible.

-Dalo por hecho.

1 comentario:

Naar dijo...

dime que es un capítulo 1. por favor te lo pido. no me jodas. no me dejes esta historia tan buena, tan bien narrada, aquí. no, por favor.