jueves, 18 de junio de 2009

Preludio (único capítulo 7...)

El mundo se llena de nuevos matices cuando a uno se le acaba. Empiezas a pensar que cada paso que das puede ser el último, que cada camino que tomas puede llevarte a ninguna parte. En días como esos me gustaba salir a la ciudad, cuando Laura no estaba, y saborear los nuevos aromas que Madrid tenía para ofrecerme. Sus calles eran, más que nunca, un crisol de almas atrapadas en una colmena que no dejaba salir el aliento de sus habitantes. Almas rotas, espíritus inacabados que construían una enorme Torre de Babel de cóleras y certezas encima de la cual se balanceaba esa urbe que todos amábamos, y que a todos nos había roto el corazón. Llegaba a la plaza Mayor y me paraba en mitad, tratando de captar todos los sonidos, todos los sabores, cualquiera de sus aromas. Churros, aceite, calamares, algodón dulce, chocolate, turistas, caricaturas, corazones errantes intentando gastarse la vida encima de las piedras que habían pisado nuestros antepasados, que habían filtrado la sangre de todos aquellos que tiñeron de rojo sus cimientos.
También me gustaba coger su mano al atardecer y dejar que muriera el día sin hacer otra cosa que dormitar. Sentados en el sofá se nos escapaba la tarde, y el rojo intenso del sol se perdía por algún lugar del horizonte mientras la calma y la quietud ganaban pasito a pasito unas calles que sólo conocían alaridos y reyertas, brumas y velocidad. Ella me miraba y yo cerraba los ojos, queriendo evitar el contagio de las pupilas almendradas a las que había cosido mi vida, y que jugaban con el último hálito de un alma que se me escapaba. Discutimos más veces, seguro, pero yo no las recuerdo. Cuando la fiebre me consumía ella solía acogerme en su regazo, y pasaba pacientemente la mano por mi frente, por mi pelo, secándome el sudor que era tan suyo, mientras me moría poco a poco entre sus piernas. Cada día más débil, más agarrotado. Le supliqué que se fuera, pero ahora tenía miedo a que me abandonara. Su fortaleza fue más grande que mi enfermedad, y fueron sus caricias las que apaciguaron mi miedo. A ella le debo la muerte que estoy a punto de sufrir, un tránsito informe sin congoja ni duelo.
Supe que se acercaba el final una mañana de octubre en que me levanté con energías renovadas. Curiosa la forma que tiene dios de decirnos que el final se acerca. Me entregó mi aliento, mis ganas, un puñado de esperanza. Dios no acepta botines pequeños, y mi espíritu viajaba hacia el infierno sin pertenencias, así que arrugó en mi petate los últimos momentos de mi vida, y me dejó que yo los fuera desenrollando a mi antojo, con mis propias manos, para descubrir que al final del pergamino, con letras de sangre, estaba escrito el final. Desperté y ella no estaba, se acercaba el final y ella no lo sabía. Pasé toda la mañana dando vueltas por el piso, de una habitación a otra, envuelto en una cólera que me nacía de dentro y se proyectaba a mi alrededor. Casi pude notar que los colores se sombreaban, y mi entorno se volvía gris. Me mareé y decidí sentarme en el sofá. Leí para ahuyentar los malos presagios. ¿Y si no volvía?
La angustia me duró hasta bien entrada la tarde, cuando la puerta se abrió y apareció su pelo moreno, su cuerpo menudo, sus cálidos ojos. Me miró, y esa fue la primera vez que mis pupilas la engulleron. Percibió lo mismo que yo percibía. Los labios le temblaban y quiso empezar a llorar. No le dejé abrir la boca. Puse mi dedo en sus labios, la agarré fuerte de la muñeca y la arrastré escaleras abajo hasta la calle. No había tiempo que perder. Dejamos atrás el portal y agarró con fuerza mi mano. Intentaba transmitirme unas fuerzas que se me caían a cada paso que daba, y a medida que me apagaba yo, ella también se apagaba. En silencio, como la primera vez, pero cogidos de la mano, volvimos a la barandilla que puso por aquella noche Madrid a nuestros pies, y creo que los dos soñamos con estrellar nuestros cuerpos en el vacío, y dejar que nuestras almas volaran libres hacia el cielo de una ciudad que por fin lucía para nosotros. La besé, y sus labios sabían como la primera vez, y dejó en mi boca un rastro de playa, mezcla de mar y miel, de salitre y lágrimas.
Anochecía cuando llegamos al bar, penúltima parada de nuestro trayecto, de mi viaje, porque ante ella se abriría pronto un nuevo horizonte. Abrimos la puerta y todo estaba como lo soñamos. La barra, a la derecha, sujetaba a un grupo de jóvenes que bebían cerveza y movían la cabeza al ritmo de la música, sin hablar entre ellos, utilizando ese lenguaje silencioso que se filtra a través de las melodías. Delante, el futbolín, al fondo el billar. Todo cubierto por una nube de humo que desmayaba cuando llevabas cinco minutos respirando la atmósfera de los bajos fondos, esos que los jóvenes conocemos y que de mayores sólo añoramos porque nunca más podremos aspirar a ellos. El camarero nos hizo una seña con la cabeza, y yo negué lentamente para hacerle entender que algo no iba bien. Pedimos dos cervezas y nos apoyamos en el billar.
Las horas siguientes las recuerdo con mucha nitidez. Poco a poco el bar se quedó sin gente, y el dueño me tiró la llave cuando sólo quedábamos los tres. Apagamos las luces y dejamos sólo las lámparas que alumbraban el billar y trataban de dar lustre a un tapete verde que hacía demasiadas veces la función de cenicero, y a quien los años le hacían parecer, más que viejo, más sabio. Sonaron, una tras otra, todas las canciones posibles, las que conocíamos, las que compartimos. Aquellas que siempre significan algo. Yo, apoyado en el billar, tú, a unos metros de mí, moviéndote lentamente al ritmo de la música. Despacio, muy despacio. A mí ya me embargaba la fiebre, y asomaban a mis sienes los acordes del último dolor de cabeza.
Me sacudí el sopor del tabaco, y decidí que era hora de terminar con todo. Puse la que desde entonces, y para siempre, será nuestra canción. Sonaban los primeros acordes y, mientras la noche se aclaraba la voz, te agarré de la cintura y te tumbé sobre la mesa de billar. Cerraste los ojos mientras acariciaba con mis labios tu piel, palmo a palmo. La sentí distinta, como la primera vez. ‘…no hubiera sido la noche en tu espalda…’. Pero iba a ser la última. Tus manos en mis manos. Tu estómago en el mío. Tu pelo otra vez sobre mi cara. Tu sudor en mi boca. ‘…me sobran motivos, pero me faltas tú sobre la cama…’. Tu ropa y la mía tiradas en el suelo. Calló la música y sólo quedó tu saliva, tu aliento, tu respiración entre cortada.

Tu vida y la mía anudadas por última vez.

4 comentarios:

indo dijo...

dime que esto no acaba aquí.
sabes? estoy sensiblona porque atravieso una etapa difícil y me niego a llorar, pero tú has estado a punto de conseguirlo. de robarme un par de lágrimas.
joder, me puede esta historia, de veras. no puedo cuando hay tanto amor y tanto dolor tejidos a la vez y no puedes separar los hilos de uno y otro.
siento yo también el dolor y el miedo y el ruido y el humo del bar y esas calles de madrid y ese... todo. lo siento demasiado todo. pero eso es de lo bien que lo trasmites.
un abrazo.

gloria dijo...

Ay... no esperaba que fuera hoy, Ignacio, aunque ya lo anunciara ese "único" tras el paréntesis, prefería no creerlo, pero sí...
Ai te digo que lloro, me crees, ¿verdad?
Pues sí, un final precioso para una historia de las que no se olvidan.
Sólo puedo darte las gracias y pedirte que por favor no dejes de crear estas atmósferas de nudos en la garganta y nostalgia entrando por los pulmones.
Un beso de buenas noches.

I. Ballestero dijo...

Estamos llegando al final del viaje... un viaje que todavía no me he parado a valorar... seréis vosotros/as quienes direis si ha merecido la pena... quedan apenas un par de curvas por negociar...

gloria dijo...

Uy, genial... ¿sólo un par? Sigue, Ignacio, por favor, y aunque para mí ya tiene todos los honores, esperaré para decirte que claro que habrá merecido la pena, no lo dudo.
Un beso enorme (ay, qué alegría y perdona mi confusión de ayer al pensar que era el final)