martes, 29 de diciembre de 2015

La tregua

Dejaba un rastro tenue de tinta y de vino allí por donde pasaban sus dedos. Tenía un despertar casi melancólico que me hacía preguntarme si lo que fuera que había soñado era mejor que aquello que estábamos viviendo, mientras veía amanecer en sus ojos verdes y dejaba que su primer aliento me rozara la cara. Caminaba con garbo, arrugaba la nariz antes de asentir y sus besos tempranos sabían a café, y los más tardíos tenían el sabor de la noche cerrada. Sonreía lento y bajo la melena negra que le caía escondía una mirada de mujer que desmentía una voz casi de niña con la que tarareaba canciones muy bajito mientras tecleaba en su antigua máquina de escribir. A menudo fumaba, de cuando en cuando bebía y dejaba que el whisky calentara garganta abajo antes de demostrar que lo que de verdad quemaba era su piel. Estaba sentada en el sofá con las piernas encogidas y los pies envueltos en unos vistosos calcetines de rayas cuando dejó escapar el humo por la ventana entreabierta de sus labios y me disparó como una flecha una verdad que fue el inicio de una cita. 'Tengo veinticuatro años', me dijo, y yo, enfrente de ella, hice como si la que sonaba no fuera mi voz. 'Entonces yo debo tener más de treinta', respondí con Bolaño casi de memoria.
La conocí una mañana cualquiera en el lugar de siempre, la librería en la que dejaba pasar las horas muertas antes de subirme a la barra del bar en busca de las letras que hacía meses que no llegaban. La calle era el testimonio de un invierno demasiado templado recién parida la Navidad cuando me dejé envolver por el olor de los libros nuevos y recorrí de un vistazo las estanterías que el paisaje dibujaba para mí, antes de avanzar hacia el frente y encontrar en una portezuela a mano izquierda el acceso a una empinada escalera de caracol. Arriba, allí donde descansan los versos, la vi. Llevaba un abrigo demasiado largo y estaba sentada en el suelo, había apilado algunos volúmenes a su alrededor y tenía la nariz hundida en las páginas de una antología de la Generación del 27. Estaba tan poseída por los poemas que casi me dio tiempo a contar las pecas que salpicaban su nariz y me sorprendiera como un espía extraño en el castillo de libros recién alzado. 'Lo siento', le dije, y me retiré sin darle apenas tiempo para mostrar si se había creído a medias mi disculpa improvisada. La dejé en el pasillo de la poesía española y di unas vueltas entre las estanterías buscando un libro con el que llenar los huecos mudos de la música del bar cuando hice algo que brotó de lo más íntimo, de allí donde guardo todavía un poso de valentía. Rescaté de un estante un ejemplar de La Tregua, de Benedetti e introduje entre sus páginas dos billetes para cubrir su importe y una tarjeta que guardaba con celo en la cartera con las señas de la vieja taberna donde me abandonaba a beber, y que me servía para recordar donde había dejado parte de mi vida. Me acerqué a ella por detrás y encima de la empalizada de libros construida con prisa dejé el libro, y me marché.
Caminé deprisa hasta el pequeño bar y cuando me senté en el taburete de siempre, a la barra de un local semivacío, todavía latían mis pulmones con una respiración entrecortada. Me obligué a calmarme y pedí un café por aquello del decoro, y a pesar del gesto que me lanzó el camarero no tuve que explicar por qué cambiaba mis costumbres justo al final del año, sabiendo que hay poca redención en los actos piadosos que uno acomete en diciembre. Él, que siempre adivina por mi cada si tengo el día de ginebra o de cerveza, puso ante mí una enorme taza de café y dejó junto a ella un puñado de azucarillos, y antes de retirarse dejó también a mano la botella de ginebra. El cabrón no fallaba nunca, y la ginebra ya corría cuando alcé la vista hacia el cristal para ver en el reflejo del fondo de la barra cómo ella abría la puerta. Se sentó a mi lado y no dijo nada. Pidió un vaso de whisky y pensé que era un reto absurdo el de llenar del pozo de hojas antes de lanzarnos, sedientos, a bebernos el agua. Hablamos de libros y de letras y enganchó un cigarrillo con otro mientras yo abría la boca disimuladamente intentando atrapar el humo. Se marchó sin pagar, pero antes de irse dejó sobre la mesa un ejemplar con los cuentos de Cortázar. En el reverso de la tapa había escrita una dirección.
Dejé pasar un par de horas antes de llegar a un pequeño piso en el Barrio de las Letras, donde ella me abrió la puerta cubierta apenas con una vieja camiseta gris y el pelo suelto, subida en aquellos calcetines de rayas de colores. Se sentó en el sofá con las piernas encogidas y se encendió un cigarro que fumó con lentitud, al tiempo que dejaba que mi desconcierto cincelara en su cara una leve sonrisa. Fue entonces cuando me puso a prueba después de una larga calada en la que el humo sobre su frente dibujó una pequeña nube gris. 'Tengo veinticuatro años', dijo. Entonces...
Apagó el cigarro y se dirigió hacia mí, que la esperaba ya de pie. Se puso de puntillas y el primer beso fue apenas un roce de sus labios y los míos, pero ya noté en ese momento que iba desapareciendo cualquier resto de café y que sobre la tarde incipiente de diciembre todo lo gobernaba el sabor de la noche cerrada. Se quitó la camiseta, se dio la vuelta y caminó todo lo despacio que una mujer puede caminar mientras yo acompasaba mi marcha a aquel baile de espera. La detuve sujetándola por los hombros y hundí la nariz en su pelo, y al retirar el oleaje que le caía sobre el cuello descubrí en el fondo del mar de su melena una frase de Sabina a medio tatuar que mi mente completó en silencio. Eres la primera, y no miento si juro que daría...
Fueron días de vino y de letras. Nos levantábamos tarde y apenas comíamos, leíamos en la sobremesa y cuando el sol desaparecía esperaba a que ella se sentara ante la máquina de escribir para emprender de nuevo la tarea inacabada de contar todas sus pecas. Una vez incluso traté de unirlas mentalmente y del crucigrama de su nariz salió un laberinto pálido con salida y entrada en sus dos ojos color turquesa. Retiraba las hojas del carrete con furia y siempre le quedaba un poco de tinta en los dedos, que enjuagaba con el vino que derramaba de las copas que yo servía para acompañar el silencio antes de la cena. Después se derramaba en mí hasta que caíamos los dos sobre las sábanas, saciados por un instante, y la contemplaba así, vacía, y veía ante mí a esa especie de animal hermoso junto al que uno siempre se quiere despertar.
Y el problema es precisamente ése, que uno, al final, siempre se despierta. La última vez que la vi estaba en la taberna de la primera vez, sentada en una de las agrietadas mesas. Yo, desde mi trono junto a la barra, la observaba a través de su reflejo en el cristal mientras ella pasaba las últimas hojas de un libro y apuraba un whisky amortiguado sólo por el hielo. Era uno de los días en los que yo tenía cara de cerveza. Había vino y tinta aún por donde ella pasaba pero nos dejamos ganar por el tedio, o bebimos demasiado deprisa para darnos cuenta de que el pozo sí tenía un fin. Fue un final suave, sin dramas, escrito por las plumas de Cortázar y Benedetti.

Cuando leyó las últimas páginas del libro, se fue sin pagar y lo dejó sobre la mesa. Había terminado La Tregua.

En algún momento de esa tarde ella recogió del buzón un ejemplar con los cuentos de Cortázar.

miércoles, 8 de julio de 2015

La balada del puerto viejo

Hay noches en que la costa se deja envolver por el vestido de luz que le ofrece la luna y recupera un poco de su antiguo esplendor, y por unos momentos ofrece a los visitantes la fotografía irreal de un lugar que estuviera a punto de florecer, de abrir las piedras de sus calles para hacer espacio a los nuevos anhelos de aquellos que, incautos, se dejan embaucar por esas pequeñas primaveras que desafían a la verdadera rutina de una ciudad que vive cada anochecer como un invierno. Porque la realidad es que la mayoría de las veces el duelo por un nuevo día perdido viste con un velo de nubes el luto del acantilado, y esas noches en las que la luz no llega desde arriba los gritos de los hombres van a morir al faro. La partitura no cambia, pero la melodía nunca suena igual: en la enorme bola dorada se encuentran el sonido del mar embravecido chocando con furia contra una costa yerma, el quejido de las viejas maderas que soportan el andamiaje débil del embarcadero y el suave mecer de los pequeños barcos que todavía fondean en sus aguas, el deje dulzón en el paladar de los restos de la pesca vendida por la mañana calentados durante el día por el sol que no da tregua, el olor a salitre y cerveza barata que derraman los infelices en la pequeña cantina del puerto. Esas noches en que no hay luna, en las que la ciudad vive uno de sus innumerables inviernos, la costa eleva al cielo una canción recurrente, distinta pero conocida: la balada del puerto viejo.

La cantina es un espacio pequeño y mal iluminado en el que todo da la sensación de haberse ido hace tiempo. Quedan seis mesas que cojean y en las que hay talladas a navaja multitudes de iniciales, cada cicatriz en la madera cubriendo el rastro de una herida vieja. Hay sillas que crujen incluso cuando nadie se sienta en ellas y dos apartados junto a la pequeña ventana con sendos bancos cubiertos de una tela azul que ha conocido mejores días, y que en lugar de iniciales enseñan aros de dolor producidos en su mayoría por el beso ardiente de una colilla mal apagada o de un cigarro olvidado. Sobre cada uno de esos apartados pende una bombilla desnuda cuya luz titila de vez en cuando y ofrece entre vaso y vaso un pequeño momento para la intimidad. La barra huele a salitre y está consumida por la sal del puerto, por ese verano de puertas abiertas al que obliga el sol durante el día y de cerrojo y persiana echada al que empuja la soledad por las noches, para que no se escapen los lamentos que pueblan la pequeña taberna. Tras la barra hay una fornida mujer a la que todos llaman ‘La Vela’, por las veces que les ha sacado del puerto como llevados por el aire, y acodado en un rincón hay un viejo marinero al que nadie ve llegar y que nunca se ha marchado, un hombre varado en el alcohol que recita de memoria una milonga de desamor por el módico precio de abastecerle el tiempo que dura el relato, exactamente tres cervezas y media.

Lo sé porque yo llegué a ese puerto en una noche vestida con la luna y empecé a desear marcharme en el invierno que pronto llegó, que fue la noche siguiente. Y escuché al viejo marinero ahogarse un poco más en las cuatro cervezas que pagué de mi bolsillo, dejándole la media que sobraba para tratar de enjugar su pena.

Era morena como el primer horizonte de un amanecer y sonreía como le debiera a uno sonreír la vida, a pesar de que su boca tenía un filo imposible de salvar. Menuda, con el pelo negro cayendo sobre los hombros, era un metro sesenta de fuego ardiendo de improviso. De día caminaba decidida sobre unas sandalias bajas a cuyo paso se rendían todas las maderas del puerto, y se apoyaba en la baranda corroída para ver a los barcos marchar, despidiendo a los marineros con grandes movimientos de mano. De noche llevaba siempre un vestido blanco de tirantes y se subía en unos tacones altos que elevaban el cielo unos centímetros, y bailaba. Llegaba a la cantina y se dejaba embriagar por la vieja máquina de música que aún hoy la recuerda, callada, detrás del relato del viejo, que ya está apurando su primera cerveza. Movía la cintura cuando la gramola escupía rumba y el sudor le perlaba el cuerpo y le caía por las curvas del cuello hasta el pecho, brotaba de su nuca y recorría toda su espalda. Si la noche regalaba una sevillana se plantaba con una pierna recta y la otra extendida y detenía el tiempo con el voltear de la muñeca que subía, desde el refugio de su cintura hasta la cabeza, trazando un círculo en el aire en el que atrapaba los sueños de todo el local. Era rock cuando tocaba, y brazos en alto y ojos cerrados coronando un cuerpo cimbreante en medio del acorde caluroso de la música de jazz. El marinero detiene entonces su relato y mira hacia el espacio libre que hay entre las mesas, y en sus ojos se refleja la música de aquellas noches pasadas, y deja pasar unos instantes como si todavía pudiera verla bailar. Después de esa pausa rodea con las manos la cerveza recién puesta, bien fría, y aguarda unos momentos antes de llevarse el cuello castaño de la botella a la boca y tragar largo, sonoramente, dejando que el latigazo del alcohol desatasque las palabras que el nudo de la memoria ha arrinconado en el esófago. Se limpia los labios con la manga y prosigue.

Y recuerda la noche en que bailó para él. El cielo limpio de estrellas y una luna brillante ponían el telón de una velada en la que se sucedieron las canciones más allá de la cantina, en el paseo que lleva al espigón. A ratos, la música la ponía el mar rompiendo contra las rocas y a ratos el viejo asegura que cantaba, que se dejó llevar por aquellas piernas que aparecían y desaparecían en medio del vuelo de su falda y se agarró al vuelo de aquella cintura. Que durante un largo rato detuvo la noche para que la oscuridad no se marchara y poder enmarcar en su recuerdo aquel vestido blanco antes de desprenderlo de los hombros de ella y unirse a la danza de sus lunares, repartidos por toda su espalda como puntos señalados en un mapa que el viajero, sin nave, se dedicó horas a surcar. Que la luna calló un instante para dejar hablar a sus ojos negros y que fueron las arrugas de su rostro al sonreír los peldaños de una escalera por la que llegó más alto que nunca, más lejos de lo que viajaría en toda la vida.

También trae al presente el viejo, ya con la tercera cerveza, que el esfuerzo fue en vano y que la noche pasó, que el amanecer dolió de veras. Que el sol asomó por el hueco de las persianas y dibujó en la piel de ella un mapa distinto al de la noche, una ruta de huída. Que se vistió en silencio y se quedó un rato sentado junto a la cama viéndola dormir, tratando de guardarse el sonido de su respiración, el ruido del roce de su piel con las sábanas, todo cuanto pudiera servir para componer una melodía que sirviera para mantener viva aquella fotografía que ofrecía la salida del sol, el fuego que era siempre convertido en cálidas brasas; el baile transformado en una danza tranquila y mínima, la de su pecho subiendo y bajando para acompañar su respirar. A la botella que abraza ahora le quedan tres dedos aún, pero ‘La Vela’ va destapando otra cerveza porque ya sabe por dónde viene el viento y se despliega para indicar hacia dónde hay que remar. El viejo la ve llegar con la vista puesta en la barra, y acaricia con la mano encallecida su superficie irregular, llevándose clavada alguna astilla. Es el precio que paga por malvender esos recuerdos por tres tragos de cerveza a aquel que los quiere escuchar.

Inicia con un trago impetuoso la cuarta cerveza del pago que la memoria ofrece a cerbero y la deja de un golpe encima de la barra, y agacha la cabeza decidido a no hablar más. Por unos instantes dudo si animarle a seguir el relato, pero entiendo que no queda mucho que contar, más allá del último vistazo antes de levantarse y marcharse, del vistazo furtivo a su piel desde la rendija de la puerta antes de cerrar. Aun así, me decido a interrumpir su silencio con cuatro palabras puntiagudas.

¿Qué pasó con ella?, le lanzo al viejo sabiendo que el interrogante es casi un ataque.

Que vino el invierno, me responde, y se bebe hasta la mitad la última de las cervezas, dando nuestro acuerdo por concluido.

Y aquí interviene ‘La Vela’, que explica. Sonó la balada del puerto viejo, y a la chica se la llevó el mar.

jueves, 21 de mayo de 2015

La música deja de sonar

Hemos roto muchas fotografías hasta llegar a la imagen en la que ahora mismo estamos. Los dos de rodillas sobre la cama, uno frente al otro, a un metro de distancia, las manos atrapadas entre las piernas. Envueltos en ese jadeo que no termina de apagarse después de un polvo triste, gris, amargo; con esa cadencia pegajosa del baile pesado ante un bolero que no concluye en medio de una pista en la que no hay nadie mirando ya alrededor. Quizá hayamos sido sólo eso, una canción demasiado larga que no hemos sabido rematar. Quizá nuestra historia haya sido un concierto en el que hemos agotado todo nuestro repertorio, y a partir de ahí hemos seguido tocando bises, asumiendo que el aburrimiento y la monotonía eran un peaje justo con tal de no bajarnos nunca del escenario. Pero nos hemos cansado de tocar. De tocar y de tocarnos, porque a pesar de que con la luz de la tarde que se cuela por la ventana tu rostro, a unos palmos de mí, se me hace de una belleza casi insoportable, mis manos no encuentran rincones sin explorar en la piel ya aprendida de tu cuerpo. Nos ha abandonado la furia con la que nos mordíamos nada más apagar la luz como si fueran los dientes la única forma de abrirnos camino a través de la carne del otro para guarecernos al calor de sus entrañas, y allí dormir por fin seguros, lejos de la rutina y de la intemperie. No existe el latido alocado como dos partituras distintas para percusión que se acababa acompasando en mitad de la novela, cuando habíamos ensamblado ya tu cuerpo con el mío, las partes de ti con lo que yo era en aquel entonces. Tu boca y mi boca, tu cuello y el mío, tu vientre temblando debajo de mi vientre.
De todo aquello apenas queda nada. El tiempo nos ha mecido como a una barca en un mar en calma y ahora nos resta un deje de amor soñoliento, con más familiaridad que electricidad y sin más preguntas por resolver que una, inevitable, que hemos esquivado todo este tiempo: ¿hasta cuándo? Hoy ha sido el último bis que (nos) tocamos de memoria, hoy ha sido la última vez que nos arrancamos la tarde del cuerpo. Los dos lo sabemos, y las heridas que sobrevengan de la batalla serán a causa del fuego amigo, pensamos, tratando de ignorar que el fuego es fuego y a piel es piel, y que la carne se abrasa de igual forma sin importar quién haya detrás del mortero. Eres la chica más hermosa que he visto en toda mi vida. Recuerdo que lo pensé la noche en la que te descubrí, porque los tesoros no se conocen ni se encuentran, siempre se descubren, en ese bar de billares y cerveza que escupía música de rock por los altavoces, y en el que huimos de los gritos del grupo para ganar un rincón en el que la oscuridad nos permitiera conocernos. Allí pronuncié tu nombre por primera vez y brindé todas y cada una de las veces por no olvidarlo jamás, ya ves, y todas las cervezas que bebimos van a significar las noches que me quedan para desnombrarte. Salimos a la calle después de dos horas y entre la neblina del alcohol y bajo la luz naranja de las farolas te lo dije, que eras la chica más bonita que había conocido nunca. Cuando amaneció te querías marchar y yo no te quise dejar ir, y supiste que no mentía.
Te has endurecido. Yo también. Por eso sabemos que esto ya no puede durar, pero quedan aún algunas cosas por hacer. Por eso avanzo un poco y me pongo frente a ti, levanto la mano derecha y llevo los dedos a tus labios, y tú haces fuerza por matenerlos pegados. Te separo el labio inferior y con el índice toco tus dientes, para después abrirme paso y poner las puntas de los dedos en tu lengua, caliente primero, áspera después. Sigo adelante y noto cómo empiezas a temblar, y tus hombros se sacuden debajo de tu pelo negro, pero no me detengo, y rozo con la punta de los dedos tu garganta. Continúo hacia abajo e introduzco mi mano dentro de ti, y tus temblores empiezan a remitir, pero te queda una agitación nerviosa que te dispara el corazón, lo puedo notar desde aquí, desde dentro. Retumba como un sonido lanzado una y otra vez contra las paredes de una cueva, pero no me puedo detener, y mi piel roza ya tu interior caliente y muevo la mano a un lado y al otro, para no dejarme un rincón sin explorar. Y lo encuentro: pesado, frío, oculto ahí dentro. Lo agarro sin vacilación y retiro la mano lentamente, dejando que la vibración que transmite tu corazón me arañe una vez más. Saco el brazo sin rozar tu garganta y vuelves a estar ante mí, sudorosa, agitada, con el pecho que sube y baja y los hombros mecidos por una suave agitación. Los labios pegados. La boca cerrada.
Avanzas. Colocas tus manos en mi vientre y las mueves de un lado al otro, acariciando la piel antes de romperla. Me clavas las uñas y entre tus dedos empieza a resbalar la sangre, y me miras, un segundo de vacilación antes de seguir adelante y meter las manos enteras, hasta las muñecas, en el fondo de mis entrañas. Noto un líquido amargo que trepa garganta arriba y hago lo que puedo para contener el vómito mientras tú remueves y buscas, descolocas y agitas, y por un momento creo que mi corazón se va a parar. La vista se me pone en blanco y estoy a punto del desmayo cuando noto que tus manos se retiran, que salen por los agujeros que han hecho en mi piel y abandonan m interior dejando un rastro de alivio. El corazón empieza a latir más despacio y la respiración se acompasa, y en unos segundos todo ha vuelto a la normalidad.

Y la tarde se hace noche y tú y yo nos miramos. Yo sostengo en mi mano la piedra pesada de tus silencios, y tú acunas en las tuyas la tela negra que durante tanto tiempo envolvía mi espíritu y le daba color. Y después de un largo concierto salpicado de bises, la música deja de sonar. 

jueves, 26 de marzo de 2015

El faro

Cada inspiración era como una puñalada. El aire gélido de la noche se introducía en su cuerpo como un gusano de mil cuchillas y arañaba todo a su paso, haciendo que los pulmones estuvieran a punto de cristalizar. Y daba igual si el oxígeno se abriera paso por la boca o por la nariz, todo lo que rozaba lo destrozaba: garganta, tráquea, esófago... El frío le hacía sentir que todo su interior se agrietaba, que las entrañas se habían congelado y estaban a punto de romperse. Pero aun así no podía dejar de respirar, y menos con aquella cadencia atropellada que da la carrera. No, la carrera no, la huida. El que corre y el que huye llevan consigo respiraciones diferentes. La carrera implica un compás que se rompe al rasgar el pentagrama de la calma con el nervio del temor que llega en sacudidas. El que corre llena los pulmones y coge impulso para seguir adelante; el que huye en realidad boquea como un pez y va tirándole, como él, mordiscos a la noche en busca de una forma de dejar algo atrás. Cada inspiración era como una puñalada pero él no podía dejar de correr, tenía que llegar hasta el faro como fuera.
Le faltaban unos doscientos metros pero las piernas empezaban a flaquear. La adrenalina no era suficiente para mantener en pie el pesado cuerpo después de un duro día, pero no era momento para caer. No sabía si estaba detrás, pero volverse para mirar, parar a descansar un instante, cerrar la boca y tragar saliva para restañar la cueva quebrada de la garganta era otorgarle una ventaja que no desaprovecharía. No. No podía parar de correr. No sabía siquiera si el faro sería un escondite suficiente, una atalaya consistente desde la que vigilar el campo abierto y tratar de defender la vida. De eso se trataba, al fin y al cabo, de dejar que la noche se fuera y ver de nuevo amanecer, de ganar siquiera otro día. Estaba a punto de llegar a la pequeña portezuela de madera, vencida por los años y por la humedad por la cercanía con el mar, cuando las piernas se le doblaron y le mandaron al suelo. Rodó sobre la hierba y sus manos, congeladas, amenazaron con quebrarse por alguno de sus huesos, afilada su sensibilidad a causa del frío. Se levantó como pudo y se tiró sobre la puerta para terminar de echarla abajo con su peso y entrar en aquella estructura circular de piedra y silencio. Intentó encajar como pudo lo que quedaba de la puerta, rotos sus goznes, y respiró hondo antes de decidir en qué lugar de aquella torre era mejor esconderse.
Subió unos peldaños a tientas a través de una pequeña y vieja escalera circular de piedra pero se detuvo mucho antes de llegar arriba. Halló un hueco en una de las paredes y se aovilló contra la piedra, sin decidir todavía si aquél iba a ser su escondite o un lugar en el que tomar algo de resuello. Se concentró todo lo que pudo en el silencio que envolvía aquel faro para tratar de escuchar cualquier ruido que delatase su presencia, pero sólo oyó el quejido sordo del mecanismo que hacía girar la luz que guiñaba el enorme ojo postizo a los barcos que se acercaban al cobijo de la costa. Estaba congelado. No recordaba en qué momento había perdido el abrigo, pero se pasó la mano por la frente y se descubrió empapado, y sin saber por qué se detuvo un instante a pensar en que aquello era un contrasentido. Echó la mano hacia atrás y agarró con la pinza del índice y el pulgar la camisa, también empapada para despegarla del cuerpo en busca de un poco de aire que le secara, pero lo que encontró fue, al soltar la tela, que la prensa volvía hacia la piel y se pegaba contra ella, acentuando la sensación de frío. Un temblor le recorrió el cuerpo de arriba a abajo y de abajo arriba, caminando eléctrico por la espina dorsal. Trató de calmarse y aguzó el oído.
No escuchó nada.
Pensó en su hija. En aquella situación quizá debería haber reflexionado en cómo se había metido en aquello, pero la primera imagen que se le vino a la mente fue la sonrisa de su hija. La última vez que la vio, hace apenas diez días, corrió con ella por el parque y los dos cayeron sobre la hierba mojada y rieron, y estuvieron un rato allí tirados con la vista puesta en el cielo tratando de identificar formas conocidas en los dibujos que trazaban las nubes. Pensó en los últimos minutos que pasó con ella, la niña desafiante como siempre que llegaba la despedida y él firme en una pose formidable que escondía en realidad un alma desmadejada y rota, un enorme reloj de arena interior que daba la vuelta para descontar a puñados las dos semanas que pasarían hasta que volviera a estar con la pequeña. La dejó con su madre y trató de no llorar, pero no pudo. Fue a secarse las lágrimas con unos tragos de ginebra al abrigo de la oscuridad del antro de siempre...
Un ruido. ¿Ha sido la puerta? Si la hubieran arrancado de nuevo de su cerrar postizo, lo primero que debía haber entrado en el faro era el aire, pero no notó que hiciera, de pronto, más frío. Aguzó el oído y llamó al corazón a la calma, a no perder la cadencia recién obtenida.
No escuchó nada.
Quizá había sido el alcohol el primer paso hacia el desfiladero. ¿Pero qué salida tiene un hombre que lo ha perdido todo, salvo el precipicio? Quizá no supo dibujar otra alternativa, o no quiso... Sí supo, pero no lo intentó. No se puede castigar a un hombre que fracasa pero es justo que el telón caiga negro sobre aquél que se conforma con rendirse. Nunca había sido muy de pelear, la verdad, pero siempre confió en que cuando llegara el momento en el que la vida lo pusiera entre la espada y la pared encontraría los arrestos suficientes para agarrar con las dos manos la hoja sin temer la sangre que provocaría el filo, intentando liberarse de aquella trampa. Y allí estaba, en cambio, en un viejo faro, en la oscuridad, de cara a la pared.
¿Qué ha sido eso? Otra vez el corazón asomando entre los labios, con ganas de salir. Buscó con los dedos el apoyo del muro sobre el que estaba y trató de detener con ese gesto el tiempo para identificar otros latidos que no fueran los suyos, una respiración cerca. No encontró nada. Una punzada de dolor en el dorso de la mano derecha, sobre la que había caído antes de entrar al faro. Quizá se había roto algún hueso.
En realidad, no había mucho por lo que luchar. O sí. Vamos, sabes que sí. Al principio funcionaba, pero ya no te tragas esa mentira. Sí que tenías algo por lo que luchar, incluso antes de que llegara la enana a romperte el mundo y a sacudir todas tus prioridades. Estaba ella. Antes de que mandaras tu vida a la mierda tenías el tacto de sus pies fríos bajo las sábanas, los besos por la mañana con sabor a café, el follar salvaje de las noches de lluvia o esa pasión lenta que te regalaba las tardes en las que estaba triste y se desnudaba entre lamentos mientras caminaba por el pasillo, y tú la seguías por el sendero de ropa que trazaba hasta que la veías sentada en la cama, con los pies estirados hacia ti para que le quitaras el último de los calcetines. Tenías su mirada limpia en invierno y su salsa boloñesa. Joder, cómo cocinaba la salsa boloñesa. Y luego llegó la enana y las miradas fueron para los dos, y había cuatro pies fríos contra tu piel algunas noches. Hacía diez días que no la veías y quedaban cuatro para volver a verla. Es martes por la noche. Tienes que llegar al miércoles, pensó.
Apartó de un manotazo todas las imágenes de su pensamiento y volvió a concentrarse en el silencio. Escuchó, muy de fondo, cómo rompían las olas contra la costa y se convenció a sí mismo de que nada iba a pasar, de que todo saldría bien. De que no había nadie cerca. Que pronto sería miércoles y habría un día menos por caminar. Se puso en pie y se estiró instintivamente la camisa, y al contacto con la piel le pareció un poco más seca. Se estremeció un poco, pero contuvo el temblor antes de avanzar escalera abajo.
Caminó despacio para no hacer ruido y trató de ganar la puerta, que estaba en el lugar en el que él la había dejado. Se detuvo antes de encarar los últimos peldaños y respiró despacio para marcarle a su corazón el rimo a seguir. Bajó el último escalón y se acercó hacia la puerta.
Lo sintió antes de verlo.
Un reflejo como de plata en medio de aquella oscuridad. Un arañazo brillante captado por el rabillo del ojo.
Trató de agarrar la puerta y arrancarla de nuevo, pero algo le hizo volverse apenas había puesto la mano encima del viejo trozo de madera. Al hacerlo, lo atrajo un poco para sí y abrió con ello una rendija de luz.
Y la vio. Al tiempo que el puñal le atravesaba la garganta. Y llegó a distinguir en el fondo del paladar tres sabores que se mezclaban: el acero, la sangre y la saliva. Quiso tragar y no pudo. Se notó de nuevo la frente empapada de sudor y alzó la mirada para verla un instante.
Y lo último que pensó fue que era la mujer más guapa que había visto en toda su vida.

martes, 17 de marzo de 2015

Error

No hemos utilizado una sola palabra en toda la noche, y ahora que las necesitamos no se encuentran. No las encuentro. No están por ninguna parte. Quizá las hayamos gastado en todo este tiempo y hayamos llegado al momento en el que más necesitamos oírnos sin nada de decirnos. Sentado en uno de los lados de la cama mientras veo por las rendijas de la persiana cómo se filtra la noche te siento a mi espalda, te escucho respirar. Sentada también, desnuda como yo, con ese rastro que queda después de habernos arrancado a besos el aliento. En ese punto en el que el sudor es tan reciente que eres capaz de identificar en algunas partes de tu cuerpo el olor del otro. Tu olor por todas partes. No necesito girarme para adivinarte allí, detrás, con un pie sobre el larguero y la barbilla apoyada en la rodilla, y no me hace falta acercarme más para identificar el rastro de las vértebras de tu espalda, el mapa de lunares que escondes en la piel. Ya ves, después de tantos años conociéndonos te he aprendido en una sola noche, en unas pocas horas. No eres tan dura como dices ser, ni tan frágil como a veces aparentas. Por eso sé que ahora te mueres por hablar pero estás esperando a que sea yo quien lo haga, a que sean mis labios los que digan lo que tú y yo sabemos, pero nos estamos negando a admitir. Quizá sólo estemos retrasando una evidencia que no sabemos cómo gestionar, ni qué consecuencias puede tener, pero está ahí, flotando, y el silencio la hace más densa, no la deshace. Hemos cometido un error. Nos hemos equivocado.
Me gustaría decir que lo tengo claro, pero la realidad es que no. Sé que es un error, pero no encuentro la culpabilidad que sucede a las equivocaciones por ninguna parte. Intento rebobinar y sólo encuentro tu cuerpo dejándose hacer, tus ojos clavados en los míos mientras todo esto sucedía, mientras nos arrancábamos el pasado con la ropa y sólo quedaba ante mí la verdad que es tu piel, morena, brillante, caliente en esta noche que ha adelantado para nosotros el final real del invierno. Si ha sido un error, ha sido el error más bonito del mundo. Quizá no haya llegado aún la culpabilidad porque no nos hemos separado, porque seguimos aquí juntos, desnudos, y el secreto es todavía nuestro. Porque no hemos tenido tiempo para llevarnos a otra parte esta noche y para buscarnos la mirada con la luz del día, entre tanta gente, sin saber cómo vamos a reaccionar ante ellos o el uno con el otro. No hay culpabilidad pero sí angustia, una sensación arenosa que empieza a crecer en la garganta porque llevamos ya unos minutos sentados de espaldas, mirando la pared, cuando me muero por abrazarte y dejar que el amanecer nos duerma, engañándonos mientras pensamos que todo va a salir bien.
Sí, lo sé, nos hemos hecho trampas. Hemos jugado con las cartas marcadas porque la confianza había dibujado de antemano el camino a recorrer. Sé de lo que huías en los últimos meses, el dolor que albergabas, y eso me ha convertido en certero a la hora de lamer tus cicatrices. Sabes de mi miedo a las alturas, del vértigo con el que he moldeado mi cobardía y desde el principio me cogiste las manos, entrelazando mis dedos con tus dedos y empujándolas contra la cama, para hacerme saber que mientras tú estabas encima de mí, debajo sólo existía el suelo. Existía una historia en común que los dos nos sabíamos, y que hoy hemos reescrito por completo. Ya no hay nombres que nos unen, no hay fotografías en las que nos buscamos, no sirven los mismos recuerdos. Esta noche hemos sido tú y yo, mañana tendremos que encontrar la manera de no volver a serlo.
No puedo más con este silencio. Decido romper mi miedo a volar y salto por el precipicio más grande que encuentro. Me vuelvo hacia ti y recorro sobre la cama la distancia que nos separa. Me detengo a un palmo de tu espalda, respiro hondo y apoyo en tu piel mi nariz, y te beso. Recupero tu sabor y me siento más valiente, siento que por una vez puedo derrotar al vértigo. Y te vuelves, y me miras así, como toda la noche, con esa mirada que quiere decir que en este instante, y quizá no por mucho tiempo, parecen restañadas todas tus heridas, y de ellas sólo mana calor para derretir el frío que envolvía tu cuerpo. Apoyas tu frente en mi hombro y te dejas abrazar, y me obligas a estrecharte más fuerte, como para que las pieles no cometan el atrevimiento de olvidarse tan pronto. Respiras hondo, y te oigo reír. Y caemos los dos de lado sobre la cama, juntos, entrelazados, siendo uno. Y nos dejamos dormir para esperar una mañana que sabe como tu aliento. Sin miedo a lo que suceda cuando salgamos de allí porque en el último abrazo hemos comprendido una cosa.

No es tan grande el error que hemos cometido como hubiera sido no cometerlo.

miércoles, 25 de febrero de 2015

Segunda fotografía

Es imposible saber cuánta vida esconden unas arrugas, y cuántas caricias hay detrás de cada cicatriz. El tiempo es una mano que se cierra intentando retener un puñado de arena que se escurre, que se pierde, que sólo deja en la palma una parte de aquello que fue. Así, entre los dedos, se escapan las vivencias y se pierden los momentos, dejando algunos granos de tierra que nos acompañan para siempre: una marca en el rostro, piel dura sobre la herida que fue. A veces, incluso, de todo aquello sólo queda una mirada, un gesto, un pequeño destello de luz que mantiene calientes las brasas de la hoguera que un día existió, y que se resiste a apagarse del todo a pesar del viento que ha venido, de la lluvia que ha caído, del frío, siempre inevitable. Eran dos puntos discordantes en el pentagrama continuo y aséptico del hospital. Dos rostros diferentes en una sucesión de caras que alimentaban el tedio con bostezos, con conversaciones banales, con móviles que no paraban de mirar. Eran una historia de otro tiempo traída al presente por la fragilidad del cuerpo, llamados al mundo por una consulta rutinaria para la que ambos, juntos, debían esperar. Daba la impresión de llevar toda la vida uno al lado del otro. Ella en otro tiempo fuerte, motor al que aferrarse cuando el viento venía de cara; él siempre sacrificado, el sol castigando la piel con aquella fiereza con la que la intemperie araña el cuerpo de los que tienen poco. Una historia de hambre tejida a cuatro manos. Hay, quizá, hijos y nietos repartidos por el mundo, pero están lejos, y en aquella sala de espera se tienen tan sólo el uno al otro, como ha sido siempre. Juntos. Ella en la silla de ruedas, el cuerpo enjuto, la mitad de la mujer que fue por la curva a la que el calendario reduce la firmeza de los huesos. Él a su lado, en una silla, viendo cómo ella mira hacia la puerta de la consulta y sin perder de vista un detalle. El jersey cerrado sobre la camisa, el botón desabrochado descubriendo la camiseta interior. Impoluto. Ella con una toca negra sobre un jersey rosa, el contrapunto azul de los calcetines que asoman sobre unas piernas finísimas que parece que nunca más la vayan a sostener.
Juro que fue un instante, un gesto. A veces no se necesita más. No se lanzan deseos a las constelaciones que te miran fijamente desde el cielo sino a aquel destello fugaz que asoma por el rabillo del ojo y desafía a los indecisos: sólo puede elevar plegaria quien lleva de antemano definidas sus prioridades. Yo ni siquiera esperaba, no tenía un médico al que visitar pero un reportaje de rutina me había escupido allí, en aquel lugar silencioso, una tarde de invierno cualquiera. En medio del frío que derramaban las paredes preferí dejarme cubrir por su calor, a distancia, sin interrumpir su rutina de silencios. Pasaron muchos minutos pero no se dijeron una sola palabra. Quizá no las necesitaran. Llevaban tantos años hablándose que no se habían guardado para aquellos momentos nada que decir, y preferían mirar: él, a ella; ella, a la puerta de la consulta. Y luego el instante, el gesto, el relato escrito en un segundo.
Sin que se hubiera movido un ápice, la pequeña toca negra se dejó caer desde los hombros hacia delante, por un lado. Fue él, que la miraba, el que respondió a la llamada de la circunstancia y cogió con delicadeza la prenda para colocarla con pausa de nuevo en su lugar, y lo hizo con la presteza de quien se sabe devolviendo, a base de pequeños favores, una deuda que nunca pagará. Luego un cruce de miradas casi ensayado, la de ella que le busca a él para mostrar un agradecimiento que la garganta, rasgada, ya no puede expresar; la de él que se posa en la puerta de la consulta como si por perderla ambos de vista no se fuera a abrir más. La realidad es que rehúye un agradecimiento que no le corresponde. Le debe tanto. Sabe que las arrugas que pueblan el rostro de ella son por ella y por él, que los huesos se han gastado por la humedad de aquellos años del hambre, que hubo noches de rodillas rezando para que a él no se lo tragara la guerra. Que siempre estuvo a su lado, incluso cuando el frente se libraba a cientos de kilómetros de allí y la verdadera batalla era no olvidarse, que el barro no distorsionara el recuerdo caliente de lo que esperaba. Sabe que de todos los años que han vivido juntos, más de la mitad no han sido buenos. Y que ni siquiera la vejez le ha concedido un respiro y es ella quien necesita la silla y no él, que se empeña en empujarla porque si lo hace otra persona sería traicionarla. Un cruce de miradas que dura un instante y que pronto devuelve al uno con la vista puesta en la otra, a la otra con la mirada posada en la puerta.
Saqué el cuaderno de la pequeña mochila negra y garabateé una disculpa que colé por debajo de la puerta de la consulta. Les miré una última vez antes de marcharme de allí dejando colgado el reportaje. Parecían no haberse percatado de mi presencia, ni de ninguna otra. Eran el uno para el otro, juntos. Esperado salir del médico con una tregua que alejara el dolor durante algún tiempo más. Llegué a la calle con tu nombre atravesado en la garganta e intenté tragarlo mientras marcaba tu número con la esperanza de que no descolgaras, para evitarme claudicar ante el sonido de tu voz. Pero descolgaste, y no dijiste nada. Después de un minuto sin palabras, colgué. Y gané la calle pensando qué distintos aquellos dos silencios en el que a ellos no les quedaba nada por decirse, y en el que tú y yo no sabíamos por dónde empezar.

Y me dejé engullir por la lluvia sin saber cuánta vida escondían sus arrugas. Y aún hoy no sé cuántas caricias guardamos debajo de nuestras cicatrices.

martes, 17 de febrero de 2015

Pietà

Las noches de noviembre convertían la ciudad en un refugio de niebla y brea. Hacía mucho que el calor del verano había quedado atrás y en las calles no había rastro de la tibieza que regateó al calendario el sol tardío de finales de septiembre, un sol que apenas asomaba desde hace semanas ni siquiera para saludar. Al final de aquellos otoños, el invierno era en realidad una salida para todos, una escapatoria, porque el frío helaba las aguas de la marisma y retiraba del viento y la brisa aquella pátina de humedad que se pegaba a la piel y a la ropa, que dejaba una especie de tela densa en el paladar. Pero para eso aún quedaban unas semanas y sobre los adoquines de las calles se depositaban aquella noche pequeñas lágrimas desprendidas del agua estancada que rodeaba aquel lugar. A la tenue luz de las farolas, parecía que aquellos rincones brillaban cuando en realidad dolían, parecían lugares tranquilos en los que no se hubiera posado la culpa, esquinas sin trampa ni remordimientos. Cualquier visitante desprevenido podía sucumbir a la tentación de dejarse abrazar por aquella niebla y bajar a respirar el aire apelmazado que subía desde los pantanos y parecía dejarse caer sobre la ciudad, pero prono hubiera caído en la cuenta de una circunstancia extraña: ninguno de los habitantes de aquella urbe se dejaba engañar por la postal otoñal de sus noches, y eran muy pocos los que se atrevían, a partir de ciertas horas, a deambular por esas calles.
Quedaban por las aceras aquellos que no habían encontrado un refugio y aquellos que no habían perdido el tiempo en buscarlo, porque no lo tenían. La caída de la noche hacía aflorar a hombres y mujeres sin rostro que durante el día se ocultaban de la luz no por miedo a la claridad, sino por costumbre o por vergüenza, o por las heridas que en la piel y en los huesos dejaban los años dedicados a los excesos o a los vicios, o los años de músculos ateridos hechos al duro descanso de la calle. Caminaban por plazas y los callejones, se reunían en los soportales y había noches en las que dirimían sus diferencias a navajazos, dejando una huella de sangre en el asfalto y las baldosas cuando llegaba la luz del alba y volvían a retirarse a la sombra, a no dejarse ver para interrumpir el transcurrir del día a día. Sólo ellos parecían desafiar a la humedad en aquella noche de noviembre en la que las calles parecían, más que nunca, arañazos grises dibujados en medio de una nube de vaho por la garra de una bestia sin nombre, un laberinto de heridas viejas y costras azules apenas iluminadas por farolas que no impedían que en los lugares más escondidos hubiera demasiado espacio para la soledad. Sólo ellos en las aceras y en las calles de algunos barrios, por el asfalto, el traqueteo lento y cansado de los coches de policía.

No había buenas rondas nocturnas en noviembre. Hacía meses que los policías pedían al ayuntamiento que cambiara los coches del cuerpo de la ciudad porque los motores ya renqueaban y las entrañas de aquellos vehículos no escupían apenas potencia. Y luego estaba el frío, y aquella necesidad de bajarse una y otra vez de la tibia atmósfera del coche para comprobar puertas y candados, ventanas cerradas y dependencias municipales vacías. No, no había buenas rondas nocturnas en noviembre, y mucho menos cuando éstas se hacían sumidas en el silencio. No terminaba de cogerle el punto al nuevo compañero, del que apenas sabía nada. Jordi era un joven callado, introvertido y casi tímido, unas cualidades que a la hora de trabajar de noche y en aquella ciudad se convertían en síntomas, y lo que es peor en síntomas de debilidad. Lucas apenas sabía nada de él y no había conseguido arrancarle muchas palabras desde que dos horas atrás se habían sentado juntos en el coche y habían iniciado su primer turno en compañía. Echaba de menos a Juan, y sentía mucho haber perdido esa complicidad que le unía con su compañero ahora que éste se había jubilado. Sobre todo, sentía que no sabría qué decirle al nuevo si éste abriera la guantera y encontrara el paquete de cartas allí, esperando la partida de mitad de la noche con otra de las patrullas en la cafetería 24 horas. Apartó ese pensamiento de la cabeza y se esforzó por entablar una conversación con su nuevo compañero mientras enfilaba con el coche la zona peatonal que partía en dos una de las plazas de la ciudad, la más cercana al parque del Mediodía. Miró hacia los soportales y le pareció distinguir una discusión en la oscuridad, pero aceleró levemente en lugar de detener el vehículo y echar un vistazo a ver qué pasaba.

-Mejor que los navajazos se los den entre ellos que a alguno de nosotros –le dijo a su compañero mientras abandonaban la plaza por la otra punta y retomaban las calles oscuras en dirección a una de las entradas secundarias del parque.

En el último de los soportales, resguardada en la oscuridad, una figura se tensó al ver cómo se acercaba lentamente el coche de policía. Por un momento casi se detuvo, pero se lo pensó mejor y consideró que el movimiento le haría invisible. Igual que sucede en un río, donde es más fácil distinguir al pez que nada contra la corriente que a aquel que se deja llevar y se confunde con las aguas, pensó que la oscuridad le serviría de escondite mientras no se detuviera, mientras su sombra y las de la plaza siguieran el mismo curso. No pudo evitar, eso sí, meterse las manos dentro de los bolsillos del abrigo y repasar con los pulgares los contornos de los otros dedos, reconociendo aún en ellos algunos restos de sangre. Cuando el coche abandonó la plaza en dirección al parque, evitó correr, porque se había hecho a la idea de que tarde o temprano la encontrarían, y a pesar de la premura con la que el terror iba a amanecer no podrían avanzar mucho aquella noche, y deberían esperar a la luz del día para tratar de buscar algún indicio de su rastro. Mantuvo el paso firme, y sin apresurarse, se esforzó por recorrer el camino que le llevaba de vuelta a casa.

Había algo extraño en aquella entrada lateral. Lucas lo percibió cuando los faros del coche de policía alumbraron la reja, pero hasta que él y Jordi no hubieron bajado del vehículo no supieron identificar qué era. Ahora junto a la puerta metálica, de pie con las linternas, se dieron cuenta de que la cadena que aseguraba el cierre no estaba en su lugar, sino en el suelo, y de que la vieja entrada de reja no estaba cerrada del todo, sino torpemente encajada. Enfocaron con las linternas al frente y se introdujeron en el parque. Caminaron juntos unos metros hasta la primera bifurcación de caminos, apuntando siempre al frente con los pequeños haces de luz amarilla, y al llegar al punto en el que el sendero se separaba decidieron volver. Fue entonces, cuando retomaban la calle, cuando Jordi pareció distinguir algo entre los arbustos de su derecha y llamó con un siseo a su compañero: un pañuelo. Dejaron el camino de tierra y se metieron entre los matorrales de aquel lateral del parque apartando cuidadosamente las ramas, y haciendo que la niebla posada sobre las hojas mojara sus pantalones. Fue Lucas quien la vio primero, y sólo cuando detuvo la linterna y dejó de avanzar Jordi se dio cuenta de que había encontrado algo. Se puso junto a su compañero y recorrieron con la luz de ambas linternas un cuerpo de mujer, el cuerpo de una joven. Tumbada en el suelo, boca arriba, formaba un escorzo imposible y tenía los brazos levantados a los lados de la cabeza. En medio de sus ojos abiertos, sus pupilas desafiaban aquel cielo sin estrellas de la noche de noviembre en que la ciudad parecía un refugio de niebla y brea, y por un momento alguien hubiera dicho que la chica, en realidad, miraba. Y había mirado, no hacía mucho, pero para ella un telón negro había caído para siempre. Con la cabeza un poco echada hacia atrás, el corte que le atravesaba la garganta de lado a lado asemejaba una boca abierta en un último grito que no llegó a salir, que brotó en forma de aquella sangre oscura que se encharcaba a ambos lados de su cuello. Lucas hizo una seña a Jordi y éste salió a la calle, al coche, y dio el aviso a la central.

Cuando la quietud de aquella noche quedó rota por las sirenas, él ya se había despojado del abrigo mojado y se había secado el pelo, y no quedaba en sus dedos ni en sus uñas ningún resto de sangre. Avanzó despacio por el pasillo y abrió una de las puertas de la casa, y la vio. Durmiendo, tranquila, sin sobresaltos. Sin la agitación que llegaba con el día, con aquellos ojos demasiado juntos cerrados y la boca entreabierta, la baba cayendo sobre la almohada. Se acercó, le pasó una mano suavemente por el pelo y deseó que aquel sueño durara al menos unas horas, para que le diera tiempo a descansar.