viernes, 14 de diciembre de 2012

En el río

Hay lugares en los que el río no es más que una corriente de peces muertos. Son lugares sombríos, zonas en las que la frondosidad de los árboles impide que pase la luz, lugares oscuros. En verano, cuando el sol cae a plomo sobre la ciudad y hace que uno sienta que las suelas de los zapatos se dejan la piel en el calor abrasador del asfalto, esos lugares conservan un frío que siempre eriza la piel. En invierno, cuando la noche limpia de enero ofrece en toda la ciudad una multitud de rincones donde intercambiar, en medio del temblor, besos en los portales, de lo más profundo del río emerge en esos lugares una niebla amenazante que enturbia la paz de un cauce que alberga vida en su vientre, por más que esa vida esquive siempre que puede aquellos lugares de sombra, las zonas en las que no entra la luz. Hay lugares en los que el río no es más que una corriente de peces muertos
El tiempo ha tratado con fiereza aquellos lugares de sombra. Se ha encargado de construir pequeñas barreras naturales que, una detrás de otra, parecen infranqueables; suficientes para que las marcas de vida sean mínimas en un lugar dibujado con señales de lo cerca que está la muerte. Los juncos que se levantan en la orilla son un metro más altos que los que flanquean el río en otros lugares, y duros, tanto que apenas hay diferencia alguna entre acariciar el canto de sus hojas y deslizar los dedos, presionando, por el filo de un cuchillo. En la orilla hay plantas con el tallo rojo porque crecieron allá donde alguna vez hubo un charco de sangre, y se bebieron la vida allí derramada para crecer desafiantes, coloradas, en medio de un lugar donde sólo habita negrura. Los árboles cerraron sus ramas para que éstas crecieran muy cerquita del tronco, como si fueran personas enormes que quieren abrazarse a sí mismas para evitar que el frío penetre la piel y cale todos los huesos. A pesar de las ramas, los árboles están helados, y sus hojas brotan con un color enfermizo, un verde pálido casi amarillo, un tono opaco, unas junto a las otras, para que no penetre la luz. Entre las plantas rojas y los árboles, maleza. Hierbajos grandes y pequeños que esconden pinchos en sus hojas y que crecen junto a las agujas que dejan ahí los únicos que se atreven a pisar, los desheredados de la tierra, los que van al lugar donde todo te lo juegas porque ya no tienes nada que perder. Hierbajos punzantes entre los que se esconden algunos grillos como hilo musical para coronar con un sonido estridente una estampa desoladora. Tampoco los grillos son corrientes. No producen el sonido acompasado que alguien, sentado al borde del río, puede confundir con música de verano en una noche llena de estrellas. Los grillos de la oscuridad son grillos cansados, que estiran el cri de su canto con dos, tres, diez o cien vocales, como las uñas de una garra rasgando una pared.
La vida que ocupa el soto inundable del río es una vida muy parecida a la muerte. Muy parecida a los peces que flotan de costado y que ni van ni vienen por las aguas negras, estancadas, porque en esos lugares de sombra apenas queda corriente. Son cuerpos en descomposición que bailan en el agua con las escamas brillantes de su vientre apuntando directamente a la luna, como lágrimas de plata en aquel llanto de podredumbre. Mecidos por el vaivén de las aguas, son comas de un gris reluciente en medio de un mar de puntos suspensivos. Entre ellos, y por debajo, se mueven pequeños peces negros que parecen reptar como serpientes más que nadar. Son cuerpos afilados con pequeñas aletas que mueven frenéticamente de oscuridad en oscuridad, tratando de salir de la sombra que les envuelve. Sin conseguirlo. En la ciudad cuentan que son peces con un solo ojo, un ojo a un lado de la cabeza y una cuenca vacía en el otro, incapaces de ver la totalidad del camino y condenados por siempre a nadar en círculos, en una sola dirección. Nadie que haya franqueado las hierbas punzantes, las plantas del tallo rojo como la sangre y los troncos de los árboles ateridos de frío ha vuelto para contarlo. Nadie que haya respirado lo suficiente el aire pesado con el canto crónico de los grillos y que se haya aventurado a meterse en las aguas oscuras para nadar con los peces muertos, para sentir entre sus piernas y por la planta de sus pies la ligereza de los cuerpos negros de aletas pequeñas ha vuelto para contarlo. Para decirle al resto de la gente que no es verdad, que los peces nadan en círculo por el frío, o por la suciedad, o por lo que sea, pero que son peces con dos ojos. Nadie ha vuelto para desmentir al resto porque quien atraviesa los lugares oscuros lo hacen para no volver. Son gentes que no tienen nada que perder..
No siempre fue así. Años atrás el soto inundable era agua, y cuando el agua se retiró hasta formar el cauce actual, más o menos estabilizado desde hace una década, el soto era un lugar para enterrar los sueños prohibidos, para escribir, para leer. Para disfrutar de los amores furtivos que uno oculta al resto de la gente por temor a que se manchen, a que se ensucien y ya no sepan igual. Un lugar donde acudir para robar el primer beso de una chica, para rozar por primera vez la espalda desnuda de una joven, para perderse un rato entre los pechos desnudos de una mujer. Antes de los charcos de sangre que alumbraron las plantas de tallo rojo hubo jóvenes disfrutando de su primera vez. Antes de que los grillos cantaran quejumbrosos hubo parejas robándole un polvo furioso a una madrugada de feria. Antes de que los peces flotaran, muertos, en la superficie hubo te quieros disparados con los pies mojados por el río..
En una buena parte del cauce que discurre por la ciudad, esos lugares continúan intactos. El tiempo no ha podido con ellos a pesar de que la ciudad empezó abrazada al río y ahora es el río el que trata de sobrevivir en medio de la ciudad. En una buena parte de sus aguas todavía se reflejan los rayos del sol, todavía hay peces que boquean hacia la superficie para recoger insectos muertos o migas de pan, todavía hay lugares para la vida. .
En otros no. Hay lugares en los que el río no es más que una corriente de peces muertos. Y esta noche de febrero, entre la niebla que enturbia el soto en uno de esos lugares hay dos pares de ojos abiertos de par en mar, dos cuerpos encogidos mirando al frente. Junto a los tallos rojos de las plantas de sangre hay unos ojos cerrados que no paran de llorar mientras el cuerpo se balancea hacia delante y hacia atrás, hacia delante y hacia atrás. Y en el agua, en aquel frío que congela y en medio de las lágrimas de plata que flotan, muertas, en la superficie, hay un cadáver boca abajo, con las piernas muy abiertas y los brazos en cruz. Y baila, como bailan los vientres escamados que lo rodean.
Hay lugares en los que el río no es más que una corriente de peces muertos.

viernes, 23 de noviembre de 2012

Noviembre

El sol de noviembre no había hecho más que salir cuando ya le daba la bienvenida al frío apoyado en la terraza, dejando que lo que quedaba de noche se me escapara con el humo del cigarro. El grifo de la ducha estaba abierto, y desde el cielo de la azotea podía adivinar cómo el pequeño cuarto de baño se llenaba de vaho, y en el espejo se empezaban a dibujar los rastros de tus dedos, al tiempo que el tiempo seguía borrando tu imagen. Cada vez queda menos de ti entre las paredes de mi casa. El problema es que mi casa fue una casa cuando se empezó a llenar de ti, y ahora que te me escapas me parece menos un hogar y más una cárcel por cuyas paredes se escurre una melancolía que nunca llego a atrapar del todo, que últimamente no me abandona para nada. No sé cuánto tiempo hace desde que te fuiste, pero sé que queda más de una vida para que decidas volver, porque no vas a volver nunca.
Al tiempo que noviembre amanece, la ciudad empieza a despertar. A mis pies brotan los coches que enturbian la mañana y las calles cogen la temperatura de un día cotidiano, un día que volveré a pasar en casa, encerrado, limpiando los rincones que todavía te conservan. Cuando uno está acostumbrado a arder es inevitable que busque entre las cenizas rescoldos que todavía quemen. Al terminar de fumarme el último cigarro de la noche a primera hora de la mañana vuelvo adentro y recorro con la vista el pequeño refugio, aquel escondite en el que no hace mucho tú y yo nos matábamos a dentelladas. No me he molestado siquiera en intentar ocultar tus huellas, y sobre todo lo que veo hay heridas sin cerrar, me basta un vistazo para identificar de golpe tus arañazos.
No es mía toda la ropa que se amontona junto a la cama, ni todo el sudor que se mezcla con las sábanas recién puestas. Hay una piel que se lleva de golpe todo el calor que sale de la ducha, y las gotas recorren los rincones por donde hace poco caminaban mis dedos, mis labios y casi todos mis sentidos. Sin embargo, no puedo dejar de mirar los lugares en los que deberían estar tus fotos. Junto a la cama, en la pequeña mesita blanca de madera, hay una foto tuya en el cajón. La que más me gusta, ésa en la que me miras a través del flequillo que te cae sobre la cara, con la nariz arrugada y el pequeño aro de plata brillando en la aleta de la nariz. Esta noche no me miraba a través de la oscuridad, esperaba boca abajo, en el cajón, a que apagáramos la luz. Tampoco había rastro de ti en la mesa en la que escribo, sonriendo con la bufanda alrededor del cuello y el pelo cayéndote sobre la cara en aquella mañana en la que, juntos, fuimos salpicando de promesas las calles más estrechas de la ciudad. Esa sonrisa está guardada entre las páginas de alguno de los libros que tengo empezados, y que leo a salto de mata para tratar de llenar los huecos que has dejado vacíos. Todas tus fotografías están guardadas en los cajones en esta noche en la que me he puesto por fin a la arenosa tarea de olvidarte.
También hay restos de fotografías en la papelera, lo poco que no ardió en la pira de recuerdos de días pasados. En las fotos en las que salíamos juntos arranqué tu parte y la guardé, y me he dedicado a quemar los pedazos en los que yo salía contigo. No quiero recordarme feliz, sonriente a tu lado, lleno de ti, ahora que tu imagen y tu nombre sólo me provocan una mueca, un pinchazo sordo en el centro del pecho que no me deja respirar. Tu nombre. Un verso pequeño escrito con tan sólo seis letras al que no encontré la rima asonante con las nueve que encabezan mi vida. Tu nombre. Es quizá el único rastro que he dejado esta noche, la única licencia que me he permitido en la primera etapa de desintoxicación, en esta terapia que trata de arrancarme la piel porque todavía te noto sobre ella, clavada, y te tengo que olvidar aunque me duela.
La puerta del baño abierta me obliga a una tregua justo en el momento en el que voy a empezar a llorar, en el que voy a empezar a llorarte. El desorden del piso vuelve a ser silencioso cuando la ducha se cierra, cuando el agua deja de caer y percibo movimientos a través de la cortina de vaho que llena la pequeña estancia. No te sorprenderá saber que la tarea de olvidarte requiere cierta ayuda. Fui selectivo a la hora de buscar: estaba lo suficientemente borracho como para elegir a una chica que se llamara como tú. Pero no eres tú, ni mucho menos. Ni siquiera te pareces, se parece a ti. Donde había un mar negro ella tiene un pelo cobrizo inabarcable, y no hay dos pupilas negras que me desnudan antes de tocarme. En su lugar, encontré dos ojos verdes que jugaban a mirarme como tú. Y un cuerpo que me obligaba a repetir una y otra vez tu nombre, a pesar de que, para empezar a olvidarte, dejé encendida la luz.
Todavía está envuelta en vapor cuando sale desnuda del baño y se sienta en la cama, y empieza a ponerse la ropa. Apenas nos hemos mirado y me ha sonreído, arrugando un poco la nariz. Si no estuviera agarrado a tu recuerdo, podría enamorarme de ella y jugar a que ella se enamorara de mí. Pero hoy, aquí y ahora, eso no es posible. Se tendrá que marchar para dejarte sitio, porque siento cómo dentro de mi cabeza tus fotos, en los cajones, empiezan a palpitar, deseosas de salir a la luz. Enciendo otro cigarro mientras ella se viste y se pone de pie, se estira la falda y camina hacia mí, despacio, con el pelo mojado, mirándome a los ojos. Cuando llega a mi lado me roza con los dedos los labios y me arranca el cigarro de la mano, y me observa antes de darle una larga calada. Sé que el humo viene hacia mí, pero ni siquiera intento cerrar los ojos. Lo hemos pasado bien. Esta despedida merece al menos un par de lágrimas.
-¿Me llamarás? –pregunta, en un tono lastimoso que intuye ya la respuesta.
-Sólo si te cambias de nombre –respondo.
-Por ti, puedo llamarme como quieras.
-Noviembre.
-¿Qué?
-Que te llamaré noviembre –le digo, antes de que me devuelva el cigarro y dé media vuelta, cerrando la puerta con un golpe al salir.
Y pienso que quizá la cosa funcione así. Que la única forma de olvidarte sea desnombrar, uno por uno, a la humanidad entera.

jueves, 18 de octubre de 2012

Cada mañana...

Aquel debía ser un día normal que se me acabó escurriendo entre los dedos. Iba como siempre tarde, movido por ese impulso nervioso del que se arrepiente de ese último giro en la cama, del parpadeo que se alarga durante varios minutos, de esa imposibilidad de amanecer para vivir un día como tantos. Había entrado en la ducha antes de tiempo y el frío del agua me había espabilado, había derramado el café, ni mucho ni poco, lo justo para dejar el cerco sobre la mesa y que en la taza quedaran dos tragos. Aún llevaba el pelo mojado cuando me metí en el coche, y las gotas me resbalaban por la nuca, cuello abajo, en el momento de ponerme las gafas de sol para evitar este pequeño verano de octubre y dar el intermitente para incorporarme, otro día más, a una autovía demasiado grande para los cuatro coches que circulábamos sobre ella. No había siluetas en el retrovisor cuando subí la radio, que hasta entonces tronaba bajito, para simular una compañía que nunca era real en esos viajes diarios camino de la rutina. Aquel debía ser un día normal que se me acabó escurriendo entre los dedos.
Fue entonces cuando la radio escupió una canción de cuando Bunbury era Bunbury, y nosotros fumábamos entre toses para hacernos mayores a base de caladas. Cuando nuestro universo era aquella época de humo e impostura, de querer hacernos mayores sin que nada nos hubiera abierto la piel ni nadie nos hubiera arañado, por dentro, las carnes; sin haber sentido de veras. Y casi pude verla, bailando en el ambiente viciado del local, con el olor del tabaco en la piel y el aliento cálido y amargo de la cerveza, con restos de ceniza en los dedos y las marcas de mis dientes en su espalda. Bailando, con los ojos cerrados, moviendo las manos arriba y abajo, con aquella cintura huesuda, oscilante, contoneándose como un junco. Y de fondo los Guns’N Roses nos hablaban de la importancia de no llorar ignorando, sin duda, que ninguno de los que allí estábamos habíamos llorado aún de verdad.
Volví a tener los dieciséis años como pecado y sus quince como penitencia. A sentir cómo crujía la madera bajo mis pies cuando me arrastraba al centro de aquel antro a acompañar desde cerca sus contoneos. A notar cómo me quemaban sus uñas en la espalda cuando se apretaba contra mí para mojarme en su sudor mientras nos bebíamos los acordes lentos de una balada. Todo a ritmo de rock, todo al ritmo de una música que nos iba a marcar para siempre, que estaría en el fondo de todos los recuerdos que en ese momento construíamos y que, por entonces no lo sabíamos, no nos íbamos a poder quitar de encima. Veía sus ojos en medio de aquel humo y jugaba a adivinar el color, entre miel y castaño algunas noches, entre el verde y el azul al amanecer.
Lo que de verdad me vino a la mente fueron sus amaneceres. Despertaba de lado, como dormía, con una mano bajo la cara igual que una niña pequeña. Era eso, una niña pequeña lo que encerraba aquel cuerpo de quince años que obligaba a mis dieciséis recién cumplidos a pedirle por todo perdón. En esas noches arañadas de nuestros padres a partir de decenas de mentiras la miraba mientras dormía, cuando la única música que nos rodeaba era la de su respiración, la del roce de las sábanas con su piel. Y me aseguraba de verla despertar, abriendo los ojos muy poquito, primero; arrugando la nariz después con una media sonrisa delatora. Haciéndose la remolona para estirar la noche unos minutos más, olvidando que aquella noche, nada más esconderse el sol, ya había dado todo de sí.
La recuerdo, también, envuelta en sudor, sentada desnuda en el colchón que tirábamos en el suelo del local, cuando ya nadie quedaba, liando un porro con el tabaco robado de un cigarro desgarrado por la mitad y una parte de la poca maría que nos pasaban sus hermanos mayores, que además era mala. Lo hacía con parsimonia, justo después de devorarnos, y algunas veces todavía jadeaba cuando trataba de concentrarse en la tarea porque aún le temblaban las manos. Lo encendía, le daba tres caladas y me miraba. Luego me sonreía. Los dos éramos conscientes de que recién llegados al mundo, ya nos estábamos matando poco a poco. Pero nos daba igual, porque aquella era la época de morir, de matarnos, y nos estábamos matando juntos.
Nos matábamos de a poco con esa música de fondo, la misma música que ahora, años después, escupía la radio una mañana cualquiera mientras me iba a trabajar. La mañana de un día que debía ser normal y que se me acabó escurriendo entre los dedos. Aquel día no fui a trabajar. No he vuelto desde entonces. Pero me levanto siempre y me doy una ducha medio fría, y tiro el café sobre la mesa de la cocina, y salgo todas las mañanas a la autovía para poner la radio a todo volumen mientras me pongo las gafas de sol y el pelo me chorrea por la espalda. Y cada mañana acabo tumbado en la cama, con la misma música de fondo, viéndola desnuda, sudando todavía, liándose un porro con la misma paciencia, pero con mucha más sabiduría. Y con mucha mejor maría. Y lo enciende en calma y disfruta del humo, le da tres caladas antes de mirarme, pero ya no me sonríe. No son manos huesudas las que sujetan el cigarro, son dedos con una sortija, son uñas pintadas. La niña de quince años es ahora una mujer, como yo debería ser un hombre.
Y en lugar de sonreír, me pasa el porro mientras me dice ‘no deberías haber venido’. Y yo lo cojo y fumo, y cada mañana me juro que no voy a volver.

Cada mañana...

jueves, 12 de julio de 2012

En silencio

Fuera todo era ruido, pero dentro de la habitación sólo existía ella. Por la ventana entreabierta se colaban las sirenas de policía, el bullicio de las calles, los restos últimos de un estallido que aspiraba, en sus orígenes, a convertir la ciudad en la cuna de una pequeña rebelión de la que ahora sólo quedaban rescoldos. La revolución de verdad estaba dentro, delante de mí, con una vieja camiseta gris, sentada en la cama. Tenía las dos manos apoyadas en el colchón y a pesar de que la cama no era de gran altura, estaba tan dentro que sus pies se quedaban colgando, graciosamente, acariciando en cada ida y venida la madera algún día brillante del suelo. De vez en cuando, me miraba. Susurraba una canción que no acertaba a descifrar mientras recorría con esos ojos inquietos los angostos rincones de mi estudio, en busca quizá de pequeños puntos de luz. Pero en aquella habitación no había más luz que la que manaba de ella, de su piel tan blanca, de su cuerpo, de aquel aro brillante que remataba una de las aletas de su nariz. Y allí estaba yo, enfrente, sentado en el suelo, intentando tragar aún una parte del sudor que había arrancado de los lunares de aquella escritora discontinua.
En silencio, sin mirarnos del todo, no nos acabábamos de ver. Yo tenía la espalda apoyada en el asiento de aquel viejo sillón en el que cada noche me sentaba y leía, y la soñaba, y le escribía alguna que otra vez. Escupí tantas palabras en aquellas noches de insomnio que ahora no me quedaba ninguna para darle, aun sabiendo que ella no malgastaría las suyas en un tipo como yo. A decir verdad, cada segundo que pasaba junto a mí era un segundo menos que quedaba hasta que se marchara, posiblemente para siempre, si es que había estado conmigo alguna vez. Ya en el bar, con el pelo sobre los ojos y viéndola beber del cuello de aquella cerveza predije que no me dirigiría ni una sola palabra, por mucho que en la cama en la que ahora estaba sentada revolviera mis sábanas para ella. Ni siquiera le dolían bajo las uñas los jirones recién arrancados de mi piel.
Tenía su ropa, amontonada, junto a mí, y por eso en cada respiración el aire me olía a ella. Las zapatillas desgastadas, los calcetines de rayas de muchos colores, el pantalón vaquero con esos rotos intencionados que parecen fruto del azar, y unas letras garabateadas en una servilleta aguardando en el bolsillo trasero el momento de salir. La camiseta de rayas, en blanco y negro, que le dejaba un hombro al descubierto, una primera curva con la que soñar en aquel cuerpo pequeño, blanquecino, salado como el mar de interior. Hasta para el desastre fuimos ordenados. Su ropa, en el suelo; la mía encima del sillón. Toda, salvo la vieja camiseta gris que estaba siempre encima de la cama, pijama transitorio hasta las noches de invierno, que ahora le servía para ocultar la piel que durante unos minutos había sido mía.
Dejó de susurrar y sonrió, sabiendo que no hay nada que duela más que una sonrisa sin palabras. La suya, aquella noche, quemaba. Paró de balancear las piernas y se dejó caer hacia atrás, extendiendo los brazos por detrás de la cabeza. Me fijé en aquellas tibias desnudas, en sus tobillos delgados. En las rodillas perfectas que dibujaba en aquella postura, en el hueso de su cadera, pronunciado, a los lados, sobre el que estaban tendidas sus bragas blancas, rescatadas del suelo hace un momento. Imaginé su ombligo, gracioso, y vi dibujarse bajo la camiseta los dos pequeños montes de sus pechos. A lo lejos, en la corona de aquella figura con los defectos perfectos, el brillo fugaz en la nariz del aro de plata. Permaneció así unos segundos, los que tardé en darme cuenta de que, a pesar de que acababa de descubrirla, ya me la sabía de memoria.
Cogió aire y se puso de pie de un salto. Esquivó la ropa por el suelo, los cojines tirados y mis piernas, barrera inútil en su camino, y se acercó descalza a la nevera. La abrió y después de dudar un instante, cogió una manzana. Cerró la puerta con un movimiento grácil acompasado con una media vuelta y volvió a estar frente a mí, resuelta, y emprendió el viaje de vuelta hacia la cama. Sus pies descalzos no hacían ruido en el suelo. Caminaba como una gata, pensé, sigilosa, aun sabiendo que arañaba como una mujer. Volvió a la cama y se tumbó de lado, y me miró fijamente por primera vez mientras sus dientes se hundían en la fruta y arrancaban de ella un pequeño crujido. Masticó con cuidado, sin apartar sus ojos de mí, y sonrió, y de sus labios salió disparado cualquier atisbo de inocencia. Me lanzó la manzana y se incorporó, y sin dejar en ningún momento de dibujar aquella sonrisa se quitó la camiseta y la lanzó al sillón, no al suelo, porque era parte de mi ropa. Volvió a tumbarse de lado, pero esta vez dándome la espalda, y casi me pareció que a la luz de la luna podía contar todas sus vértebras.
Extendió la mano hacia atrás, llamándome, pero no hacía falta. Yo ya estaba andando de nuevo el camino hacia su perdición.
Me tumbé junto a ella y le pasé la manzana. La mordió mientras yo le clavaba los dientes, suave, en el hombro, y hundía la nariz en su pelo.

miércoles, 13 de junio de 2012

El lavabo

Golpeó con torpeza el interruptor y las tripas de una solitaria bombilla que pendía del centro del bajo techo, colgando de un raquítico cable, ardieron, iluminando el pequeño cuarto de baño. A su izquierda, un agujero en el suelo sobre el que revoloteaban algunas moscas hacía las veces de inodoro, y enfrente había un lavabo sucio coronado por un espejo roto. Apoyó las manos en el borde del mismo y sintió en las palmas un frescor reconfortante. Jadeaba, y arqueado como estaba sobre la pila, su espalda subía y bajaba con movimientos atropellados. Cuando consiguió recomponer un poco el ritmo de su respiración, levantó la vista y observó su rostro partido en dos por una raja que cruzaba de punta a punta el espejo. Los ojos, con un fondo rojo vidrioso, tardaron un poco en reconocer la imagen. El pelo, revuelto, la cara perlada por el sudor. Abrió el grifo que había delante de él y dejó que el agua corriera un poco: primero salió con coloreada de tierra, pero poco a poco recuperó la transparencia natural.
Mientras veía caer el agua, trató de recordar. Fue en vano. Se reconoció en la calle, en medio de un calor sofocante, camino de un trabajo que no debía representar complicación alguna, y la siguiente imagen que le vino a la cabeza era su cuerpo, desmadejado, tirado en el suelo, atado con una gruesa cuerda al parachoques de un camión viejo, un lugar desconocido. Su piel se erizó al recordar el contraste del calor de la calle con el frío de aquella nave de techos altos y siempre en penumbra, y un pinchazo en el estómago le envió una información tan valiosa como real: llevaba muchas horas sin comer. Si el cálculo servía de algo, había pasado tres días en aquella nave, tirado en el suelo, con la única compañía del viejo camión. Tres días pensó, porque me han dado de comer tres veces y siempre lo mismo: unos trozos de pan mojados en leche. Se pasó la mano por el estómago. Su ropa olía a orín y prefirió no evaluar su estado hasta que hubiera salido de allí para siempre.
Se pasó los dedos por las enrojecidas muñecas y descubrió pequeños arañazos por los que brotaba la sangre, además de algún resto de la cuerda que las había cubierto durante las últimas horas. Puso las manos debajo del grifo y dejó que el agua, aún cálida, tratara de refrescar las heridas, y las fue volviendo de un lado y de otro para que las cubriera por completo. La tubería debe venir por fuera de la nave y por eso el agua sigue estando caliente, pensó, a pesar de que la había dejado correr durante un rato. Tenía aún las manos bajo el chorro cuando notó una gota de sudor que se desprendía de su pelo y bajaba ladera abajo por la cornisa de su frente. A pesar del cosquilleo que le producía al pasar, la dejó hacer, y miró al espejo para ver cómo aquella lágrima salida de la cabeza se posaba en la punta de la nariz. Cerró los ojos un instante para recuperar algo de fuerzas antes de sacudir la cabeza y dejarla caer.
Cuando notó que el agua se enfriaba un poco, ahuecó las manos debajo del chorro para tratar de beber algo. Al principio, el agua pasó por su garganta reseca como una lija, y casi pudo sentir cómo se le desgarraba el paladar con el primer trago. Apoyó de nuevo las manos en los lados de la pila y tosió tan fuerte que sintió un rastro de sangre en el fondo de la boca, pero tragó a pesar de todo. Al apretar la mandíbula, un pinchazo sordo le golpeó entre los ojos. Se acercó al espejo y acercó las manos, un poco más limpias pero sucias igualmente, a uno de sus dientes, y notó cómo se movía de un lado a otro con facilidad. Puso el índice de su mano derecha delante del diente y el pulgar detrás, y contando hasta tres mentalmente, tiró con todas sus fuerzas para arrancarlo de su sitio. El dolor le hizo tambalearse, pero se mantuvo de pie antes de observar la pequeña pieza blanca en la palma de su mano y notar cómo la boca se le llenaba de sangre. Aquel pequeño diente había llevado todo el peso de su liberación, después de estar prácticamente dos días royendo la cuerda en torno a sus muñecas. Era un pequeño héroe de guerra. Se lo guardó en el bolsillo y pensó que ya habría tiempo de hacerle un funeral mejor, con salvas y demás. Se enjuagó la boca bajo el grifo y trató de beber algo más de agua, la suficiente para que el estómago volviera a dolerle cuando el líquido rebotó contra el vacío. Se encogió un poco mientras la bombilla que pendía sobre él flaqueaba y las moscas seguían zumbando a su izquierda. Cerró el grifo y se miró en el espejo.
Antes de verlo, notó cómo algo se movía a su espalda. En el umbral de la puerta, en el suelo, apareció una mano envuelta en sangre. Sonrió y vio el hueco que había dejado el diente como una nueva cicatriz de éxito. Se secó las manos en la camisa y se giró en el momento en el que el cuerpo que se arrastraba por el suelo ocupaba la salida del pequeño cuarto de baño. Los ojos muy abiertos, la boca de par en par y tratando de hablar, de aquella garganta sólo manaba sangre. Con la otra mano, el tipo trataba de taparse la raja que le abría el cuello de un lado a otro, por encima de la nuez, e intentaba una y otra vez decir alguna palabra. No podía.

Al ritmo al que se desangraba, calculó, le quedaban aún dos minutos de vida.

Apagó la luz del cuarto de baño y cruzó por encima del aspirante a cadáver, que intentó asirle por uno de los pies. En lugar de eso, le pisó fuertemente en el estómago, y casi le pareció percibir que de aquella garganta seccionada salía un ruidito sordo, como un silbido. Cruzó la nave y echó una última ojeada al viejo camión que le había acompañado durante ese tiempo. Antes de salir, se llevó dos dedos a la frente y se despidió de él con un gesto casi marcial.

Abrió la puerta y el sol le golpeó con todo su calor. Decidió dejarla abierta para tener entretenidos a sus captores durante un rato, y echó a correr por las calles bajo aquel verano de justicia.

lunes, 28 de mayo de 2012

Estación de olvido

De pie, en medio de esta soledad que me has concedido porque yo me la he buscado, sólo veo grises. Hace frío esta mañana de primavera en la que por fin te vas, en la que te dejo ir para que no estés más tiempo en un lugar que tú no conoces, en el que en realidad nunca has estado. Distraída, mirando el libro abierto en tu regazo mientras yo escudriño tu rostro desde el andén y percibo los detalles escondidos de tu gesto, ahora abierto de par en par por el vaho caliente de un cristal empañado. Hay nieve en el fondo de tus ojos, y un deje de hielo y polvo en tu mirada. Tienes una ciudad en las líneas de tus manos. Una ciudad en blanco y negro en la que hay músicos apostados en las esquinas, con instrumentos dorados, tocando una sonata en el nocturno de tus ojos. Las alcantarillas bajan llenas de lágrimas.
En mitad de la sonora algarabía de la estación, yo sólo escucho tus silencios. La gente que corre a mi alrededor no taconea en las baldosas, no grita mientras habla por el móvil, no charla cuando camina de la mano. Tú miras el libro, yo te miro a ti y una chica morena, con el pelo sobre la cara, tiene la vista clavada en mi espalda, mientras se deja caer sobre una farola encendida que ya no da luz. En este andén a ninguna parte, mientras me esfuerzo por escucharte a ti sólo la oigo a ella, sólo me llega su respiración. La llama quemando la punta del cigarro que acuna con sus labios mientras lo enciende, el humo recién parido de su boca, una calada tras otra, el pitillo en el suelo aplastado con suavidad por la punta de una zapatilla. Es curioso, en una estación de tren en la que todos corren, y todos gritan, yo sólo te oigo a ti pasar las páginas del libro mientras esperas que el tren se ponga en marcha, y sólo la oigo a ella, a mi espalda, la cara oculta por el pelo, fumando mientras me mira. Arranca el tren, ha llegado la hora.
El arañazo blanco de modernidad se desliza por la vieja estación que te he construido para que te vayas como viniste, en medio de una novela inventada. Sin saber muy bien por qué, al tiempo que te mueves, yo empiezo a caminar. Al mismo paso, sin acelerar, recorremos de punta a punta en andén, tú en tu carroza de hierro y yo sobre los pies sobre los que me cuesta tanto vivir, porque los últimos pasos que he dado siempre iban en dirección a ti, y ahora que camino a tu lado son estos pasos los que te alejan. En la punta del andén, un agujero de luz, una mañana distinta. Y antes de llegar, me miras. La nieve, el polvo. Esos ojos aguamarina. La ciudad en la palma de tus manos y mi mundo cubierto de hielo.

Te vas, subida en el tren, al lugar donde van todas a las que he amado sin que ellas se dieran cuenta.

miércoles, 18 de abril de 2012

Folios nocturnos

Tengo tu nombre atravesado en la punta de la garganta, y hace tiempo que no lo puedo pronunciar. Lo empapo, lo cubro de alcohol, y no encuentro la manera de escupir una a una las letras para formar esa palabra interminable que me está quitando la vida, que se la lleva y no me deja nada. Se está acabando el tiempo para creer en ti, y he descubierto que si no creo en ti probablemente ya no crea en nada. Da igual lo que beba, o que no pruebe una gota y me pase la noche entera mirando la botella, viendo cómo el amargor de mis mejillas refleja en el líquido ambarino que espera para mojarte. Hay noches en las que el sol me ha encontrado mirando ese mar de cristal, con el vaso vacío al lado, sin haber probado una sola copa. Otras noches, como hoy, escribo en medio de una marejada de alcohol que no me deja controlar las palabras que salen de mi boca, porque las pronuncio antes de estamparlas en el papel, entre trago y trago, con la esperanza de descubrir entre una palabra y otra, entre esta y la que viene ahora, un sonido familiar: la música de tu nombre.
No, no lo he olvidado. Es sólo que cantar las melodías que compusimos no tiene gracia cuando lo hago sólo yo. Eran canciones para dos, para tu vida y la mía, y para la vida que empecé a creer que juntos tendríamos, pero que se me escurre entre los dedos sin que pueda hacer nada. Ahora mismo, debajo de la piel, sólo eres arena, y cerrar el puño lo único que consigue es que te vayas más deprisa. Así que aquí estoy, borracho, con la palma de la mano abierta viendo cómo tus lunares se deshacen, se convierten en polvo, y se me escurren de las manos. No puedo sujetarte como ya no te puedo tocar, quizá porque cuando te tuve enfrente, todas las veces que tenía tus pupilas clavadas en mí, no me atreví a estirar el brazo y a acariciar cada uno de tus dedos, tus poros y tus pecas. Me sé mejor tus lunares que los míos.
La botella se vacía. Poco queda ya. Casi no hay nada que beberme en otra noche en la que no te tengo, en la que no estás. ¿Por qué no estás? Quizá tengas razón y tuve yo la culpa. Quizá la culpa fuera tuya, y también tengas razón en eso. Lo único que sé es que mi casa es muy pequeña para sostenerme, en medio de esta soledad, y las paredes empiezan a oler como hueles tú por las mañanas, esas mañanas en las que tu cara era la primera que venía, en las que las calles y los coches eran testigos de nuestro primer abrazo. Ya no hay amaneceres como los de antes, ni anocheceres en los que, sentados en tu sofá, echabas la cabeza hacia atrás, y parecías más que nunca una niña, con las rodillas pegadas al pecho, los ojos cerrados, el cuello descubierto. Recuerdo una y otra vez cómo se estremecía con tus suspiros este trozo de piel tan blanca, tan tierna, tan inocente. A veces sueño que mantienes los ojos cerrados y que yo, en ese mismo sofá, rodeo con los labios tu garganta y puedo notar, en la punta de la lengua, cómo tragas saliva. Y esa saliva, en ese sueño, casi es mía también.
Acabo de servirme la última copa. Otra botella en la que no estás. Siempre que llego al final espero encontrarte en el fondo, tumbada, pegajosa, hiriente. Pero apuro botellas y nunca estás. No hay llamadas tuyas en el teléfono, ni mensajes pegados en la nevera, no tengo tus dedos a un palmo de mí. Llegamos a estar tan pegados que la ciudad era para nosotros, que no existía el frío paseando por las catedrales, que no se hacía de día juntos en tu portal, frente a frente, a un metro el uno del otro pero más pegados que nunca, buscando la excusa para abrazarnos mientras yo me invento un motivo para no soltarte jamás. Termina la botella y no estás, y eso que he vomitado dos veces, por si no me hubiera dado cuenta y te hubiera tragado sin querer, sin que al pasar por la garganta hubieras rozado tu nombre, que sigue atravesado. Con las mismas manos con las que te escribo he revuelto el vómito agrio de alcohol para buscarte, pero no estás en estas páginas, ni estás en las botellas, ni estás en la papelera que tengo a mi lado. Estás en mi garganta, sí; y estás dentro de mí. Pero no quieres salir, y yo no puedo sacarte. Te he sacado demasiadas veces, he hecho malabares para poner tus ojos delante de mí, para poder bañarme en tu mirada y conseguir, aunque fuera un poco, que me rozaras. No te dejas capturar. Cimbreas cuando voy a atraparte. Te escurres. No me alcanzan las manos. Y lo peor es que, hasta hace poco, yo no dejaba de correr detrás de ti. Ahora ya me he cansado. O no. Pero llevo tanto tiempo deseando ver tus ojos que no me conformo con correr detrás de tu melena.
Porque tus ojos… No sé qué decir. Tiempo después aún no sé si son azules, si son verdes, si no son. No sé con qué arma me matas, pero sé que lo haces. Y sé que me duele. Me dueles. Más de lo que te piensas. Probablemente, más de lo que yo creo también. Más del o que todo el mundo se puede imaginar. Tanto que algunas noches he roto el vaso en el que bebía sólo para intentar clavarme el vidrio en la piel y esperar que en medio de aquella sangre, en la oscuridad rojiza de mi cuerpo, aparecieras. He llenado páginas de sangre por ti. No sé cuánta me queda, ni cuánta voy a derramar todavía. Quizá la haya agotado. Quizá a todo el que me pregunta tenga que decirle que no, que no voy a ir, que estoy cansado de luchar. Que acercarnos no fue el remedio y los síntomas persisten; que la distancia tampoco alivia esta enfermedad.

Que no te he olvidado por más que lo intento.

Que no me he resignado, aunque en el fondo sé que nunca te voy a atrapar.

lunes, 9 de abril de 2012

El río

La vida de la ciudad había estado siempre marcada por el río. Cruzaba los barrios de norte a sur, partiendo en dos las luces de aquel montón de edificios. Años atrás, cuando la ciudad apenas crecía, el río era punto de unión para todos sus ciudadanos, que hacían vida en torno a aquellas aguas que bajaban azules y claras, unas aguas en las que los niños se bañaban, junto a las que las parejas se besaban y en las que las personas mayores, en la orilla, metían los pies desnudos. El río había marcado hasta tal punto la vida de la ciudad que desde el principio le había dado su nombre, y uno y otra, otra y uno, se mojaban con la misma realidad.
Eso era tiempo atrás. Últimamente el río ya no bajaba azul. La ciudad creció, los vecinos que hasta entonces compartían sus orillas se volvieron desconocidos y sus aguas se volvieron pantanosas, oscuras, malolientes. Tampoco la ciudad era ya la misma.
El dinero había dividido aquella ciudad en dos, y así como la arena que el río arrancaba a su paso, aquellos que se quedaban sin recursos, empujados a la realidad de la calle, se fueron poco a poco al sur, arrastrados por la corriente, y lo que antes era una ciudad se convirtió en dos ambientes muy diferenciados. En el norte, las aguas del río recorrían calles limpias y anchas, y recogían los desechos de familias ricas para llevárselos hacia el sur. Allí, en calles estrechas y empedradas se apiñaban olores y personas, niños sin casa y carterista, animales abandonados y borrachos, putas y delincuentes.
Los años ni hicieron sino acentuar la pobreza del sur, y el río, que en el norte seguía siendo un espacio para el recreo, era ya en el sur un mortuorio improvisado. Aquellos que morían en las calles, ahogados en su propio vómito, o las familias que perdían a uno de sus hijos pequeños por cualquier infección se acercaban por la noche al río y se metían, con el pequeño cadáver en brazos, allá donde las turbias aguas cubrían hasta la cintura, y abandonaban el cuerpo a su suerte mientras rezaban lo que buenamente podían.
Aquella noche eran muchas las familias que caminaban por las orillas con pequeños cadáveres en brazos. En silencio, como una macabra procesión, se introdujeron en sus aguas y dejaron, entre murmullos, que los cadáveres se hundieran poco a poco. Cuando hubieron salido del río, el cielo dibujó un tono anaranjado que muchos no recordaban haber visto nunca, y cuando todos hubieron vuelto a sus calles y sus casas, el río, por primera vez, lleno como iba de cuerpos, detuvo sus aguas.
A la mañana siguiente, domingo, las orillas del río en el lado norte volvieron a llenarse de familias que iban a comer, a jugar, a bañarse.
Los cadáveres de la noche anterior, uno a uno, empezaron a flotar.
Y el norte y el sur volvieron a ser, entonces, dos partes de una misma ciudad, con los niños ricos, gritando, intentando salir del agua; con los niños pobres, muertos, flotando en el río donde sus abuelos se bañaban.

domingo, 19 de febrero de 2012

Noche de Carnaval

Apagó la ducha, abrió la cortina y puso los pies descalzos sobre las baldosas. Las gotas caían una a una de su cuerpo y empezaban a formar un pequeño charco a su alrededor mientras ella, absorta, contemplaba su rostro deformado por el vaho que cubría el espejo. Tardó unos segundos en reaccionar, en despertar de la cálida ensoñación que envolvía el cuarto de baño y alcanzar una toalla blanca, suave, con la que envolverse el cuerpo. Se secó minuciosamente y cogió una toalla más pequeña, también blanca, y se la enrolló en el pelo. Le gustaba cómo olía su pelo recién lavado, a esa mezcla de camomila y limón que se anunciaba en la pegatina del champú.
Dejó la toalla más grande atrás y caminó desnuda por el pasillo en penumbra, hasta llegar a su habitación. Se sentó frente a un pequeño tocador antiguo, con dos bombillas coronando un espejo redondo de otra época, de otro tiempo. Quizá de un tiempo que nunca fue. Sentada, expuesta al frío de la habitación vacía, veía cómo sus pezones, rosas, se iban endureciendo, coronando sus pechos, demasiado pequeños, puntiagudos. Se sacudió un poco para sacarse el frío de encima, pero los finos vellos de los hombros ya se estaban erizando. Abrió uno de los cajones que quedaba a su derecha y sacó tres tarros iguales, blancos y redondos, con tapas negras.
Abrió uno de ellos y miró su interior, antes de introducir dos dedos, el índice y el corazón de la mano derecha, y extraer un pegote de pintura blanca que se fue extendiendo poco a poco sobre la cara. Rugosa al tacto, la pintura, fría, penetraba en sus poros, abiertos por el calor del baño reciente, y calaba en ellos una melancolía que no se podía quitar de encima. Restregaba con cuidado el mejunje por las mejillas, alrededor de los ojos, por la frente. Cogió un poco más de pintura y se la puso en la barbilla, cubriendo por completo la redondez de su mandíbula, apretando por debajo hasta notarse la lengua, rozando con los dedos los lóbulos de sus orejas. Así, incluso con la pintura, era hermosa. Terriblemente hermosa. De una belleza heladora. Un mimo sin gestos ni movimientos, una palabra muda, petrificada.
Se limpió los dedos en la toalla que llevaba enrollada en el pelo y se miró en el espejo. Aún no. El disfraz no estaba completo. Abrió otro tarro y repitió la operación, esta vez con pintura negra, y esta vez con un solo dedo, el índice, para llevarse a la cara una cantidad menor. La extendió por encima del os párpados, rozando las pestañas, por debajo de los ojos. Dos ojos verdes que debían ser hermosos de no ser porque eran estanques de aguas vacías, lagunas sin vida, tristeza pura. Cuando acabó, las dos pupilas turquesa, como el mar en el horizonte una tarde de verano, estaban coronadas por dos círculos negros, desiguales, uno más grande que el otro. El mimo sin gestos era ahora un arlequín sin gracia, una figura de tez blanca y mirada negra. Una sonrisa a medio camino entre el bien y el mal.
Enrolló el dedo en la toalla y dejó un rastro negro en mitad del blanco inmaculado. Se miró en el espejo. Todavía no. Aún no tenía el disfraz. Abrió el tarro que le quedaba: estaba vacío. No pareció sorprenderse. Repasó con la vista el tocador y encontró un pequeño cortaúñas puntiagudo. Lo agarró y se lo clavó en el dedo índice que al principio fue blanco, que luego fue negro, que esperaba ahora otro color. Del pinchazo empezó a manar pronto un hilo de sangre, que ella comenzó a restregarse por la nariz. Hacía círculos con cuidado alrededor de la punta, de esa pequeña curva perfecta que daba a su rostro una geometría impecable. Una belleza inalcanzable. Mientras lo hacía, le llegaba el olor de la sangre, ese olor que llega primero al paladar y devuelve el sabor contundente de ese líquido rojo en el que nos va la vida. Le dolía el dedo, y del dolor y el olor de la sangre brotaba un recuerdo cercano, uno cualquiera, sin rostro ni nombre, un recuerdo conocido, doloroso, sangrante. De los que no se olvidan. El mimo que fue primero, sin gestos, el arlequín sin gracia después, era ahora un payaso sin motivos para reír, sin alma para bromas.
Se quitó la toalla y dejó que el pelo rubio, brillante, mojado aún, le cayera sobre los hombros. Envolvió en la toalla en dedo índice y apretó hasta que la sangre fue sólo un rastro en la tela. Se miró en el espejo. Un lágrima asomó a sus ojos y le recorrió la cara, hasta la barbilla, dejando a su paso un rastro de pintura negra, un surco macabro en medio del blanco de su tez. Aún no había conseguido el disfraz. Se levantó y se puso una túnica negra hasta los pies. La introdujo con cuidado por la cabeza, para no estropear la pintura, y la dejó caer hasta que le rozó los tobillos. Se puso la enorme capucha, que le hundía la cabeza tan adentro que era imposible verle la cara. Ni siquiera se distinguía la pintura.
Agarró una guadaña enorme y salió descalza a la calle.

Aquella noche, la muerte murió en la acera, boca arriba, cubierta y ahogada por el vómito agrio del alcohol. Aquella noche. La noche de Carnaval.

viernes, 27 de enero de 2012

Palabras para Fátima

Supongo que quien sólo tiene palabras, son palabras todo lo que da. Yo ni siquiera las tengo. Necesito escribirlas para que sean mías, porque muchas veces no soy capaz de pronunciarlas, ya lo sabes. Se me quedan ahí, colgando de la punta de los labios, y acaba por salir un balbuceo que sí, queda gracioso, pero no sirve para decir nada, y mucho menos las cosas que realmente importan. Luego también está la distancia. Supongo que cuando nos conocimos, hace ya casi diez años, ninguno de los dos pensaba que íbamos a recorrer todo este camino juntos, de la mano o desde lejos, y que íbamos a ir pisando por las mismas baldosas amarillas. Si no fuera por la distancia, podría estar mirándote a los ojos mientras te digo todas estas cosas, o mejor dicho, mientras dejo que salga un balbuceo de mi boca porque todo esto me atropella, y tú me miras y sonríes, como lo has hecho siempre. Eres un corazón enorme detrás de una sonrisa maravillosa.
Bien pensado, y aunque no lo quiera, la distancia es hoy una excusa. Porque hoy podría escribir muchas palabras, crearlas de la nada, que aparecieran sobre un papel, pero nunca alcanzaría a decir todo lo que intento decirte. Podría hablarte de pérdidas y no sabría de lo que estoy hablando; podría hablarte de mirar hacia delante cuando a mí me duele el cuello de echar la vista atrás; podría decirte que todo pasa sabiendo que lo que pasa se convierte en pasado, y que el pasado siempre vuelve. Al menos, de vez en cuando. Podría jurarte, también, que en el cielo que nos espera ya no habrá más nubes, pero sería mentira: aún tenemos que bailar bajo demasiadas tormentas. Podría mentirte, pero no quiero; si puedo, no lo haré nunca.

Podría decirte miles de cosas.

Podría decirte, por ejemplo, que a veces juego a vernos dentro de unos años, en un banco cualquiera en un parque cualquiera, sentados espalda con espalda. A veces hablamos, de nuestras vidas. A veces ni siquiera eso, sólo callamos y dejamos que se consuma la tarde. En silencio, sin balbuceos. Mereces que todo te salga bien.
Podría decirte que estoy a tu lado, que estamos a tu lado, pero espero que eso ya lo sientas. Llámanos. Caminar en la oscuridad no es fácil, siempre vienen bien algunas manos en las que apoyarse para avanzar. Quizá, y sólo quizá, entre todos duela un poco menos.

Podría decirte que esto te hará más fuerte. Pero tú ya eres fuerte.
Podría decirte muchas cosas.

Podría decirte que te quiero, pero eso ya lo sabes.
Podría decirte tantas cosas, que lo mejor es que me calle para no balbucear. Sin parque, sin banco, pero espalda con espalda, aunque sea desde lejos. En silencio.

martes, 17 de enero de 2012

Sácame de aquí

El viejo coche iba dejando tras de sí una enorme estela de polvo mientras se acercaba a aquel aparcamiento de tierra. Podía ver cómo todo lo que quedaba atrás se diluía en aquella nube marrón que poblaba los espejos retrovisores. El polvo era lo único que se interponía entre el sol abrasador del mediodía y un suelo que ardía como las paredes del mismo infierno. ‘Puto verano, no va a acabar nunca’, pensó, y se revolvió un poco más dentro de su traje negro, con las manos aún en el volante. Cuando el monstruoso edificio de piedra gris apareció ante él, aminoró la marcha y sacó un pañuelo del bolsillo para secarse el sudor que perlaba su frente. De poco le iba a servir, porque las marcas del calor ya habían convertido en amarillento el borde superior del cuello de su camisa blanca. No aparecería impoluto en su primera cita.
Aparcó junto a la enorme puerta de entrada y se bajó del vehículo con cuidado. El polvo empezaba a desaparecer y no quedaba rastro del camino que había recorrido hasta allí. Se sacudió un poco los pantalones y vio el contraste entre la tierra del aparcamiento y el brillo impoluto de sus zapatos recién lustrados, dos enormes cucarachas negras en medio de aquel lugar sin nombre. Se acreditó debidamente en la entrada y un funcionario le invitó a entrar en una enorme sala de espera con sillas de plástico gris, en la que el aire acondicionado, junto con el sudor que ya traía del camino, le hicieron estremecerse. ¿O fue el lugar lo que le provocó el escalofrío? Era la primera vez que estaba en una cárcel, aunque sólo fuera de visita.
El alcaide llegó pasados diez minutos, cuando su pulso ya se había habituado a las nuevas condiciones. Tras intercambiar un breve saludo le solicitó otra vez la documentación, y después de echarle un rápido vistazo le pidió que le siguiera. Atravesaron dos galerías en las que los guardias tuvieron que abrir hasta cuatro rejas distintas de manera automática, y llegaron a un pasillo estrecho cerrado por una puerta metálica que el alcaide abrió de manera manual. ‘Le está esperando’, le dijo, y pidió a uno de los guardas que le acompañara.
Al final del pasillo había una pequeña celda en la que aguardaba un hombre, tras los barrotes, sentado en una silla, con la cabeza agachada. Rapado al cero, en la parte de atrás del cogote se intuían los retazos de un tatuaje colorido que le nacía en la nuca, con unas letras que el abogado no pudo descifrar. El pasillo estaba oscuro, y en aquella pequeña celda apenas había luz. Habían dispuesto una silla frente a los barrotes para que el letrado tomara asiento. Cuando lo hizo, sacó del maletín de cuero tres carpetas con papeles y pidió al guardia un poco de intimidad. Éste se retiró unos metros para que pudieran hablar a solas.
Le temblaban las manos. Estaba nervioso, había que reconocerlo, pero esperaba poder ocultarlo. Frente a él, el tipo con el mono naranja aún miraba al suelo, con las manos en la cara, tapándose el rostro. Eran manos grandes, fuertes. Armas de piel y huesos. Después de colocar junto a él las carpetas, echó mano al bolsillo interior de la chaqueta, sacó el paquete de tabaco, encendió un cigarrillo y extendió la mano entre dos de los barrotes, con el pitillo humeante. El recluso pareció despertar al fin, agarró el cigarrillo y empezó a fumar con placer. El abogado encendió otro para él y le deslizó el paquete casi entero. Quería ganarse su confianza.
Luego, con el humo del tabaco escurriéndose hacia el techo entre los dos, poniendo volutas a aquella fría oscuridad, le miró a los ojos. Pudo ver detrás de aquellas dos pupilas un océano helado. Notó sobre él una mirada dura, cosida con los costurones de la calle y pulida en la cárcel, con el acero de la supervivencia entre rejas. El pulso se le aceleró.

-Hola Hank. Voy a ser tu abogado.

No recibió respuesta. Apenas un leve movimiento de cabeza, un pequeño asentimiento, y otra larga calada al cigarrillo. Más humo.

-Así que tengo que saber algunas cosas. ¿Lo hiciste?

El frío se acentuó. Notó cómo le calaba los huesos y casi pudo sentir cómo se trizaban, en medio de la espalda, algunos de sus nervios. Casi no pudo contener el espasmo. Enfrente, Hank seguía fumando con calma, con los ojos entrecerrados. Mientras esperaba la respuesta, abrió el expediente del caso y leyó los primeros párrafos. Aquella noche, la cosa se le fue de las manos. Discutió con su chica, y no pudo evitarlo. La abofeteó y notó cómo le hervía la sangre. El tipo que estaba fumando delante de él había matado a golpes a su novia. Con los puños, desnudos, sin ningún objeto. La tiró al suelo, se sentó sobre su pecho y empezó a darle puñetazos hasta que se cansó. Ni más, ni menos. Luego se encendió un cigarrillo y abrió una cerveza. Cuando llegó la policía, avisada por los vecinos, él estaba sentado en el sillón, con la cerveza aún fría y el cigarrillo entre los labios, con ella tumbada en el suelo, viva aún. ‘Respiraba sangre’, dijo uno de los policías, ‘la cara era una masa de carne roja; respiraba aún, pero por todos sus orificios respiraba sangre’. Se removió un poco en la silla.

Otro leve movimiento de cabeza. Un asentimiento tibio.

-¿Y qué esperas entonces que haga yo?
-Que me saques de aquí.

No iba a ser fácil. Pero tampoco era imposible.

-Dalo por hecho.