miércoles, 27 de enero de 2016

(Víspera de) San Valentín

Siempre que se marchaba de casa se sentía un viejo a la deriva en un mundo que corría demasiado deprisa. Cuando se encerraba en el caserón le parecía estar a salvo, en su tiempo, pero ganar la calle significaba dejar atrás las paredes silenciosas y el frío de los pasillos anchos y despejados para enfrentarse a un universo de ruidos que siempre quiso dejar atrás. Significaba cambiar la soledad por los rostros y los nombres de seres cercanos, conocidos pero que sentía extraños, con los que volver a intercambiar las palabras de siempre. Que le preguntaran qué tal estaba, si necesitaba algo, si no se sentía tan solo en aquella casa tan grande que a él se le había hecho tan pequeña. En ocasiones, como cuando el calendario anunciaba la llegada de los primeros días de febrero, salir a la calle también significaba atravesar el pueblo con la bicicleta y llegar al pequeño cementerio para conversar con ella. Para decirle que este año volvería a colocar las velas para cenar, aquellas que compró para aquel San Valentín que iban a pasar juntos antes de que la muerte soplar y la apagase para siempre sin dar opción a que la llama llegase a prender la cera. Sí, aquel era un mundo que corría demasiado deprisa desde que ella no estaba.

Se ajustó el pañuelo al cuello para protegerse del aire que levantaba las faldas de aquellos postreros días de enero y salió a la calle. Cerró la puerta vieja con la enorme llave y empujó tres veces para comprobar que había quedado cerrada. Una, dos y tres. Envolvió la llave en un pañuelo blanco y se la metió en el bolsillo del pantalón, cogió la bicicleta y con ella agarrada por el manillar, sin llegar a subirse del todo, caminó en dirección al cementerio. Se miró en dos o tres escaparates y pensó en algún instante que era un abuelo empujando el carro del nieto, pero la mente pronto le decía que era un viejo tirando de sus recuerdos hacia la nada. Sabía que no se montaría en la bicicleta ni al ir ni al volver, y que recorrería primero la cuesta abajo y después la cuesta arriba tirando de ella con parsimonia. Llevarla era una excusa para tener las manos ocupadas, para no llevárselas a los bolsillos y empezar a acariciar las monedas que siempre guardaba y que hacían las veces de un sonajero desordenado a cada paso que daba. Se cruzó con algunos vecinos. Luisa le preguntó qué tal estaba y él volvió a mentir para decirle que bien, un estado que desde hace un tiempo despreciaba. Antonio se secaba el sudor en la puerta de su taller, con la cara negra y las manos llenas de aceite cuando le preguntó si necesitaba algo o si quería que su hijo, que ordenaba las llaves y herramientas en el fondo de la nave, le llevara a alguna parte. “Hay nubes de lluvia, Luis, te vas a mojar por ahí”, pero él le dijo que no se molestase, que iba cerca. Amparo sacudía el polvo de unos trapos cuando le vio venir y le preguntó si con el invierno no se sentía solo en aquella casa tan grande. “Allí hace frío todo el año”, respondió, y siguió empujando su bicicleta.

Cuando las últimas casas del pueblo se quedaron atrás y enfiló el paseo de cipreses que daba la bienvenida al camposanto aminoró el paso. Estaba cansado, llevaba más de veinte minutos andando y en aquellos metros finales siempre arrastraba los pies, envueltos en aquellas zapatillas azules con la desgastada suela de plástico que siempre llevaba cuando salía a la calle. En medio de dos filas de árboles que se erguían majestuosos hacia el cielo gris, él formaba una procesión lenta y dolorosa en la que cada paso costaba, en la que la respiración se iba acelerando y en la que el viejo gruñido de la bicicleta se iba apagando a medida que el camino llegaba a su fin y los pasos se acortaban. Llegó a la puerta y dejó la bicicleta apoyada sobre la pared. Subió los dos pequeños escalones y entró en el cementerio. Atravesó el lugar donde estaban las tumbas y dejó a la izquierda los pequeños mausoleos decorados con escudos heráldicos e inscripciones pomposas, giró a la derecha y enfiló un pasillo de baldosas flanqueado por árboles antes de llegar a la zona en la que se levantaban, como una biblioteca compuesta por estanterías de ausencias, las paredes en las que se incrustaban los nichos. Apenas se cruzó con tres o cuatro personas y notó cómo empezaban a caer las primeras gotas de una lluvia que amenazaba con convertirse en una tormenta, pero se animó llevado por ese enero sin frío que había regalado el nuevo año. Aun así, debía darse prisa.

Tuvo que atravesar muchas paredes hasta llegar al lugar donde ella reposaba. A medida que se acercaba recordó la razón por la cual sus restos habían ido a parar a la que entonces era la última pared construida. No fue fácil. Cosme, el de la aseguradora, le había dicho que pondrían los restos de Laura en la parte alta de la pared, en uno de los nichos superiores, para que pudiera verla sin problemas. Allí mismo, en el pequeño despacho de Cosme, se había puesto a temblar. “Eso no puede ser”, acertó a decir a medida que la voz se convertía en un hilo y luego en un sonido agudo que costaba articular. “Tenía vértigo Cosme, le daban miedo las alturas”. Cosme intentó explicarle que por las reservas que tenían aquél era el lugar donde mejor iba a estar, pero la cara de Luis empezó a perder el color y se puso nervioso. El temblor era ya evidente. Incluso lloraba. “Tenía vértigo, Cosme... las alturas...”. Éste, en un último intento, le explicó que la alternativa eran los últimos columbarios construidos en el cementerio, junto a una de las paredes del fondo, donde estaría sola. “Le daba miedo”, repitió Luis en una cantinela de lágrimas que ya nada podía detener. Cuando Cosme recuerda la historia jura y perjura ante quien le escucha que le pareció estar ante la súplica de un niño. Hasta allí, hasta las ausencias del final del camposanto llegó Luis cuando el cielo empezaba a violentarse y la fina lluvia subía de tono.

Desde la última visita hasta ahora, Laura había reunido a su alrededor algunos rostros en sepia que llenaban el entorno de flores. La muerte no se detiene, pensó, pero a mí no me alcanza. No había ni una sola junto a su imagen. Luis juzgó que no era propio regalarle ahora las rosas que no le llevó en vida. Como había conseguido que la colocaran en la parte baja del columbario, se agachó despacio, apoyó la mano izquierda en el suelo y sobre ella se dejó caer hasta sentarse por completo, con los talones juntos y las piernas formando un rombo que tenía como vértices las maltrechas rodillas. Parecía un escolar ante una fogata en lugar de un anciano ante el recuerdo de su esposa, a unos días de San Valentín. Intentó hablar, trató de pasar los dedos arrugados sobre su imagen mientras le pronunciaba unas palabras, pero no supo qué decir. Sintió que las fuerzas le abandonaban por completo, se puso las manos ante el rostro y agachó la cabeza para hundir la cara entre sus palmas, y notó que empezaba a llorar. Primero fue un gimoteo leve que le cortaba la respiración, pero pronto se convirtió en un llanto desconsolado que ni la lluvia, que caía ahora con fuerza, lograba frenar. La espalda se le arqueaba con cada convulsión, abrió la boca y levantó la vista hasta clavarla en la imagen que presidía la tumba, estiró los labios todo lo que pudo y formó una 'o' monstruosa de la que, en cambio, no brotaba sonido alguno. Se había apagado definitivamente. No sabía qué decir. Le envolvió el pánico y no pudo contener el llanto, cerró los puños y se clavó las uñas en la palma de la mano. Y no paraba de llorar. Así lo descubrió una pareja desorientada que con el primer trueno corría para guarecerse en el coche, y que le cogieron por debajo de los hombros con ayuda del ordenanza para sacarlo del camposanto. Le subieron en el coche y se lo llevaron. Al salir del cementerio pareció calmarse y en el asiento del automóvil, empapada la ropa y el pelo, pareció adormecerse poco a poco primero, luego por completo.

En la puerta del cementerio quedó, apoyada contra la pared, su bicicleta oxidada.