Apagó la tele.
Echó la cabeza hacia atrás y dejó
que el humo de la última calada saliera de su boca.
Se detuvo contemplando cómo las
volutas subían hacia el techo y cerró los ojos un instante,
tratando de arrinconar al incipiente dolor de cabeza que asomaba en
esa noche de diciembre.
Se apretó con los pulgares las sienes
y con ese gesto intentó retrasar aquella migraña de final de año
que, atraída por el frío, empezaba a teñir de blanco aquel
invierno que amenazaba oscuro. Se incorporó y aplastó la colilla
contra el cenicero de cristal que había sobre la mesa baja.
Apartó un rastro de ceniza que le
había quedado en los dedos y repasó con la yema del índice el
tacto metálico del objeto en el que yacían, solitarios, los restos
del último cigarrillo recién consumido. Se levantó del sofá y al
caminar descalza sobre el suelo de madera sintió un escalofrío que
recorría su cuerpo. Quería darse una ducha.
Caminó haciendo eses en el parqué,
esquivando las montañas de libros y papeles que había levantado en
aquella estancia como los muros de un indescifrable castillo. Como si
tras aquellas empalizadas se escondiera en realidad el fuerte de un
niño grande, que recorría ahora sus dominios. A pesar de los
calcetines que llevaba, notó que el frío ganaba terreno y pensó en
darse una ducha, pero antes puso algo de música y apagó la luz de
la sala.
De repente, le pareció captar un
murmullo que le hizo detenerse en mitad de la estancia. Allí, de
pie, aún descalza sobre el suelo cada vez más frío, quiso
silenciarlo todo para buscar más allá de aquellas paredes un
mensaje oculto. Pero no lo consiguió. Hizo una escala antes del baño
en el equipo de música que había junto a la televisión y quiso
cerrar los ojos y elegir al azar un disco compacto que poner, pero
acabó como siempre cogiendo el que menos polvo tenía sobre la tapa
porque era el que más utilizaba. Lo puso y pasó las pistas hasta
que llegó a la composición que bucaba: el Adagio de Bach y
Marcello.
Apenas había comenzado la música le
pareció que la melodía rebobinaba en un segundo plano y volvía a
empezar. Como si hubiera una segunda voz en el Adagio que hubiera
parado el mundo un instante antes de reiniciarlo poco después, con
unos segundos de retraso, y las dos voces se montaran con apenas ese
lapso de tiempo de diferencia. Caminando iguales, al fin y al cabo,
una voz al frente y la otra, más lejana, apenas un eco, como un
escudera del tiempo real. Un eco de la vida más allá de sus cuatro
paredes. En medio de la oscuridad de la sala aún esquivó algunos
montones de libros más antes de perderse en el baño, encender la
luz y dejar la puerta un poco abierta.
Antes de llegar al baño apagó la luz
de la sala y dejó que la música fuera toda la vestimenta de una
estancia que no le parecía suya. Conocía aquel piso al milímetro
pero había algo extraño en él siempre que era tomado por la
oscuridad, como si la sombra de los muebles alimentada por la poca
luz que entraba de la calle fuera distinta en función del estado de
ánimo de la vivienda, si es que aquella vivienda podía de verdad
sentir. Esta noche notó el sillón más alargado en su reflejo, y en
las paredes se levantaban huellas oscuras de muebles en realidad
inmóviles que parecían caminar por ellas en función de cómo
recibieran esa noche la luz. Encendió la luz del baño y dejó la
puerta un poco abierta.
Salió envuelto en una toalla y fue
hasta la habitación para sacar de la mesita la ropa interior y
rescatar de la cama un pantalón de pijama y una camiseta vieja. Esta
vez no se puso calcetines y optó por caminar descalzo por el piso,
olvidando la toalla en la cama, donde amanecería al día siguiente.
Se pasó la mano por el pelo, aún mojado, y se encaminó hacia la
cocina con la intención de preparar café. En el aparato de música,
el Adagio empezaba entonces de nuevo, pero pese a ese breve silencio
que precede a la repetición le pareció que el piano no dejaba nunca
de sonar, aunque lo hacía ahora a lo lejos.
Dejó la luz del año encendida pero
mantuvo apagada la de la sala. Envuelta en una toalla, una lengua de
vaho la despidió del pequeño cuarto tras la ducha y la siguió un
instante mientras caminaba hacia la habitación, donde dejó caer la
toalla al suelo para ponerse una camiseta vieja, algo de ropa
interior y unos gruesos calcetines de lana, como si amortiguar el
contacto con el suelo fuera suficiente para vencer al frío que poco
antes, y durante un instante, le había ganado la batalla. Caminaba
hacia la cocina con la idea de prepararse un café cuando reconoció
los acordes finales del Adagio y se detuvo junto al equipo de música
para ponerlo de nuevo desde el principio. Antes de pulsar la tecla
apenas reparó en que la melodía, en algún punto entre su piso y el
resto de la noche, ya había comenzado.
Café solo y sin azúcar, él.
Café solo, con dos terrones, ella.
De vuelta a la sala encendió el árbol
de Navidad y esquivó de nuevo los libros y papeles que trazaban los
límites del desorden en el suelo antes de hacer una parada en la
mesa y rescatar el tabaco, y encaminarse hacia la pared más alejada
de la terraza, descorridas las cortinas de par en par, y sentarse en
el suelo. Dejó la taza a un lado y encendió un pitillo de nuevo.
Fumando en silencio, sentada en el
suelo, veía en las paredes el reflejo del parpadeo de las luces del
árbol de Navidad. Miraba de frente a la terraza desde el lado más
alejado de la estancia. Las cortinas descorridas dejaban que entrara
la luz de la luna, y en medio de la calidez que ella sentía, alejado
por el momento aquel anuncio del dolor de cabeza, pensó que allí
afuera, en el mundo, hacía un frío atronador.
El mundo era un lugar frío y solitario
visto a través de aquel balcón, pensó. Tomó un sorbo del café y
se dispuso a apurar las últimas caladas del cigarro. Reconoció los
últimos acordes del Adagio y cerró los ojos mientras el humo se
perdía cielo arriba hasta el techo. Apoyó toda la espalda contra la
pared y echó la cabeza hacia atrás.
Aún tenía el humo en la boca cuando
cerró los ojos y se dejó bañar por las últimas melodías de la
obra de Bach y Marcello. Apoyó la espalda contra la pared y echó la
cabeza hacia atrás. Dejó que el humo se le escapara lentamente
entre los labios y saboreó al mismo tiempo el final de la melodía.
Esta vez no hubo repetición. Pero él
se mantuvo así, con los ojos cerrados, porque a pesar del silencio
de su vivienda, a su espalda, todavía escuchaba el final del Adagio.
Tiró la colilla en la taza del café.
Removió el resto para que se apagara. Lo hizo con los ojos cerrados,
y así los mantuvo hasta que el Adagio llegó a su fin.
Y se hizo el silencio.
Primero abrió los ojos ella. Después
los abrió él. Jamás lo sabrían, pero en ese instante en aquellos
dos pisos gemelos separados apenas por un fino tabique, se tocaron
por primera vez. Meses después, sin más barrera que una sábana, al
contacto de sus pieles los dos tuvieron la misma sensación de que
más que conocerse, se recordaban.