miércoles, 27 de diciembre de 2017

Adagio (a dos voces)

Apagó la tele.

Echó la cabeza hacia atrás y dejó que el humo de la última calada saliera de su boca.

Se detuvo contemplando cómo las volutas subían hacia el techo y cerró los ojos un instante, tratando de arrinconar al incipiente dolor de cabeza que asomaba en esa noche de diciembre.

Se apretó con los pulgares las sienes y con ese gesto intentó retrasar aquella migraña de final de año que, atraída por el frío, empezaba a teñir de blanco aquel invierno que amenazaba oscuro. Se incorporó y aplastó la colilla contra el cenicero de cristal que había sobre la mesa baja.

Apartó un rastro de ceniza que le había quedado en los dedos y repasó con la yema del índice el tacto metálico del objeto en el que yacían, solitarios, los restos del último cigarrillo recién consumido. Se levantó del sofá y al caminar descalza sobre el suelo de madera sintió un escalofrío que recorría su cuerpo. Quería darse una ducha.

Caminó haciendo eses en el parqué, esquivando las montañas de libros y papeles que había levantado en aquella estancia como los muros de un indescifrable castillo. Como si tras aquellas empalizadas se escondiera en realidad el fuerte de un niño grande, que recorría ahora sus dominios. A pesar de los calcetines que llevaba, notó que el frío ganaba terreno y pensó en darse una ducha, pero antes puso algo de música y apagó la luz de la sala.

De repente, le pareció captar un murmullo que le hizo detenerse en mitad de la estancia. Allí, de pie, aún descalza sobre el suelo cada vez más frío, quiso silenciarlo todo para buscar más allá de aquellas paredes un mensaje oculto. Pero no lo consiguió. Hizo una escala antes del baño en el equipo de música que había junto a la televisión y quiso cerrar los ojos y elegir al azar un disco compacto que poner, pero acabó como siempre cogiendo el que menos polvo tenía sobre la tapa porque era el que más utilizaba. Lo puso y pasó las pistas hasta que llegó a la composición que bucaba: el Adagio de Bach y Marcello.

Apenas había comenzado la música le pareció que la melodía rebobinaba en un segundo plano y volvía a empezar. Como si hubiera una segunda voz en el Adagio que hubiera parado el mundo un instante antes de reiniciarlo poco después, con unos segundos de retraso, y las dos voces se montaran con apenas ese lapso de tiempo de diferencia. Caminando iguales, al fin y al cabo, una voz al frente y la otra, más lejana, apenas un eco, como un escudera del tiempo real. Un eco de la vida más allá de sus cuatro paredes. En medio de la oscuridad de la sala aún esquivó algunos montones de libros más antes de perderse en el baño, encender la luz y dejar la puerta un poco abierta.

Antes de llegar al baño apagó la luz de la sala y dejó que la música fuera toda la vestimenta de una estancia que no le parecía suya. Conocía aquel piso al milímetro pero había algo extraño en él siempre que era tomado por la oscuridad, como si la sombra de los muebles alimentada por la poca luz que entraba de la calle fuera distinta en función del estado de ánimo de la vivienda, si es que aquella vivienda podía de verdad sentir. Esta noche notó el sillón más alargado en su reflejo, y en las paredes se levantaban huellas oscuras de muebles en realidad inmóviles que parecían caminar por ellas en función de cómo recibieran esa noche la luz. Encendió la luz del baño y dejó la puerta un poco abierta.

Salió envuelto en una toalla y fue hasta la habitación para sacar de la mesita la ropa interior y rescatar de la cama un pantalón de pijama y una camiseta vieja. Esta vez no se puso calcetines y optó por caminar descalzo por el piso, olvidando la toalla en la cama, donde amanecería al día siguiente. Se pasó la mano por el pelo, aún mojado, y se encaminó hacia la cocina con la intención de preparar café. En el aparato de música, el Adagio empezaba entonces de nuevo, pero pese a ese breve silencio que precede a la repetición le pareció que el piano no dejaba nunca de sonar, aunque lo hacía ahora a lo lejos.

Dejó la luz del año encendida pero mantuvo apagada la de la sala. Envuelta en una toalla, una lengua de vaho la despidió del pequeño cuarto tras la ducha y la siguió un instante mientras caminaba hacia la habitación, donde dejó caer la toalla al suelo para ponerse una camiseta vieja, algo de ropa interior y unos gruesos calcetines de lana, como si amortiguar el contacto con el suelo fuera suficiente para vencer al frío que poco antes, y durante un instante, le había ganado la batalla. Caminaba hacia la cocina con la idea de prepararse un café cuando reconoció los acordes finales del Adagio y se detuvo junto al equipo de música para ponerlo de nuevo desde el principio. Antes de pulsar la tecla apenas reparó en que la melodía, en algún punto entre su piso y el resto de la noche, ya había comenzado.

Café solo y sin azúcar, él.

Café solo, con dos terrones, ella.

De vuelta a la sala encendió el árbol de Navidad y esquivó de nuevo los libros y papeles que trazaban los límites del desorden en el suelo antes de hacer una parada en la mesa y rescatar el tabaco, y encaminarse hacia la pared más alejada de la terraza, descorridas las cortinas de par en par, y sentarse en el suelo. Dejó la taza a un lado y encendió un pitillo de nuevo.

Fumando en silencio, sentada en el suelo, veía en las paredes el reflejo del parpadeo de las luces del árbol de Navidad. Miraba de frente a la terraza desde el lado más alejado de la estancia. Las cortinas descorridas dejaban que entrara la luz de la luna, y en medio de la calidez que ella sentía, alejado por el momento aquel anuncio del dolor de cabeza, pensó que allí afuera, en el mundo, hacía un frío atronador.

El mundo era un lugar frío y solitario visto a través de aquel balcón, pensó. Tomó un sorbo del café y se dispuso a apurar las últimas caladas del cigarro. Reconoció los últimos acordes del Adagio y cerró los ojos mientras el humo se perdía cielo arriba hasta el techo. Apoyó toda la espalda contra la pared y echó la cabeza hacia atrás.

Aún tenía el humo en la boca cuando cerró los ojos y se dejó bañar por las últimas melodías de la obra de Bach y Marcello. Apoyó la espalda contra la pared y echó la cabeza hacia atrás. Dejó que el humo se le escapara lentamente entre los labios y saboreó al mismo tiempo el final de la melodía.

Esta vez no hubo repetición. Pero él se mantuvo así, con los ojos cerrados, porque a pesar del silencio de su vivienda, a su espalda, todavía escuchaba el final del Adagio.

Tiró la colilla en la taza del café. Removió el resto para que se apagara. Lo hizo con los ojos cerrados, y así los mantuvo hasta que el Adagio llegó a su fin.

Y se hizo el silencio.


Primero abrió los ojos ella. Después los abrió él. Jamás lo sabrían, pero en ese instante en aquellos dos pisos gemelos separados apenas por un fino tabique, se tocaron por primera vez. Meses después, sin más barrera que una sábana, al contacto de sus pieles los dos tuvieron la misma sensación de que más que conocerse, se recordaban.  

miércoles, 25 de octubre de 2017

Sombras

Detuvo el bolígrafo y dejó las gafas sobre la mesa. Cerró los ojos y se tomó un instante antes de apretarse en los lagrimales con el índice y el pulgar de la mano derecha, hasta que la oscuridad se cubrió con un manto blanco que poco a poco volvió a fundirse a negro. Se colocó de nuevo las gafas y leyó el último párrafo para decidir si valía la pena volver a dejarse envolver por aquella sombra o era mejor arrancar la hoja, arrugar el folio y hacerlo desaparecer entre las llamas. “Caminaba absorto en sus pensamientos hasta que detectó un cambio en el compás del resonar de sus pasos. Era como si un nuevo par de pies se hubiera sumado a la melodía y el empedrado de la vieja calle escupiera un tronar desordenado. Se paró en seco y también el sonido cesó, y pensó que quizá se estuviera volviendo loco. Metió la mano en el bolsillo interior del abrigo y sacó un arrugado paquete de tabaco, y estiró un pitillo sin filtro antes de llevárselo a los labios. Lo encendió y se guardó el mechero en el bolsillo, y apenas había dado la segunda calada después de empezar a andar cuando volvió a escucharlo de nuevo: sobre la callejuela resonaban dos pares de pasos, pero ahora aquel que le parecía ajeno lo hacía a mayor velocidad. Se detuvo de nuevo, pero sólo un caminar se apagó en aquella ocasión. Al contrario, el otro había aumentado el ritmo y parecía a punto de echar a correr. Instintivamente, arrojó el cigarro al suelo y echó a correr callejón abajo, hacia las sombras...”. Algo en esa última línea llamó su atención. Desde el último punto y seguido en adelante, las palabras se hacían más difíciles de leer. Repasó el cuaderno con el dedo y notó un relieve muy pronunciado, como si hubiera estado apretando el bolígrafo más de la cuenta. Le dolía la mano. Se sirvió otro vaso de bourbon.
Estaba a punto de encender un cigarrillo más cuando una punzada de dolor le atacó la sien. Cerró los ojos y apretó los dientes para tratar de vadear esa pulsación roja que iba ganando espacio en su cabeza. Bebió con los ojos aún cerrados deseando que aquel líquido ambarino que abrasaba pudiera apagar en parte ese fuego que de nuevo ardía, pero no lo consiguió. Al contrario, al contacto con sus labios la bebida se convirtió en un pequeño torrente de minúsculos cristales que arañaron todo a su paso: la boca, el paladar, la garganta. Tomó aire mientras la tráquea se iba ensanchando y a su boca llegaba un sabor a sangre peculiar: era sangre negra, sucia, como si alguien la estuviera bombeando de un pozo donde había permanecido mucho tiempo estancada. Era sangre de otros tiempos, de otras épocas, de otras personas, que trepaba desde su estómago y trataba de abrirse paso. Contuvo la respiración y se obligó a tragar. Se levantó dando tumbos, mareado, con la fiebre taponándole los oídos. Empezó a sudar y sintió que la espalda se le volvía rígida, como si la columna vertebral fuera hora una cuerda con dos personas tirando en sus extremos. El primer espasmo no le hizo caer. Tampoco el segundo pudo con él porque se aferró como pudo a una silla. El tercer tirón de la cuerda le dejó tumbado boca arriba, respirando forzosamente por la nariz y por la boca. El calor estaba desapareciendo y su lugar lo iba ocupando un frío feroz. La luz se fue amortiguando y al tiempo que llegaba la penumbra escuchó, desde muy lejos, unos pasos que se acercaban.
Le faltaba el aire y se rompió la camiseta para intentar respirar.
Un dolor antiguo nació de nuevo en su estómago, y la piel de la tripa se le estiró hacia arriba, marcando un surco. Como si alguien arañara un tambor desde dentro.
La piel cedió y una pequeña uña negra asomó mientras a los lados caía un hilo de sangre. En la parte baja, más allá del ombligo. Y empezó a subir rasgando de abajo arriba y abriéndole la piel en dos mientras brotaba de su vientre un pozo de sangre negra. Un pequeño alacrán salió de la oscuridad y caminó sobre su pecho hasta colocarse junto a su boca, abierta del todo buscando el aire que ya no podía tragar. Se le metió en la boca y siguió rasgando con la pequeña uña de su cola de nuevo, en dirección contraria, garganta abajo.
El sonido de los pasos era ahora más cercano, y casi oyó cómo corrían antes de que todo se fuera a negro...

Esta mañana, cuando me desperté, tenía la hoja en la mano. La última frase estaba más marcada e incluso en algunos trazos de las últimas palabras comprobé que el bolígrafo había atravesado el papel. Me dolía la cabeza, pero era un dolor sordo, lejano, como un recuerdo. Me tragué dos aspirinas con el bourbon que no había bebido la noche anterior y con ese sorbo enjuagué el mal sabor de boca. Leí de nuevo el párrafo pero no hubo ni sombras, ni pasos. Algo palpitó en mi vientre y repasé con la yema de mis dedos una cicatriz que nacía junto al ombligo y subía recta hasta el esternón. Sentí como si alguien, desde el otro lado, siguiera mi movimiento con algo afilado. Leí de nuevo el párrafo y busqué la historia en lo más oscuro de aquella callejuela, y continué escribiendo.

Aún tenía en mis dedos el rastro seco de la sangre negra.    

martes, 12 de septiembre de 2017

Ausencia

Cerró la puerta con todo el cuidado que pudo y giró sobre sí misma para quedar de frente al pasillo, largo y estrecho, al que vertían como afluentes todas las habitaciones. Antes de dar un paso se quitó los zapatos de tacón y los dejó a un lado, para no hacer ruido, y mientras caminaba sin saber muy bien hacia dónde sintió sobre la palma de la mano el peso de las llaves. Sus llaves. Las que le tenía que haber devuelto hace tiempo pero que seguían en su poder. Esas llaves fueron en su momento el punto de inicio de una vida en común que se fue diluyendo con el tiempo hasta que los planes acabaron engullidos por el tedio y la relación se rompió poco a poco, como todas las cosas que no están hechas para durar. No fue una explosión la que dinamitó el camino que ambos andaban sino pequeñas grietas que volvían los pasos cada vez más inestables, hasta que del calor inicial sólo quedaron rescoldos y del fuego que fue nació una amistad tibia que guardaba, no obstante, un poso de cariño indeleble. Por eso le golpeó tan fuerte la noticia de su enfermedad. Por eso, quizá, se resistía a devolverle las llaves, también porque él no se las había pedido, por miedo a que ese gesto supusiera un cerrojo definitivo a aquello que fue.

Y ahora él ya no estaba.

Paseó por toda la casa buscando restos de su ausencia. Huellas de una pérdida que estaba empezando a asumir por más que fuera un vacío lejano, un ligero temblor más que un terremoto. Caminó por el pasillo y repasó con el dedo algunos muebles, dejando un rastro de color entre la pequeña pátina de polvo que empezaba a acumularse en aquellas superficies. No quería dejar ninguna pista de su paso por el piso pero no lo pudo evitar. Apenas se detuvo en la cocina el tiempo justo para abrir la nevera y encontrar el testimonio de una vida de paso. Un cartón de leche que llevaba abierto demasiado tiempo, algunas botellas de agua. Pan, embutido, salsa para la pasta. Una lata de atún abierta, el contenido ya seco. Algo de fruta, plátanos demasiado maduros. La cerró y dejó todo como estaba, resistiendo la tentación de tirar aquello que ya no servía. Llegó hasta la habitación y vio una escena familiar pese al tiempo: la cama deshecha, la sábana arrugada en la parte baja del colchón, a los pies; el pijama debajo de la almohada. Lo recuperó durante un instante y las prendas frías le devolvieron su olor algunos segundos.

Contuvo como pudo las lágrimas.

Enfiló el pasillo de nuevo en dirección a la puerta, sin querer profanar más un vacío que no le correspondía, pero no pudo resistir la tentación de llegar hasta el salón. Sobre la mesa había unas cuartillas a medio escribir que hojeó durante unos instantes. Reflexiones duras, letras que supuraban fiebre escritas en las noches en las que la memoria era ya una cicatriz que no dejaba de sangrar. Recuerdos deformados por el dolor, nombres inventados, algunos retazos de la suya y de otras historias de las que, en un gesto furioso y postrero, pareció quererse desprender. Las dejó todas ahí, no se guardó ninguna. Un sofá huérfano de cojines y un sillón que acunaba en uno de sus brazos un libro a medio leer. Ahí estaba, desafiante, con el marcapáginas asomando para trazar el punto en el que se quedó y ya nunca retomará. El final prematuro a una historia que, quién sabe, le estaba gustando o aburriendo, apasionando o aletargando en las últimas noches. Y una pregunta brotaba de aquella frontera entre las páginas, y llegó directa a su frente sin que nada pudiera amortiguarla. ¿Debía dejar el marcapáginas ahí?

Dejarlo era subrayar todo lo que su ausencia dejó inacabado. Una historia que ya no continuará pese a tener un final, un libro que quizá nadie más lea para no mover ese marcador que, sin saberlo, convirtió un punto y seguido en un punto y final.

Retirarlo del libro sería borrar uno de sus últimos rastros. Hacer correr el agua para que se lleve las huellas sobre la arena, disipar de un manotazo el humo de la última calada. Poner fin a algo que no debió terminar. No así, tan pronto.

Sostuvo el libro unos minutos en sus manos antes de dejarlo de nuevo sobre el sillón, donde lo había encontrado. Quitar el marcapáginas era un gesto de intimidad que no le correspondía. No a ella, no en ese momento. Lo dejó donde estaba pero lo empujó un poco hacia dentro, para que asomara apenas el filo sobre las páginas que dividía, para que esa frontera no fuera tan evidente y ese punto y final no resultara tan grosero. Caminó por el pasillo hacia la salida y antes de abrir la puerta dejó las llaves sobre la consola que había a la entrada, junto a un foto en la que él sonreía. La sostuvo unos segundos en las manos y la miró fijamente, y se le escapó una pequeña sonrisa también a ella. Recogió los zapatos del suelo y sin ponérselos abrió la puerta y salió al rellano, cerrando con cuidado tras de sí.


Cuando el ascensor llegó a la planta baja aún iba descalza. Todavía lloraba.