martes, 3 de noviembre de 2009

El Poeta Errante...

Durante muchos años no tuvo nombre, y ni falta que le hacía, porque no tenía con quién hablar. Nadie le llamaba, nunca se dirigían a él. Durante muchos años no tuvo nombre, seguramente porque él también lo había olvidado. Siempre le llamaban el loco. Apareció un día, ya viejo, vagando por las calles de un pueblo desconocido para él al que le habían arrastrado las olas de una vida vivida en constante marejada. Caminaba siempre mirando al suelo, quizá para que nadie descubriera su pasado detrás de sus ojos. Curvado, con el pelo blanco y las manos ajadas por el paso del tiempo, recorría las calles con la parsimonia de aquel que nada busca, y encontraba en el laberinto de caminos puñados enteros de malos augurios. Los niños se reían de él amparados en la connivencia de sus padres, que siempre le despreciaron por todo lo que ocultaba. Le tiraban huevos si pasaba por el centro, y de noche apedreaban los cristales de la casa abandonada que eligió como hogar, donde apuraba los últimos sorbos de su destino. Para mí siempre fue el poeta. Cuando le veía salir de su improvisado escondite, me deslizaba a través de las ventanas sin cristales para intentar saber algo más acerca de él. Sólo ocupaba una habitación de la casa, en la segunda planta, aquella en la que el sol iluminaba con mayor intensidad y devoraba sin piedad hasta el último resquicio de las sombras. Quizá se alimentaba de la luz del día, y buscaba aún su calidez cuando llegaba la noche. Quizá sólo quería llorar mientras añoraba otra puesta de sol. Dormía en el suelo, entre papeles, a la luz de una vela. En todas las hojas había versos perdidos, poemas sin terminar, todos ellos cargados de deseos que nunca se harían realidad. No parecía reclamar nada, ni añorar momentos perdidos. Más bien, cada una de sus letras era un acto de valentía, hacía acopio de valor para afrontar la hora, cercana, de reencontrarse con la mujer que empujaba su mano y bailaba al son de su pluma en todos esos versos malditos. Isabel. Creo que nunca terminó un solo poema, pero para mí siempre fue el poeta. Allá donde los demás ponían arrogancia, yo derrochaba admiración. Cuando los demás le miraban con desprecio, yo trataba de buscar en alguno de sus escasos gestos un ápice de luz. Cuando todo el mundo se reía de él, yo percibía a través de sus pupilas el viejo candor de una llama. Una noche, la última del mes de octubre de un año cualquiera, se abrió paso a través de los ventanales descubiertos y alisó su raída chaqueta. Caminó despacio por todas las calles del pueblo, curvado, mirando sus manos ajadas por el paso del tiempo. Pasó una de ellas por su pelo blanco antes de enfilar el viejo camino del cementerio. Yo le seguí amparado por las tinieblas de una noche que ya nunca sería la misma. Había apurado sus últimas fuerzas, y el aliento no le alcanzaba para más. Entró en el camposanto decidido, olvidando de repente su traqueteo vacilante. Dudé unos momentos antes de aventurarme a entrar, temeroso como era, aún chiquillo, de los habitantes de las sombras. Decidí esperar a que la bruma de la noche dejara un resquicio para el primer rayo de luz, y me lancé a explorar el universo de tumbas. Lo encontré poco después, abrazado a una lápida que fue para él, a un mismo tiempo, razón de ser y destino. Una lápida coronada por un nombre familiar, Isabel, y una fecha, la de su partida, muchos años atrás. No se movía, no respiraba, pero su gesto, por fin, era alegre. El poeta descansaba aliviado, feliz, muerto. Decidí dejar que fuera otro el que se encargara de dar la noticia a todos aquellos que le habían contrariado, y me marché sin decir nada. Nunca le encontraron. No hay en el cementerio lápidas que le recuerden, ni lamentos que le honren. No hubo rastro del hombre que nadie quiso conocer, y que se marchó sin hacer ruido. Nadie vio su cuerpo, ya sin vida, recostado sobre la tumba. Del poeta sólo queda la leyenda y una flor: una rosa blanca que aparece todos los días, fresca, sobre la tumba de su amada. Y su leyenda, la de aquellos que cuentan que por las noches, oyen el tañido de las viejas campanas que coronan la capilla abandonada junto al cementerio, justo antes de ver cómo la muerte, envuelta en un sudario negro, recorre los caminos acompañada de una figura encorvada, con el pelo blanco y las manos ajadas por el paso del tiempo; y la escucha, pacientemente, mientras el poeta evoca los versos que nunca escribió para Isabel…