Detuvo el bolígrafo y dejó las gafas
sobre la mesa. Cerró los ojos y se tomó un instante antes de
apretarse en los lagrimales con el índice y el pulgar de la mano
derecha, hasta que la oscuridad se cubrió con un manto blanco que
poco a poco volvió a fundirse a negro. Se colocó de nuevo las gafas
y leyó el último párrafo para decidir si valía la pena volver a
dejarse envolver por aquella sombra o era mejor arrancar la hoja,
arrugar el folio y hacerlo desaparecer entre las llamas. “Caminaba
absorto en sus pensamientos hasta que detectó un cambio en el compás
del resonar de sus pasos. Era como si un nuevo par de pies se hubiera
sumado a la melodía y el empedrado de la vieja calle escupiera un
tronar desordenado. Se paró en seco y también el sonido cesó, y
pensó que quizá se estuviera volviendo loco. Metió la mano en el
bolsillo interior del abrigo y sacó un arrugado paquete de tabaco, y
estiró un pitillo sin filtro antes de llevárselo a los labios. Lo
encendió y se guardó el mechero en el bolsillo, y apenas había
dado la segunda calada después de empezar a andar cuando volvió a
escucharlo de nuevo: sobre la callejuela resonaban dos pares de
pasos, pero ahora aquel que le parecía ajeno lo hacía a mayor
velocidad. Se detuvo de nuevo, pero sólo un caminar se apagó en
aquella ocasión. Al contrario, el otro había aumentado el ritmo y
parecía a punto de echar a correr. Instintivamente, arrojó el
cigarro al suelo y echó a correr callejón abajo, hacia las
sombras...”. Algo en esa última línea llamó su atención. Desde
el último punto y seguido en adelante, las palabras se hacían más
difíciles de leer. Repasó el cuaderno con el dedo y notó un
relieve muy pronunciado, como si hubiera estado apretando el
bolígrafo más de la cuenta. Le dolía la mano. Se sirvió otro vaso
de bourbon.
Estaba a punto de encender un
cigarrillo más cuando una punzada de dolor le atacó la sien. Cerró
los ojos y apretó los dientes para tratar de vadear esa pulsación
roja que iba ganando espacio en su cabeza. Bebió con los ojos aún
cerrados deseando que aquel líquido ambarino que abrasaba pudiera
apagar en parte ese fuego que de nuevo ardía, pero no lo consiguió.
Al contrario, al contacto con sus labios la bebida se convirtió en
un pequeño torrente de minúsculos cristales que arañaron todo a su
paso: la boca, el paladar, la garganta. Tomó aire mientras la
tráquea se iba ensanchando y a su boca llegaba un sabor a sangre
peculiar: era sangre negra, sucia, como si alguien la estuviera
bombeando de un pozo donde había permanecido mucho tiempo estancada.
Era sangre de otros tiempos, de otras épocas, de otras personas, que
trepaba desde su estómago y trataba de abrirse paso. Contuvo la
respiración y se obligó a tragar. Se levantó dando tumbos,
mareado, con la fiebre taponándole los oídos. Empezó a sudar y
sintió que la espalda se le volvía rígida, como si la columna
vertebral fuera hora una cuerda con dos personas tirando en sus
extremos. El primer espasmo no le hizo caer. Tampoco el segundo pudo
con él porque se aferró como pudo a una silla. El tercer tirón de
la cuerda le dejó tumbado boca arriba, respirando forzosamente por
la nariz y por la boca. El calor estaba desapareciendo y su lugar lo
iba ocupando un frío feroz. La luz se fue amortiguando y al tiempo
que llegaba la penumbra escuchó, desde muy lejos, unos pasos que se
acercaban.
Le faltaba el aire y se rompió la
camiseta para intentar respirar.
Un dolor antiguo nació de nuevo en su
estómago, y la piel de la tripa se le estiró hacia arriba, marcando un surco. Como si alguien
arañara un tambor desde dentro.
La piel cedió y una pequeña uña
negra asomó mientras a los lados caía un hilo de sangre. En la
parte baja, más allá del ombligo. Y empezó a subir rasgando de
abajo arriba y abriéndole la piel en dos mientras brotaba de su
vientre un pozo de sangre negra. Un pequeño alacrán salió de la
oscuridad y caminó sobre su pecho hasta colocarse junto a su boca,
abierta del todo buscando el aire que ya no podía tragar. Se le
metió en la boca y siguió rasgando con la pequeña uña de su cola
de nuevo, en dirección contraria, garganta abajo.
El sonido de los pasos era ahora más
cercano, y casi oyó cómo corrían antes de que todo se fuera a
negro...
Esta mañana, cuando me desperté,
tenía la hoja en la mano. La última frase estaba más marcada e
incluso en algunos trazos de las últimas palabras comprobé que el
bolígrafo había atravesado el papel. Me dolía la cabeza, pero era
un dolor sordo, lejano, como un recuerdo. Me tragué dos aspirinas
con el bourbon que no había bebido la noche anterior y con ese sorbo
enjuagué el mal sabor de boca. Leí de nuevo el párrafo pero no
hubo ni sombras, ni pasos. Algo palpitó en mi vientre y repasé con
la yema de mis dedos una cicatriz que nacía junto al ombligo y subía
recta hasta el esternón. Sentí como si alguien, desde el otro lado,
siguiera mi movimiento con algo afilado. Leí de nuevo el párrafo y
busqué la historia en lo más oscuro de aquella callejuela, y
continué escribiendo.
Aún tenía en mis dedos el rastro seco
de la sangre negra.