Cerró la puerta con todo el cuidado
que pudo y giró sobre sí misma para quedar de frente al pasillo,
largo y estrecho, al que vertían como afluentes todas las
habitaciones. Antes de dar un paso se quitó los zapatos de tacón y
los dejó a un lado, para no hacer ruido, y mientras caminaba sin
saber muy bien hacia dónde sintió sobre la palma de la mano el peso
de las llaves. Sus llaves. Las que le tenía que haber devuelto hace
tiempo pero que seguían en su poder. Esas llaves fueron en su
momento el punto de inicio de una vida en común que se fue diluyendo
con el tiempo hasta que los planes acabaron engullidos por el tedio y
la relación se rompió poco a poco, como todas las cosas que no
están hechas para durar. No fue una explosión la que dinamitó el
camino que ambos andaban sino pequeñas grietas que volvían los
pasos cada vez más inestables, hasta que del calor inicial sólo
quedaron rescoldos y del fuego que fue nació una amistad tibia que
guardaba, no obstante, un poso de cariño indeleble. Por eso le
golpeó tan fuerte la noticia de su enfermedad. Por eso, quizá, se
resistía a devolverle las llaves, también porque él no se las
había pedido, por miedo a que ese gesto supusiera un cerrojo
definitivo a aquello que fue.
Y ahora él ya no estaba.
Paseó por toda la casa buscando restos
de su ausencia. Huellas de una pérdida que estaba empezando a asumir
por más que fuera un vacío lejano, un ligero temblor más que un
terremoto. Caminó por el pasillo y repasó con el dedo algunos
muebles, dejando un rastro de color entre la pequeña pátina de
polvo que empezaba a acumularse en aquellas superficies. No quería
dejar ninguna pista de su paso por el piso pero no lo pudo evitar.
Apenas se detuvo en la cocina el tiempo justo para abrir la nevera y
encontrar el testimonio de una vida de paso. Un cartón de leche que
llevaba abierto demasiado tiempo, algunas botellas de agua. Pan,
embutido, salsa para la pasta. Una lata de atún abierta, el
contenido ya seco. Algo de fruta, plátanos demasiado maduros. La
cerró y dejó todo como estaba, resistiendo la tentación de tirar
aquello que ya no servía. Llegó hasta la habitación y vio una
escena familiar pese al tiempo: la cama deshecha, la sábana arrugada
en la parte baja del colchón, a los pies; el pijama debajo de la
almohada. Lo recuperó durante un instante y las prendas frías le
devolvieron su olor algunos segundos.
Contuvo como pudo las lágrimas.
Enfiló el pasillo de nuevo en
dirección a la puerta, sin querer profanar más un vacío que no le
correspondía, pero no pudo resistir la tentación de llegar hasta el
salón. Sobre la mesa había unas cuartillas a medio escribir que
hojeó durante unos instantes. Reflexiones duras, letras que
supuraban fiebre escritas en las noches en las que la memoria era ya
una cicatriz que no dejaba de sangrar. Recuerdos deformados por el
dolor, nombres inventados, algunos retazos de la suya y de otras
historias de las que, en un gesto furioso y postrero, pareció
quererse desprender. Las dejó todas ahí, no se guardó ninguna. Un
sofá huérfano de cojines y un sillón que acunaba en uno de sus
brazos un libro a medio leer. Ahí estaba, desafiante, con el
marcapáginas asomando para trazar el punto en el que se quedó y ya
nunca retomará. El final prematuro a una historia que, quién sabe,
le estaba gustando o aburriendo, apasionando o aletargando en las
últimas noches. Y una pregunta brotaba de aquella frontera entre las
páginas, y llegó directa a su frente sin que nada pudiera
amortiguarla. ¿Debía dejar el marcapáginas ahí?
Dejarlo era subrayar todo lo que su
ausencia dejó inacabado. Una historia que ya no continuará pese a
tener un final, un libro que quizá nadie más lea para no mover ese
marcador que, sin saberlo, convirtió un punto y seguido en un punto
y final.
Retirarlo del libro sería borrar uno
de sus últimos rastros. Hacer correr el agua para que se lleve las
huellas sobre la arena, disipar de un manotazo el humo de la última
calada. Poner fin a algo que no debió terminar. No así, tan pronto.
Sostuvo el libro unos minutos en sus
manos antes de dejarlo de nuevo sobre el sillón, donde lo había
encontrado. Quitar el marcapáginas era un gesto de intimidad que no
le correspondía. No a ella, no en ese momento. Lo dejó donde estaba
pero lo empujó un poco hacia dentro, para que asomara apenas el filo
sobre las páginas que dividía, para que esa frontera no fuera tan
evidente y ese punto y final no resultara tan grosero. Caminó por el
pasillo hacia la salida y antes de abrir la puerta dejó las llaves
sobre la consola que había a la entrada, junto a un foto en la que
él sonreía. La sostuvo unos segundos en las manos y la miró
fijamente, y se le escapó una pequeña sonrisa también a ella.
Recogió los zapatos del suelo y sin ponérselos abrió la puerta y
salió al rellano, cerrando con cuidado tras de sí.
Cuando el ascensor llegó a la planta
baja aún iba descalza. Todavía lloraba.