viernes, 9 de diciembre de 2011

Café Caronte

Las promesas que duran toda la vida son aquellas que se hacen a media luz. Por eso, en aquel lugar, la iluminación nunca pasaba de tenue, y mucho menos cuando más allá del cristal el invierno escupía niebla sobre la ventana y reducía la ciudad a un espejo en el que sólo se reflejaban sombras. Las mesas, redondas, estaban desperdigadas por toda la estancia, y sobre ellas unas lámparas pequeñas con una tulipa oscura le daban al café toda la luz que éste tenía. En las mesas en las que había gente, la lámpara estaba encendida, y la bombilla aguardaba apagada en aquellas en las que las sillas, vacías, esperaban también los susurros de aquella noche de diciembre. El humo del tabaco flotaba por encima de las cabezas, y se apartaba para dejar paso a la voz de aquella mujer que, de pie junto al enorme piano de cola, se desgarraba la garganta con un doloroso bolero. El pelo, negro, largo, le caía sobre uno de sus hombros, y el flequillo le tapaba el hueco donde un día estuvo uno de sus tremendos ojos negros, un lugar en el que ahora sólo queda una horrenda cicatriz. Aun así, a pesar de que su rostro conserva aún el deje atormentado de quien ha vivido el horror y ha pagado por ello, era bella. Bellísima. Y de su garganta salía aquella voz afilada que cubría de acero todas las letras, y cortaba por la mitad las almas de todos aquellos que cada noche se sentaban a contemplarla entre susurros, y dejaban pasar su mirada de una sola pupila para balancearse en el aire y caminar descalzos por el filo de su voz. Cómo dolía. Con qué belleza dolía aquella voz. En el piano, un hombre viejo, demasiado viejo para todo, se afanaba en tocar las melodías que ella vomitaba sobre la atmósfera del local, a pesar de que en una de sus manos tan sólo quedaban dos dedos, el pulgar y una especie de garfio formado por los restos del dedo anular y el dedo corazón, unidos bajo una misma piel quemada, abrasada, tiempo atrás. A pesar de eso, tocaba con una ligereza que hacía pensar, cuando uno cerraba los ojos, que quien en realidad estaba deslizando sus dedos sobre las teclas era un ángel, a pesar de que la cara del músico advirtiera, a la legua, que quien acariciaba la sonrisa de marfil del piano era el mismísimo diablo. Hacia un lado y otro, por entre las mesas, deambulaban dos camareras rubias, bien ataviadas, que habían conocido tiempos mejores, pero que conservaban ese aire de dignidad de quien ha caminado mucho por el mundo y no se resigna a parecer acabada subida a unos tacones baratos y rojos sirviendo consumiciones en un bar fronterizo con el infierno. Con el pelo bien colocado, cardado casi, ocultaban sus feas cicatrices a los lados de la cabeza: a una le faltaba la oreja izquierda; a la otra, la derecha, arrancadas de cuajo ambas en un pasado no muy lejano. Caronte, un nombre muy apropiado para un lugar que estaba a medio camino entre la realidad y el otro mundo, a un paso de esa oscuridad de la que nadie vuelve y en la que uno puede cruzar los brazos detrás de la cabeza y dejarse llevar plácidamente por un río de aguas negras, hacia la malévola eternidad de las sombras, si guarda unas monedas con las que satisfacer el apetito del barquero. Monedas no faltaban en aquel café mal iluminado que hacía esquina con la muerte. Una de las camareras se acercó a la puerta de los baños con un vaso ancho en el que un líquido ambarino cubría tres grandes cubitos de hielo, y lo apoyó en la mesa que había junto al taburete que ocupaba un tipo vestido con camisa blanca y chaleco negro, encargado de custodiar la entrada a los servicios. Unas grandes gafas oscuras remataban un rostro cetrino, con arrugas alrededor de la boca. La camarera acercó su boca a la nariz del ciego y exhaló su aliento de años perdidos sobre la boca del invidente, que descubrió una sonrisa desdentada antes de atacar la copa recién servida. Las uñas, negras; el alma podrida.
De las siete mesas que tenía el local, había cuatro ocupadas, tres de ellas por personas que pasaban la noche solas entre tragos de alcohol ardiente y boleros disparados a quemarropa. Tras la barra, en esos momentos, no había nadie, pero cualquiera diría que el café estaba regentado por pequeñas figuras negras con grandes alas cubiertas de plumas que se movían tras ella, en la parte de abajo, porque a pesar de que no se veía forma alguna junto a las botellas el sonido de los vasos entrechocando no cesaba. Todos los clientes de aquella noche lo oían, acunados por la voz de Estigia, que desde el escenario seguía dejándose la laringe en aquellas melodías apagadas. Todos, menos la pareja que ocupaba una de las mesas del rincón. Allí sólo se oían los susurros. En aquel rincón del café parecía que había más luz que en el resto de la estancia, pero eran aquellos ojos, a caballo entre el verde del mar al atardecer y el azul del cielo, los que conferían a aquella mesa un color especial. El pelo, rubio pero apagado, le caía a los lados de la cabeza, y el flequillo, de derecha a izquierda, le tapaba la frente y le caía sobre los párpados. La boca, pequeña; los labios bien dibujados, una voz suave pero ardiente, un taladro para el alma. Los brazos, largos, delgados, el cuerpo pequeño; una niña hecha mujer. Así era ella. Él era un tipo normal, callado y dubitativo, taciturno. En ese momento habían dejado de susurrar y los dos se miraban desde lo más hondo, desde ese lugar en el que las entrañas se confunden con los sentimientos y salen todos vomitados y teñidos de un rojo sangre que no se borra siquiera con el abrazo del olvido. Los dos arrancaban de ahí sus miradas que decían todo, y se cogían las manos bajo la mesa: los dedos entrelazados, los de ella y los de él, moviéndose nerviosos. Y una promesa.
-Para siempre, -dijo él.
-Para siempre, -repitió ella.
Y sellaron el acuerdo juntando las frentes, cerrando los ojos, rozándose con la punta de la nariz. Y respirándose el uno al otro. Allí donde todo era humo y canciones a media luz, ellos se regalaban el aire y el silencio.
Nadie hubiera dicho que uno de los dos iba a morir mañana.

lunes, 5 de diciembre de 2011

Desamor

Cuando despertó, estaba tumbado boca arriba, desnudo, sobre la arena. Sobre su cuerpo caía un sol deslumbrante, cálido, ardoroso, pero su piel estaba empapada de un sudor helado que le hacía estremecerse. En mitad de aquel desierto inclemente, estaba temblando de frío. Intentó abrir los ojos, pero todo a su alrededor estaba negro. Todo era oscuridad. Se llevó las manos a la cara y trató de limpiarse los párpados, pero era inútil: sus cuencas estaban vacías. Las manos, mojadas también por el sudor, arrastraron hasta aquellos huecos por los que un día vio una multitud de pequeños granos de arena, que cayeron en sus cuencas. Ahora también le escocían. Tenía la boca seca, y en el esfuerzo por tratar de hacer remitir el picor que le martilleaba desde el lugar donde un día tuvo los ojos, intentó tragar saliva, y fueron cuchillas lo que le pasó por la garganta. El aire le arañó la laringe, y casi pudo notar, en la parte trasera del paladar, el dulce sabor de la sangre. Trató de levantarse, pero se sintió mareado y volvió a caer de espaldas, sobre la arena ardiendo. Si quería ir a alguna parte, empezar a buscar respuestas, debía replantearse las preguntas. Lo primero que debía hacer era averiguar dónde estaba. Mucho mejor, tenía que salir de allí. Se incorporó y se puso de rodillas, dejando que la arena le abrasara las tibias cuando posó sobre las pantorrillas el peso de su cuerpo. Involuntariamente, comenzó a sacudirse la tierra de encima con las manos. Primero, en el dorso de los brazos; luego en la parte baja de la espalda, después en los omóplatos, por lo menos en los sitios adonde llegaba con sus propias manos. Cuando quiso comprobar la parte delantera de su cuerpo se dio cuenta: algo faltaba. Y empezó a comprender. No era la primera vez que trataba de caminar junto a alguien y se dejaba el corazón en el intento. Con el temor con el que alguien acude al médico a recibir un diagnóstico fatal, se puso la mano derecha sobre el pecho, y comprobó que allí no latía nada. Se palpó con cuidado el resto de la cavidad torácica, no fuera a ser que el golpe sólo lo hubiera movido de sitio, pero no, no estaba. Había perdido el corazón. Tenía que empezar por ahí.
Y se puso manos a la obra. De rodillas, tal y como dio sus primeros pasos en el mundo, gateó en círculos deseando que, por una vez, no se hubiera marchado muy lejos. Era complicado, porque ahora que la mente empezaba a desperezarse, le había dado por escupir un montón de flashes, como fotografías que caen una encima de otra y se superponen, y en todas había un deje de dolor. Sus ojos, con ese color a mitad de camino entre el cielo del mediodía y el mar al amanecer. Una punzada de dolor. Su pelo, también a caballo entre el trigo del verano y el color de un fuego a medianoche. Otro pinchazo en el alma. Y sus manos. Y su cuerpo, delgado, pequeño. Y su piel. Notó cómo el estómago se le oprimía y quiso gritar, pero de su garganta, agrietada, ni siquiera salió un murmullo.
Ciego y mudo, siguió dando vueltas en círculo, tratando de no pensar en ella. Cuando estaba a punto de darse convencido, se percató de que no todos los sentidos le habían abandonado. Se quedó quieto, dejando caer el peso sobre sus pantorrillas de nuevo, erguido, con la esperanza de escuchar el latir de su corazón. Al principio, sólo le llegó el rumor de una brisa caliente. Luego, de repente, un ‘tac’. Y otro. Otros dos seguidos. Volvió a ponerse a gatas y se dirigió al lugar de donde provenían aquellos golpes, que bien podían ser el crujir de una madera seca. Cuando se sintió encima de ellos, próximo a su fuente, palpó la tierra a su alrededor con la esperanza de dar con él. Después de tres palmetazos en el suelo, tocó, con el canto de la mano derecha algo blando, poroso, una víscera caliente. La cogió con suavidad ahuecando las dos manos, y sintió su corazón latir en la punta de los dedos. El frío desapareció, y ahora era un calor ofuscante lo que ocupaba su lugar. Trató de quitarle la arena pasando con cuidado las manos por encima, como quien limpia una fruta que acaba de caer al suelo, y se acercó el corazón a la boca. Su corazón. Empezó a comérselo. Masticaba con cuidado cada bocado, y cada mordisco que daba le dolía. Tragó, y la garganta protestó, como siempre que se traga algo sin saliva. Otro bocado, y a masticar lentamente. Notaba cómo su corazón se le deshacía en la boca, y aun así masticaba con cuidado antes de tragar. Entre los dientes, rechinaba la tierra pegada a cada bocado que daba, y se le erizaba la piel.
Sordo y ciego, estaba de rodillas, en medio del desierto, bajo un sol abrasante, comiéndose su corazón.
De las cuencas vacías de sus ojos comenzaron a brotar oscuras lágrimas negras.