martes, 17 de mayo de 2011

San Valentín

Otro poco de color, por si llegan, Rhode, más momentos en blanco y negro

Treinta y siete años no son nada, pensó, mientras colocaba las velas sobre la mesa. Rodeadas con ternura por aquellos dedos arrugados, los delgados mástiles de cera temblaban tibiamente mientras encontraban el reposo en el pequeño candelabro de plata. Aquellas manos que antes sujetaban con debilidad las dos velas rojas, que esperaban ya la cercana calidez de la llama, se colocaron, con las palmas bien abiertas, delante de su rostro, como para recordarle que el paso del tiempo seguía allí, en algún rincón de esa gran casa demasiado vacía como para esconder su soledad. Aquellas manos habían soportado ochenta años mientras otras, más finas, más tiernas, hacía tiempo que habían dejado de temblar. Aquellas manos habían soportado treinta y siete años de caricias antes de volver a cerrarse temblorosas, cada noche, mientras dormitaba en aquel viejo sillón junto al fuego. Treinta y siete años no son nada, pensó de nuevo, mientras terminaba de poner la mesa.
En la pared, el calendario volvía a recordar un nuevo catorce de febrero, y él, fiel a su costumbre, volvía a preparar una mesa para dos en la que sólo cenaría uno. Caminaba con lentitud, arrastrando las zapatillas por el suelo, con aquellos ochenta años que tanto le pesaban en la sien, pero que no eran capaces de arrastrarle bajo tierra de una vez por todas. Mientras recogía las dos copas del fregador y las llevaba hacia la mesa, lamentó una vez más su buena salud, porque uno nunca debe tener la oportunidad de llorar a las que personas que más quiere; siempre debería suceder al contrario. Cuando ella murió, a él no le quedó nada, y parecía que dios se burlaba de él por hacerle más sabio cuanto más viejo, más sano cada vez, más cuerdo. Apartó ese pensamiento de la cabeza mientras una de sus manos, con la copa bien aferrada, dibujaba en el aire una cruz, temeroso de dios como había sido siempre. No fuera que desde el cielo le fueran a castigar con más salud, volviéndole inmortal y dejándole para siempre con sus recuerdos. Dejó las copas sobre la mesa, cada una junto a su plato, y abrió con ayuda de las tijeras el cartón de vino. Sirvió en ambas.
Volvía hacia la cocina a calentar la sopa cuando reparó en la imagen de ella en el mueble del pasillo. Allí estaban sus ojos, esos pequeños ojos tristes que le miraban a través de una fotografía en blanco y negro enmarcada con prisas en un pequeño portafotos marrón. Era una de las pocas fotografías que tenía de ella, y lamentaba no disponer de alguna más actual, o de un puñado más en las que pudiera contemplar al menos su sonrisa. Eran demasiado pobres para tantas fotografías como él hubiera deseado, porque eran tan ricos que lo único que tenían era el uno al otro. Ahora que las cámaras están casi regaladas, él no tenía nadie a quien hacerle fotos.
Evitó detenerse y llegó hasta la cocina. La sopa ya hervía. El líquido amarillo sobre el que bailaban unos pocos fideos hacía pequeñas burbujas en aquel viejo cazo, así que agarró uno de los trapos de cocina antes de asir el mango del mismo y apartarlo del fuego. Esperó un par de minutos a que se enfriara un poco antes de verterla en un plato hondo que agarró con las dos manos, rumbo de nuevo a la mesa. Cuando atravesó el pasillo hizo todo lo que pudo para no mirar de nuevo la foto, pero su cerebro, más vivo, le traicionó, y no pudo evitar echar un vistazo justo cuando pasó a su altura. Fugaz, sí, tanto como para no perder de vista la sopa que bailaba en el plato al mismo ritmo al que se arrastraban sus pies; pero suficiente para que esa imagen le acompañara a la mesa.
Antes de sentarse, y una vez que hubo dejado el plato junto a la servilleta, encendió la radio. Tenía una pequeña televisión en el cuarto de estar, pero nunca la ponía. Prefería imaginar todo lo que oía porque así, haciendo trabajar a la mente, se sentía menos solo. Cuando se sentó para cenar se dio cuenta que se le había olvidado el mechero para encender las velas, pero ya no sabía si ese descuido era cierto o era sólo un juego que repetía una y otra vez durante los últimos años. A ella le gustaba cenar con velas en San Valentín, y como no había podido darle un hijo, que era lo que ella más deseaba, procuraba satisfacer en la medida de lo posible todos sus pequeños anhelos. Siempre compraba la víspera del catorce de febrero un par de velas rojas que ella encendía justo cuando se sentaban a cenar, y veían juntos, sin hablar, cómo se consumían. El año en que ella murió fue el último que compró las velas, y desde entonces no las había vuelto a encender. Aquellos dos arañazos rojos que rompían en lo alto del candelabro eran los que compró el primer año que no pudieron cenar juntos. Durante los últimos trece años, las había colocado en su sitio, como siempre. Allí volverían a estar al año siguiente.
Empezó a sorber la sopa con paciencia, para no quemarse, mientras de fondo la radio escupía un viejo bolero. La letra le llegaba tenue mientras él se esforzaba por arrancar los pocos fideos de la cuchara. A pesar de que la música era apenas un susurro, un arrullo melancólico, empezó a llorar. Las lágrimas le resbalaban por las ajadas mejillas y describían una curva perfecta para llegar a la comisura de sus labios, agrietados por el tiempo. Él sorbía las lágrimas al mismo tiempo que sorbía la sopa.
Y allí, bebiéndose su llanto un año más, repitió para sus adentros que treinta y siete años no son nada. Un suspiro. Los treinta y siete años que había pasado junto a ella no eran nada comparados con los trece que llevaba cenando lágrimas a solas, ni con los ochenta que componían ya una vida que no quería. Una vida que tenía que acabarse pronto, por favor. Porque treinta y siete años no son nada cuando lo que espera es una eternidad…

lunes, 9 de mayo de 2011

Feria medieval

En las noches de primavera, la ciudad entera olía a mimosa. Nadie sabía por qué, ni de dónde surgía ese olor que parecía quedar oculto durante el día, pero que al caer la oscuridad barría las calles de punta a punta, y convertía aquella pequeña urbe en un lugar apacible en el que perderse. Aun así, las calles estaban desiertas. No quedaba nadie en la plaza y sólo el sonido de la brisa, testigo de la tormenta que había sacudido las esquinas durante el día anterior, desafiaba la tranquilidad en la que dormía abrazada la luna. La feria había llegado. Y también la feria, en calma, olía aquella noche a mimosa.
Acababan de llegar a la ciudad, y apenas habían tenido tiempo de montar aún los tenderetes. Cada uno había cogido el sitio que se le había asignado, y algunos de ellos habían conseguido levantar ya una parte de los puestos, pero nada más. Todos se habían ido a descansar temprano, porque el día siguiente empezaría muy pronto, casi recién salido el sol, para darle los últimos retoques al entorno, con el fin de que todo estuviera listo para que la plaza, y todos los rincones por los que se extendía el mercado medieval, retrocediera en el tiempo y situara a los ciudadanos en algún lugar, en ese mismo punto del mapa, pero algunos siglos más atrás.
Este año, la feria medieval era enorme. Era la tercera vez que exponían en esa ciudad, pero en esta ocasión casi duplicaban el número de puestos que la edición anterior. Así, habían triplicado el espacio disponible. Normalmente concentraban la feria en la plaza mayor del pueblo, ocupando de paso una parte de las calles adyacentes, convirtiendo el centro de las ciudades en un núcleo medieval. Este año, los puestos empezaban en una pequeña plaza que había junto a la plaza mayor, al otro lado del ayuntamiento, y también habría tenderetes en la plaza de la catedral. La feria ocuparía en total tres zonas diferentes, y en todas ellas había ya algunos puestos a medio levantar. Los camiones y furgonetas ocupaban la parte final de la feria, y se repartían como podían alrededor de la catedral, algunos subidos en las aceras, otros obstruyendo por completo una calle peatonal; los más, aparcados malamente sobre la tierra amarilla que rodeaba el imponente edificio de piedra. Junto a uno de los camiones, el puesto de cetrería, el único montado por completo, con los halcones durmiendo dentro, con la cabeza tapada, debajo de las lonas. Sólo el sonido del aire al agitar las banderas, colgadas ya de las cuerdas que cruzaban las calles de balcón a balcón, rompía el silencio y la tranquilidad de la noche.

Pero no todo el mundo dormía.

En el otro extremo de la feria, en una de las calles adyacentes a la gran plaza porticada en la que aguardaba el grueso de los tenderetes, comenzaron a oírse los pasos apresurados de una persona que corría. El ruido de sus zapatos golpeaba nerviosamente las piedras, y las paredes de la plaza devolvían el eco de los pasos con la misma agitación con la que éstos le llegaban. Por una de las callejuelas apareció un hombre vestido con una túnica vieja, parte del vestuario que tenían todos los que participaban en la feria, y unas sandalias de cuero. Tenía el pelo blanco, mal repartido por las sienes, y una enorme calva en la parte de arriba de la cabeza. La gran barba, también blanca, contrastaba con el marrón de la túnica en el pecho. Corría con la prenda arremangada de mala manera, y las dos manos casi apoyadas sobre los muslos le daban a sus movimientos un deje cómico, de no ser…

… de no ser porque aquellos eran sus últimos pasos.

Se paró en seco nada más entrar en la plaza. Miró alrededor, jadeando, y reconoció una sombra en una de las paredes, a su izquierda, por encima de los pórticos. La sombra se fue haciendo cada vez más y más grande, mientras abría una gran boca negra de la que parecía escapar un grito sordo. El hombre se tapó las orejas con las dos manos, y pronto notó cómo el resto de sombras iba ocupando la plaza. A izquierda y derecha, sombras y más sombras. Ya estaban aquí.
Echó a correr mientras la plaza se llenaba de sonidos que sólo escuchaba él, que retumbaban en su cabeza pero no acertaban a romper el silencio sepulcral de aquella noche de primavera. Volvió a remangarse la túnica y cruzó la plaza de punta a punta con la esperanza de llegar a tiempo a los camiones para dar la voz de alarma, para avisar al resto de los feriantes. Siempre le habían considerado un loco, pero ahora, cuando todo empezaba a hacerse realidad, tendrían que escucharle, aunque fuera lo último que hiciera. Abandonó la plaza por uno de sus extremos, y las sombras se fueron detrás de él.

Cruzó todo lo rápido que pudo la pequeña calle peatonal antes de llegar al entorno de la catedral. Tropezó al subir los tres escalones y cayó de bruces sobre la arena amarilla. Las sombras se detuvieron detrás de él, encaramadas a los balcones y a las casas que le rodeaban. Ya no gritaban. Ahora estaban en silencio, expectantes, esperando para ver qué iba a ocurrir. El hombre se levantó como pudo y notó un dolor agudo en la rodilla, mientras la sangre manchaba la parte interior de la túnica y se derramaba, con su calidez, por la pantorrilla. Consiguió cruzar la mitad de aquella pequeña plaza cuadrada, hasta llegar al templete herrumbroso que marcaba el centro de aquel espacio. De repente, algo le paralizó por completo.
En el centro de la estructura metálica, como esperando para empezar a actuar, había una figura enmarcada en una túnica blanca, con la capucha puesta. No se le veía la cara. De haber llevado la capucha quitada, lo último que aquel viejo hubiera visto en esta vida hubiera sido un cráneo pelado y arrugado, y dos agujeros negros en las cuencas donde antes había ojos, una lengua gris y una boca pestilente. En lugar de eso, dos llamas rojas ardían, muy vivas, dentro de aquella capucha. El anciano, al ver que la figura avanzaba hacia él, se puso de rodillas y empezó a suplicar.

La figura avanzaba lentamente, cubriendo con paciencia la distancia que le separaba del viejo. En aquel trayecto, el hombre pudo distinguir el escudo de armas que portaban algunos de los caballeros que participaban en el teatro que sazonaba la feria cada tarde, grabado en uno de los lados de la túnica, junto al hombro. Lo reconoció justo en el momento en el que la figura se echaba sobre él. El anciano, de rodillas, vio el destello de una hoja afilada asomar por debajo de una de las amplias mangas de la túnica blanca, antes de que la figura, con una mano enguantada en una tela negra, le hundiera la cuchilla en la garganta.
Y desapareció. El anciano cayó hacia atrás tosiendo con dificultad mientras la tráquea y la boca se le llenaban de sangre. Notó el sabor de aquel líquido rojo, viscoso, que empezaba a ahogarle mientras se arañaba con las largas y sucias uñas la herida que acababa de abrirse en su cuello, buscando un resquicio por el que respirar. No lo encontró. Murió ahogado en su propia sangre, seca ya sobre la tierra amarilla cuando le encontraron, a la mañana siguiente.

Aquel día, por primera vez desde que había comenzado la primavera, la ciudad se despertó aún con aquel dulce olor a mimosa.

viernes, 6 de mayo de 2011

El deber de soportarme...

Odio los días en los que el mundo está de fiesta mientras yo guardo en silencio el sereno luto por tu ausencia. Odio cómo resuenan a mi alrededor la música de los tambores, los ecos lejanos de la verbena mientras yo espero a que llueva, porque creo que en algunas de esas gotas está perdida tu saliva, y no quiero que vuelva a caer al suelo sin tocarme. Y la gente salta, y ríe, y baila; y yo en secreto no puedo sino detestarlos por estar viviendo un pedazo de la vida que yo quiero para mí. Que yo quiero para los dos. Y tengo que medir cada uno de mis actos, cada una de mis palabras, para que esta ira que cultivo en silencio, en el huequito que me deja tu falta, no estalle en la cara de los demás.
Odio los días en los que el mundo está de fiesta mientras yo guardo en silencio el sereno luto por tu ausencia. Porque es más fácil soportar este vacío cuando la noche viene oscura y gris, cuando hay nubes en el cielo y cuando no está la luna para iluminar los rincones en los que no te encuentro. Entonces, sólo entonces, es más fácil soportar la espera junto a la ventana, buscando que el cristal me devuelva tu reflejo para poder abrazarme a él, y tratar de aspirar donde no estás los olores que me dejaste. No es sencillo levantarse cada día con una cama vacía, con una vida sin amueblar.
Odio los días en los que el mundo está de fiesta mientras yo guardo, a gritos, la agonía del luto por tu ausencia. No me sienta bien mi piel estos días en los que no estás conmigo. No estoy cómodo dentro de mi cuerpo, ni estoy a gusto enhebrando en mi cabeza la aguja que tengo clavada con los hilos arrancados de tus recuerdos. La noche duele, como los días, y ya no me quedan heridas por las que sangrar.
Odio los días en los que el mundo está de fiesta mientras yo grito por tu ausencia. Pero la música que me rodea apaga el sonido de mi voz. Nadie gira la cabeza para mirar, nadie se asusta por los alaridos que oyen, de fondo, en algún lugar. Así que las lágrimas que derramo son sólo para mí, y se mezclan con el vino que bebo en las copas que conservo, aún manchadas, con el rojo de tus labios.
Odio los días en los que el mundo está de fiesta y yo grito porque no estás. La garganta, en carne viva, ya ha dejado de dolerme. Tampoco me duelen ya las cicatrices. Poco a poco, me digo, tengo que ir saliendo adelante. Pero no lo consigo.
Odio los días en los que no estás, porque eso hace cada vez más difícil la terrible tarea de soportarme…