Siempre que se marchaba de casa se
sentía un viejo a la deriva en un mundo que corría demasiado
deprisa. Cuando se encerraba en el caserón le parecía estar a
salvo, en su tiempo, pero ganar la calle significaba dejar atrás las
paredes silenciosas y el frío de los pasillos anchos y despejados
para enfrentarse a un universo de ruidos que siempre quiso dejar
atrás. Significaba cambiar la soledad por los rostros y los nombres
de seres cercanos, conocidos pero que sentía extraños, con los que
volver a intercambiar las palabras de siempre. Que le preguntaran qué
tal estaba, si necesitaba algo, si no se sentía tan solo en aquella
casa tan grande que a él se le había hecho tan pequeña. En
ocasiones, como cuando el calendario anunciaba la llegada de los
primeros días de febrero, salir a la calle también significaba
atravesar el pueblo con la bicicleta y llegar al pequeño cementerio
para conversar con ella. Para decirle que este año volvería a
colocar las velas para cenar, aquellas que compró para aquel San
Valentín que iban a pasar juntos antes de que la muerte soplar y la
apagase para siempre sin dar opción a que la llama llegase a prender
la cera. Sí, aquel era un mundo que corría demasiado deprisa desde
que ella no estaba.
Se ajustó el pañuelo al cuello para
protegerse del aire que levantaba las faldas de aquellos postreros
días de enero y salió a la calle. Cerró la puerta vieja con la
enorme llave y empujó tres veces para comprobar que había quedado
cerrada. Una, dos y tres. Envolvió la llave en un pañuelo blanco y
se la metió en el bolsillo del pantalón, cogió la bicicleta y con
ella agarrada por el manillar, sin llegar a subirse del todo, caminó
en dirección al cementerio. Se miró en dos o tres escaparates y
pensó en algún instante que era un abuelo empujando el carro del
nieto, pero la mente pronto le decía que era un viejo tirando de sus
recuerdos hacia la nada. Sabía que no se montaría en la bicicleta
ni al ir ni al volver, y que recorrería primero la cuesta abajo y
después la cuesta arriba tirando de ella con parsimonia. Llevarla
era una excusa para tener las manos ocupadas, para no llevárselas a
los bolsillos y empezar a acariciar las monedas que siempre guardaba
y que hacían las veces de un sonajero desordenado a cada paso que
daba. Se cruzó con algunos vecinos. Luisa le preguntó qué tal
estaba y él volvió a mentir para decirle que bien, un estado que
desde hace un tiempo despreciaba. Antonio se secaba el sudor en la
puerta de su taller, con la cara negra y las manos llenas de aceite
cuando le preguntó si necesitaba algo o si quería que su hijo, que
ordenaba las llaves y herramientas en el fondo de la nave, le llevara
a alguna parte. “Hay nubes de lluvia, Luis, te vas a mojar por
ahí”, pero él le dijo que no se molestase, que iba cerca. Amparo
sacudía el polvo de unos trapos cuando le vio venir y le preguntó
si con el invierno no se sentía solo en aquella casa tan grande.
“Allí hace frío todo el año”, respondió, y siguió empujando
su bicicleta.
Cuando las últimas casas del pueblo se
quedaron atrás y enfiló el paseo de cipreses que daba la bienvenida
al camposanto aminoró el paso. Estaba cansado, llevaba más de
veinte minutos andando y en aquellos metros finales siempre
arrastraba los pies, envueltos en aquellas zapatillas azules con la
desgastada suela de plástico que siempre llevaba cuando salía a la
calle. En medio de dos filas de árboles que se erguían majestuosos
hacia el cielo gris, él formaba una procesión lenta y dolorosa en
la que cada paso costaba, en la que la respiración se iba acelerando
y en la que el viejo gruñido de la bicicleta se iba apagando a
medida que el camino llegaba a su fin y los pasos se acortaban. Llegó
a la puerta y dejó la bicicleta apoyada sobre la pared. Subió los
dos pequeños escalones y entró en el cementerio. Atravesó el lugar
donde estaban las tumbas y dejó a la izquierda los pequeños
mausoleos decorados con escudos heráldicos e inscripciones pomposas,
giró a la derecha y enfiló un pasillo de baldosas flanqueado por
árboles antes de llegar a la zona en la que se levantaban, como una
biblioteca compuesta por estanterías de ausencias, las paredes en
las que se incrustaban los nichos. Apenas se cruzó con tres o cuatro
personas y notó cómo empezaban a caer las primeras gotas de una
lluvia que amenazaba con convertirse en una tormenta, pero se animó
llevado por ese enero sin frío que había regalado el nuevo año.
Aun así, debía darse prisa.
Tuvo que atravesar muchas paredes hasta
llegar al lugar donde ella reposaba. A medida que se acercaba recordó
la razón por la cual sus restos habían ido a parar a la que
entonces era la última pared construida. No fue fácil. Cosme, el de
la aseguradora, le había dicho que pondrían los restos de Laura en
la parte alta de la pared, en uno de los nichos superiores, para que
pudiera verla sin problemas. Allí mismo, en el pequeño despacho de
Cosme, se había puesto a temblar. “Eso no puede ser”, acertó a
decir a medida que la voz se convertía en un hilo y luego en un
sonido agudo que costaba articular. “Tenía vértigo Cosme, le
daban miedo las alturas”. Cosme intentó explicarle que por las
reservas que tenían aquél era el lugar donde mejor iba a estar,
pero la cara de Luis empezó a perder el color y se puso nervioso. El
temblor era ya evidente. Incluso lloraba. “Tenía vértigo,
Cosme... las alturas...”. Éste, en un último intento, le explicó
que la alternativa eran los últimos columbarios construidos en el
cementerio, junto a una de las paredes del fondo, donde estaría
sola. “Le daba miedo”, repitió Luis en una cantinela de lágrimas
que ya nada podía detener. Cuando Cosme recuerda la historia jura y
perjura ante quien le escucha que le pareció estar ante la súplica
de un niño. Hasta allí, hasta las ausencias del final del
camposanto llegó Luis cuando el cielo empezaba a violentarse y la
fina lluvia subía de tono.
Desde la última visita hasta ahora,
Laura había reunido a su alrededor algunos rostros en sepia que
llenaban el entorno de flores. La muerte no se detiene, pensó, pero
a mí no me alcanza. No había ni una sola junto a su imagen. Luis
juzgó que no era propio regalarle ahora las rosas que no le llevó
en vida. Como había conseguido que la colocaran en la parte baja del
columbario, se agachó despacio, apoyó la mano izquierda en el suelo
y sobre ella se dejó caer hasta sentarse por completo, con los
talones juntos y las piernas formando un rombo que tenía como
vértices las maltrechas rodillas. Parecía un escolar ante una
fogata en lugar de un anciano ante el recuerdo de su esposa, a unos
días de San Valentín. Intentó hablar, trató de pasar los dedos
arrugados sobre su imagen mientras le pronunciaba unas palabras, pero
no supo qué decir. Sintió que las fuerzas le abandonaban por
completo, se puso las manos ante el rostro y agachó la cabeza para
hundir la cara entre sus palmas, y notó que empezaba a llorar.
Primero fue un gimoteo leve que le cortaba la respiración, pero
pronto se convirtió en un llanto desconsolado que ni la lluvia, que
caía ahora con fuerza, lograba frenar. La espalda se le arqueaba con
cada convulsión, abrió la boca y levantó la vista hasta clavarla
en la imagen que presidía la tumba, estiró los labios todo lo que
pudo y formó una 'o' monstruosa de la que, en cambio, no brotaba
sonido alguno. Se había apagado definitivamente. No sabía qué
decir. Le envolvió el pánico y no pudo contener el llanto, cerró
los puños y se clavó las uñas en la palma de la mano. Y no paraba
de llorar. Así lo descubrió una pareja desorientada que con el
primer trueno corría para guarecerse en el coche, y que le cogieron
por debajo de los hombros con ayuda del ordenanza para sacarlo del
camposanto. Le subieron en el coche y se lo llevaron. Al salir del
cementerio pareció calmarse y en el asiento del automóvil, empapada
la ropa y el pelo, pareció adormecerse poco a poco primero, luego por completo.
En la puerta del cementerio quedó,
apoyada contra la pared, su bicicleta oxidada.
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