Hay noches en que la costa se deja envolver por el vestido
de luz que le ofrece la luna y recupera un poco de su antiguo esplendor, y por
unos momentos ofrece a los visitantes la fotografía irreal de un lugar que
estuviera a punto de florecer, de abrir las piedras de sus calles para hacer
espacio a los nuevos anhelos de aquellos que, incautos, se dejan embaucar por
esas pequeñas primaveras que desafían a la verdadera rutina de una ciudad que
vive cada anochecer como un invierno. Porque la realidad es que la mayoría de
las veces el duelo por un nuevo día perdido viste con un velo de nubes el luto
del acantilado, y esas noches en las que la luz no llega desde arriba los
gritos de los hombres van a morir al faro. La partitura no cambia, pero la
melodía nunca suena igual: en la enorme bola dorada se encuentran el sonido del
mar embravecido chocando con furia contra una costa yerma, el quejido de las
viejas maderas que soportan el andamiaje débil del embarcadero y el suave mecer
de los pequeños barcos que todavía fondean en sus aguas, el deje dulzón en el
paladar de los restos de la pesca vendida por la mañana calentados durante el día
por el sol que no da tregua, el olor a salitre y cerveza barata que derraman
los infelices en la pequeña cantina del puerto. Esas noches en que no hay luna,
en las que la ciudad vive uno de sus innumerables inviernos, la costa eleva al
cielo una canción recurrente, distinta pero conocida: la balada del puerto
viejo.
La cantina es un espacio pequeño y mal iluminado en el que
todo da la sensación de haberse ido hace tiempo. Quedan seis mesas que cojean y
en las que hay talladas a navaja multitudes de iniciales, cada cicatriz en la
madera cubriendo el rastro de una herida vieja. Hay sillas que crujen incluso
cuando nadie se sienta en ellas y dos apartados junto a la pequeña ventana con
sendos bancos cubiertos de una tela azul que ha conocido mejores días, y que en
lugar de iniciales enseñan aros de dolor producidos en su mayoría por el beso
ardiente de una colilla mal apagada o de un cigarro olvidado. Sobre cada uno de
esos apartados pende una bombilla desnuda cuya luz titila de vez en cuando y
ofrece entre vaso y vaso un pequeño momento para la intimidad. La barra huele a
salitre y está consumida por la sal del puerto, por ese verano de puertas
abiertas al que obliga el sol durante el día y de cerrojo y persiana echada al
que empuja la soledad por las noches, para que no se escapen los lamentos que
pueblan la pequeña taberna. Tras la barra hay una fornida mujer a la que todos
llaman ‘La Vela ’,
por las veces que les ha sacado del puerto como llevados por el aire, y acodado
en un rincón hay un viejo marinero al que nadie ve llegar y que nunca se ha
marchado, un hombre varado en el alcohol que recita de memoria una milonga de
desamor por el módico precio de abastecerle el tiempo que dura el relato,
exactamente tres cervezas y media.
Lo sé porque yo llegué a ese puerto en una noche vestida con
la luna y empecé a desear marcharme en el invierno que pronto llegó, que fue la
noche siguiente. Y escuché al viejo marinero ahogarse un poco más en las cuatro
cervezas que pagué de mi bolsillo, dejándole la media que sobraba para tratar
de enjugar su pena.
Era morena como el primer horizonte de un amanecer y sonreía
como le debiera a uno sonreír la vida, a pesar de que su boca tenía un filo
imposible de salvar. Menuda, con el pelo negro cayendo sobre los hombros, era
un metro sesenta de fuego ardiendo de improviso. De día caminaba decidida sobre
unas sandalias bajas a cuyo paso se rendían todas las maderas del puerto, y se
apoyaba en la baranda corroída para ver a los barcos marchar, despidiendo a los
marineros con grandes movimientos de mano. De noche llevaba siempre un vestido
blanco de tirantes y se subía en unos tacones altos que elevaban el cielo unos
centímetros, y bailaba. Llegaba a la cantina y se dejaba embriagar por la vieja
máquina de música que aún hoy la recuerda, callada, detrás del relato del
viejo, que ya está apurando su primera cerveza. Movía la cintura cuando la
gramola escupía rumba y el sudor le perlaba el cuerpo y le caía por las curvas
del cuello hasta el pecho, brotaba de su nuca y recorría toda su espalda. Si la
noche regalaba una sevillana se plantaba con una pierna recta y la otra
extendida y detenía el tiempo con el voltear de la muñeca que subía, desde el
refugio de su cintura hasta la cabeza, trazando un círculo en el aire en el que
atrapaba los sueños de todo el local. Era rock cuando tocaba, y brazos en alto
y ojos cerrados coronando un cuerpo cimbreante en medio del acorde caluroso de
la música de jazz. El marinero detiene entonces su relato y mira hacia el
espacio libre que hay entre las mesas, y en sus ojos se refleja la música de
aquellas noches pasadas, y deja pasar unos instantes como si todavía pudiera
verla bailar. Después de esa pausa rodea con las manos la cerveza recién
puesta, bien fría, y aguarda unos momentos antes de llevarse el cuello castaño
de la botella a la boca y tragar largo, sonoramente, dejando que el latigazo
del alcohol desatasque las palabras que el nudo de la memoria ha arrinconado en
el esófago. Se limpia los labios con la manga y prosigue.
Y recuerda la noche en que bailó para él. El cielo limpio de
estrellas y una luna brillante ponían el telón de una velada en la que se
sucedieron las canciones más allá de la cantina, en el paseo que lleva al espigón.
A ratos, la música la ponía el mar rompiendo contra las rocas y a ratos el
viejo asegura que cantaba, que se dejó llevar por aquellas piernas que aparecían
y desaparecían en medio del vuelo de su falda y se agarró al vuelo de aquella
cintura. Que durante un largo rato detuvo la noche para que la oscuridad no se
marchara y poder enmarcar en su recuerdo aquel vestido blanco antes de
desprenderlo de los hombros de ella y unirse a la danza de sus lunares,
repartidos por toda su espalda como puntos señalados en un mapa que el viajero,
sin nave, se dedicó horas a surcar. Que la luna calló un instante para dejar
hablar a sus ojos negros y que fueron las arrugas de su rostro al sonreír los
peldaños de una escalera por la que llegó más alto que nunca, más lejos de lo
que viajaría en toda la vida.
También trae al presente el viejo, ya con la tercera
cerveza, que el esfuerzo fue en vano y que la noche pasó, que el amanecer dolió
de veras. Que el sol asomó por el hueco de las persianas y dibujó en la piel de
ella un mapa distinto al de la noche, una ruta de huída. Que se vistió en
silencio y se quedó un rato sentado junto a la cama viéndola dormir, tratando
de guardarse el sonido de su respiración, el ruido del roce de su piel con las
sábanas, todo cuanto pudiera servir para componer una melodía que sirviera para
mantener viva aquella fotografía que ofrecía la salida del sol, el fuego que
era siempre convertido en cálidas brasas; el baile transformado en una danza
tranquila y mínima, la de su pecho subiendo y bajando para acompañar su
respirar. A la botella que abraza ahora le quedan tres dedos aún, pero ‘La Vela ’ va destapando otra
cerveza porque ya sabe por dónde viene el viento y se despliega para indicar
hacia dónde hay que remar. El viejo la ve llegar con la vista puesta en la
barra, y acaricia con la mano encallecida su superficie irregular, llevándose
clavada alguna astilla. Es el precio que paga por malvender esos recuerdos por
tres tragos de cerveza a aquel que los quiere escuchar.
Inicia con un trago impetuoso la cuarta cerveza del pago que
la memoria ofrece a cerbero y la deja de un golpe encima de la barra, y agacha
la cabeza decidido a no hablar más. Por unos instantes dudo si animarle a
seguir el relato, pero entiendo que no queda mucho que contar, más allá del último
vistazo antes de levantarse y marcharse, del vistazo furtivo a su piel desde la
rendija de la puerta antes de cerrar. Aun así, me decido a interrumpir su
silencio con cuatro palabras puntiagudas.
¿Qué pasó con ella?, le lanzo al viejo sabiendo que el
interrogante es casi un ataque.
Que vino el invierno, me responde, y se bebe hasta la mitad
la última de las cervezas, dando nuestro acuerdo por concluido.
Y aquí interviene ‘La Vela ’, que explica. Sonó la balada del puerto
viejo, y a la chica se la llevó el mar.
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