Hemos roto muchas fotografías hasta llegar a la imagen en la
que ahora mismo estamos. Los dos de rodillas sobre la cama, uno frente al otro,
a un metro de distancia, las manos atrapadas entre las piernas. Envueltos en
ese jadeo que no termina de apagarse después de un polvo triste, gris, amargo;
con esa cadencia pegajosa del baile pesado ante un bolero que no concluye en
medio de una pista en la que no hay nadie mirando ya alrededor. Quizá hayamos
sido sólo eso, una canción demasiado larga que no hemos sabido rematar. Quizá
nuestra historia haya sido un concierto en el que hemos agotado todo nuestro
repertorio, y a partir de ahí hemos seguido tocando bises, asumiendo que el
aburrimiento y la monotonía eran un peaje justo con tal de no bajarnos nunca
del escenario. Pero nos hemos cansado de tocar. De tocar y de tocarnos, porque
a pesar de que con la luz de la tarde que se cuela por la ventana tu rostro, a
unos palmos de mí, se me hace de una belleza casi insoportable, mis manos no
encuentran rincones sin explorar en la piel ya aprendida de tu cuerpo. Nos ha
abandonado la furia con la que nos mordíamos nada más apagar la luz como si
fueran los dientes la única forma de abrirnos camino a través de la carne del
otro para guarecernos al calor de sus entrañas, y allí dormir por fin seguros,
lejos de la rutina y de la intemperie. No existe el latido alocado como dos
partituras distintas para percusión que se acababa acompasando en mitad de la
novela, cuando habíamos ensamblado ya tu cuerpo con el mío, las partes de ti
con lo que yo era en aquel entonces. Tu boca y mi boca, tu cuello y el mío, tu
vientre temblando debajo de mi vientre.
De todo aquello apenas queda nada. El tiempo nos ha mecido
como a una barca en un mar en calma y ahora nos resta un deje de amor
soñoliento, con más familiaridad que electricidad y sin más preguntas por
resolver que una, inevitable, que hemos esquivado todo este tiempo: ¿hasta cuándo?
Hoy ha sido el último bis que (nos) tocamos de memoria, hoy ha sido la última
vez que nos arrancamos la tarde del cuerpo. Los dos lo sabemos, y las heridas
que sobrevengan de la batalla serán a causa del fuego amigo, pensamos, tratando
de ignorar que el fuego es fuego y a piel es piel, y que la carne se abrasa de
igual forma sin importar quién haya detrás del mortero. Eres la chica más
hermosa que he visto en toda mi vida. Recuerdo que lo pensé la noche en la que
te descubrí, porque los tesoros no se conocen ni se encuentran, siempre se
descubren, en ese bar de billares y cerveza que escupía música de rock por los
altavoces, y en el que huimos de los gritos del grupo para ganar un rincón en
el que la oscuridad nos permitiera conocernos. Allí pronuncié tu nombre por
primera vez y brindé todas y cada una de las veces por no olvidarlo jamás, ya
ves, y todas las cervezas que bebimos van a significar las noches que me quedan
para desnombrarte. Salimos a la calle después de dos horas y entre la neblina
del alcohol y bajo la luz naranja de las farolas te lo dije, que eras la chica
más bonita que había conocido nunca. Cuando amaneció te querías marchar y yo no
te quise dejar ir, y supiste que no mentía.
Te has endurecido. Yo también. Por eso sabemos que esto ya
no puede durar, pero quedan aún algunas cosas por hacer. Por eso avanzo un poco
y me pongo frente a ti, levanto la mano derecha y llevo los dedos a tus labios,
y tú haces fuerza por matenerlos pegados. Te separo el labio inferior y con el índice
toco tus dientes, para después abrirme paso y poner las puntas de los dedos en
tu lengua, caliente primero, áspera después. Sigo adelante y noto cómo empiezas
a temblar, y tus hombros se sacuden debajo de tu pelo negro, pero no me
detengo, y rozo con la punta de los dedos tu garganta. Continúo hacia abajo e
introduzco mi mano dentro de ti, y tus temblores empiezan a remitir, pero te
queda una agitación nerviosa que te dispara el corazón, lo puedo notar desde
aquí, desde dentro. Retumba como un sonido lanzado una y otra vez contra las
paredes de una cueva, pero no me puedo detener, y mi piel roza ya tu interior
caliente y muevo la mano a un lado y al otro, para no dejarme un rincón sin
explorar. Y lo encuentro: pesado, frío, oculto ahí dentro. Lo agarro sin
vacilación y retiro la mano lentamente, dejando que la vibración que transmite
tu corazón me arañe una vez más. Saco el brazo sin rozar tu garganta y vuelves
a estar ante mí, sudorosa, agitada, con el pecho que sube y baja y los hombros
mecidos por una suave agitación. Los labios pegados. La boca cerrada.
Avanzas. Colocas tus manos en mi vientre y las mueves de un
lado al otro, acariciando la piel antes de romperla. Me clavas las uñas y entre
tus dedos empieza a resbalar la sangre, y me miras, un segundo de vacilación
antes de seguir adelante y meter las manos enteras, hasta las muñecas, en el
fondo de mis entrañas. Noto un líquido amargo que trepa garganta arriba y hago
lo que puedo para contener el vómito mientras tú remueves y buscas, descolocas
y agitas, y por un momento creo que mi corazón se va a parar. La vista se me
pone en blanco y estoy a punto del desmayo cuando noto que tus manos se
retiran, que salen por los agujeros que han hecho en mi piel y abandonan m interior
dejando un rastro de alivio. El corazón empieza a latir más despacio y la
respiración se acompasa, y en unos segundos todo ha vuelto a la normalidad.
Y la tarde se hace noche y tú y yo nos miramos. Yo
sostengo en mi mano la piedra pesada de tus silencios, y tú acunas en las tuyas
la tela negra que durante tanto tiempo envolvía mi espíritu y le daba color. Y
después de un largo concierto salpicado de bises, la música deja de sonar.
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