Quedaban por
las aceras aquellos que no habían encontrado un refugio y aquellos que no
habían perdido el tiempo en buscarlo, porque no lo tenían. La caída de la noche
hacía aflorar a hombres y mujeres sin rostro que durante el día se ocultaban de
la luz no por miedo a la claridad, sino por costumbre o por vergüenza, o por
las heridas que en la piel y en los huesos dejaban los años dedicados a los
excesos o a los vicios, o los años de músculos ateridos hechos al duro descanso
de la calle. Caminaban por plazas y los callejones, se reunían en los
soportales y había noches en las que dirimían sus diferencias a navajazos,
dejando una huella de sangre en el asfalto y las baldosas cuando llegaba la luz
del alba y volvían a retirarse a la sombra, a no dejarse ver para interrumpir
el transcurrir del día a día. Sólo ellos parecían desafiar a la humedad en
aquella noche de noviembre en la que las calles parecían, más que nunca,
arañazos grises dibujados en medio de una nube de vaho por la garra de una
bestia sin nombre, un laberinto de heridas viejas y costras azules apenas
iluminadas por farolas que no impedían que en los lugares más escondidos
hubiera demasiado espacio para la soledad. Sólo ellos en las aceras y en las
calles de algunos barrios, por el asfalto, el traqueteo lento y cansado de los
coches de policía.
No había buenas
rondas nocturnas en noviembre. Hacía meses que los policías pedían al ayuntamiento
que cambiara los coches del cuerpo de la ciudad porque los motores ya
renqueaban y las entrañas de aquellos vehículos no escupían apenas potencia. Y
luego estaba el frío, y aquella necesidad de bajarse una y otra vez de la tibia
atmósfera del coche para comprobar puertas y candados, ventanas cerradas y
dependencias municipales vacías. No, no había buenas rondas nocturnas en
noviembre, y mucho menos cuando éstas se hacían sumidas en el silencio. No
terminaba de cogerle el punto al nuevo compañero, del que apenas sabía nada.
Jordi era un joven callado, introvertido y casi tímido, unas cualidades que a
la hora de trabajar de noche y en aquella ciudad se convertían en síntomas, y
lo que es peor en síntomas de debilidad. Lucas apenas sabía nada de él y no
había conseguido arrancarle muchas palabras desde que dos horas atrás se habían
sentado juntos en el coche y habían iniciado su primer turno en compañía.
Echaba de menos a Juan, y sentía mucho haber perdido esa complicidad que le
unía con su compañero ahora que éste se había jubilado. Sobre todo, sentía que
no sabría qué decirle al nuevo si éste abriera la guantera y encontrara el
paquete de cartas allí, esperando la partida de mitad de la noche con otra de
las patrullas en la cafetería 24 horas. Apartó ese pensamiento de la cabeza y
se esforzó por entablar una conversación con su nuevo compañero mientras
enfilaba con el coche la zona peatonal que partía en dos una de las plazas de
la ciudad, la más cercana al parque del Mediodía. Miró hacia los soportales y
le pareció distinguir una discusión en la oscuridad, pero aceleró levemente en
lugar de detener el vehículo y echar un vistazo a ver qué pasaba.
-Mejor que los
navajazos se los den entre ellos que a alguno de nosotros –le dijo a su
compañero mientras abandonaban la plaza por la otra punta y retomaban las
calles oscuras en dirección a una de las entradas secundarias del parque.
En el último de
los soportales, resguardada en la oscuridad, una figura se tensó al ver cómo se
acercaba lentamente el coche de policía. Por un momento casi se detuvo, pero se
lo pensó mejor y consideró que el movimiento le haría invisible. Igual que
sucede en un río, donde es más fácil distinguir al pez que nada contra la
corriente que a aquel que se deja llevar y se confunde con las aguas, pensó que
la oscuridad le serviría de escondite mientras no se detuviera, mientras su
sombra y las de la plaza siguieran el mismo curso. No pudo evitar, eso sí,
meterse las manos dentro de los bolsillos del abrigo y repasar con los pulgares
los contornos de los otros dedos, reconociendo aún en ellos algunos restos de
sangre. Cuando el coche abandonó la plaza en dirección al parque, evitó correr,
porque se había hecho a la idea de que tarde o temprano la encontrarían, y a
pesar de la premura con la que el terror iba a amanecer no podrían avanzar
mucho aquella noche, y deberían esperar a la luz del día para tratar de buscar
algún indicio de su rastro. Mantuvo el paso firme, y sin apresurarse, se
esforzó por recorrer el camino que le llevaba de vuelta a casa.
Había algo
extraño en aquella entrada lateral. Lucas lo percibió cuando los faros del
coche de policía alumbraron la reja, pero hasta que él y Jordi no hubieron
bajado del vehículo no supieron identificar qué era. Ahora junto a la puerta
metálica, de pie con las linternas, se dieron cuenta de que la cadena que
aseguraba el cierre no estaba en su lugar, sino en el suelo, y de que la vieja
entrada de reja no estaba cerrada del todo, sino torpemente encajada. Enfocaron
con las linternas al frente y se introdujeron en el parque. Caminaron juntos
unos metros hasta la primera bifurcación de caminos, apuntando siempre al
frente con los pequeños haces de luz amarilla, y al llegar al punto en el que
el sendero se separaba decidieron volver. Fue entonces, cuando retomaban la
calle, cuando Jordi pareció distinguir algo entre los arbustos de su derecha y
llamó con un siseo a su compañero: un pañuelo. Dejaron el camino de tierra y se
metieron entre los matorrales de aquel lateral del parque apartando
cuidadosamente las ramas, y haciendo que la niebla posada sobre las hojas mojara
sus pantalones. Fue Lucas quien la vio primero, y sólo cuando detuvo la
linterna y dejó de avanzar Jordi se dio cuenta de que había encontrado algo. Se
puso junto a su compañero y recorrieron con la luz de ambas linternas un cuerpo
de mujer, el cuerpo de una joven. Tumbada en el suelo, boca arriba, formaba un
escorzo imposible y tenía los brazos levantados a los lados de la cabeza. En
medio de sus ojos abiertos, sus pupilas desafiaban aquel cielo sin estrellas de
la noche de noviembre en que la ciudad parecía un refugio de niebla y brea, y
por un momento alguien hubiera dicho que la chica, en realidad, miraba. Y había
mirado, no hacía mucho, pero para ella un telón negro había caído para siempre.
Con la cabeza un poco echada hacia atrás, el corte que le atravesaba la garganta
de lado a lado asemejaba una boca abierta en un último grito que no llegó a
salir, que brotó en forma de aquella sangre oscura que se encharcaba a ambos
lados de su cuello. Lucas hizo una seña a Jordi y éste salió a la calle, al
coche, y dio el aviso a la central.
Cuando la
quietud de aquella noche quedó rota por las sirenas, él ya se había despojado
del abrigo mojado y se había secado el pelo, y no quedaba en sus dedos ni en
sus uñas ningún resto de sangre. Avanzó despacio por el pasillo y abrió una de
las puertas de la casa, y la vio. Durmiendo, tranquila, sin sobresaltos. Sin la
agitación que llegaba con el día, con aquellos ojos demasiado juntos cerrados y
la boca entreabierta, la baba cayendo sobre la almohada. Se acercó, le pasó una
mano suavemente por el pelo y deseó que aquel sueño durara al menos unas horas,
para que le diera tiempo a descansar.
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