Hay una pareja abrazada en silencio
junto a la zona de control de embarque de la estación de Atocha. La
suya es una despedida lenta, suave, distinta en un mar de gente que
intenta encajar todos los besos que pueden en el descontar de los
últimos minutos. Como si a fuerza de repetir pudieran dejarse en los
labios grabado su sabor. Pero esta pareja no, esta pareja se abraza
en silencio. No se miran, ella tiene la cabeza de lado, apoyada
contra el pecho de él; él, la barbilla en su cogote, mirando hacia
el otro lado. El suyo parece un abrazo arenoso que, sin embargo,
ninguno quiere romper. Pasa un minuto, dos, y el calor ya debe haber
desaparecido, pero no se sueltan. A mí, desde el cobijo de un libro
que sólo finjo leer, ese abrazo me suena como a una balada triste,
un adiós que se lleva piel.
El domingo se ha hecho noche y la
estación vive su propio día. Tiene poco que ver con el lugar al que
ella llegó unas horas atrás para dejarse recibir por los brazos
ansiosos de él. El gris del otoño no puede truncar la risa de quien
se escapa para vivir su propia primavera y ella bajó del tren a la
carrera para dejar más rápido atrás la rutina de la que huía, el
matrimonio vacío, el amor que ya no quema. El día a día pesado y
espinoso junto a un hombre sin tacto ni caricias, con malas palabras
y reproches. Tapada con el disfraz de un viaje de trabajo llega a
Madrid para perderse por unas horas en lo que pudiera ser pero no es,
no ha sido. El disfraz de un viaje de trabajo para que haya sol un
par de días.
Se mueven, se miran un instante
fijamente mientras yo fabulo, pero no llegan a romper ese lazo de
quietud y silencio que les une. Nada tiene que ver ese abrazo con el
atropello que le escribe mi mente en el reencuentro de ayer, con ese
palparse para reconocerse, esos besos que el movimiento deposita en
todas partes. Con el viaje en coche llenando de palabras el trayecto
y de planes el fin de semana, poco también con el romper los
horarios previstos disfrutándose un rato más desnudos entre las
sábanas. Con las risas en la comida o con el paseo alborotado por
las calles de Madrid al cobijo de la multitud en la que nadie
observa.
Han vuelto a abrazarse cuando abandono
otra vez el escondite de mi libro. Están en la misma posición pero
casi puedo distinguir que se aprietan aún más fuerte para no
dejarse llevar por la melancolía. Casi puedo imaginarles en una cena
ligera y en el cine, recordando el placer del juego en la oscuridad
de hace más de quince años. En una noche de más sudor que sueño y
en el despertar, que lo trunca todo. Los domingos no necesitan del
otoño para ser días tristes. El primer abrazo de hoy no es de los
que suman, son uno que restar a los que quedan, porque el tiempo pasa
y en la maleta hay un billete de vuelta a la rutina.
El reloj lo ha enrarecido todo. Ahora
las sonrisas no llueven por todas partes, sólo salpican. Y en la
comida lo que se buscan son las manos, para agarrarse al tiempo que
les queda. Al hacer la maleta la fractura es ya insostenible y asoman
tras las cremalleras los reproches de siempre. Que esto podría ser
rutina y no refugio, que podrían ponerse la vida más fácil. Que
habría que romper con todo, pero todo no es mucho cuando está lleno
de nada. Que el matrimonio, que las familias, que no. Que algún día,
pero que ahora no. A la estación ya han llegado en silencio y había
pocas palabras en la hamburguesa de la cena frugal antes del viaje.
En el abrazo hubo silencio. Y ahora me
gustaría compartir con ella el tren para preguntarle si lo que he
visto en su despedida es verdad, o para verla dejarse llevar por la
pena medio camino para recomponerse en el otro medio, no del todo,
levemente, lo suficiente para que la máscara acompañe al cansancio
fingido por el fin de semana de trabajo y enfatice el ya he cenado,
me voy a acostar, antes de perderse en los cercanos recuerdos. Pero
no. Espera su partida en otra cola, hacia otro andén. No ha mirado
atrás pero tampoco llora. Continúa envuelta en silencio y en esa
quietud no alcanzo a medir si la pérdida es real o si sólo vuelve a
la rutina, una más en medio de un mar de hasta luego.
Y subo al tren preguntándome si no
sería, en verdad, una pareja experta que sabe que el adiós no se
mide en palabras, sino en cicatrices; si se esperan de nuevo al final
de la semana y quizá no tuvieran nada que decirse hasta entonces,
porque el adiós se presupone; si sabían en realidad que en su
tiempo juntos por esta vez no cabía más que un beso, y lo habían
dejado para el final. Sin saber si soy yo quien ha contaminado con su
soledad esta primera fotografía. Si la fábula de su adiós no es
más que el deseo propio de llegar a una estación sabiendo que me
aguarda, al menos, una despedida.
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