El primer frío siempre es el peor. No
es el más doloroso ni tampoco el más penetrante, pero sí el más
traicionero. Aguarda escondido en las primeras noches de otoño tras
unas horas de sol que suponen un falso calor que invita a la guardia
baja. Luego la tarde se va y la oscuridad asoma con un aire no
demasiado violento pero sí constante, que encuentra los rincones del
cuerpo que la lluvia mojó sin que nos diéramos cuenta, y esa noche
vienen los temblores, y la tos, esa tos que ya no se irá hasta que
no pase del todo el invierno. El frío es duro, pero no más que la
calle, piensa, ahora que la experiencia de años sobre cartones le ha
enseñado a prevenir. A pesar del sol de hace unas horas, y tras la
lluvia de hace un rato, ha sacado la manta del petate para cubrirse
con ella durante el sueño, teme más al frío que a la soledad.
Lleva noches esperando ese temblor que no llega, pero esta vez casi
lo presiente porque puede notar que viene la tos. Viene también de
nuevo el frío a examinar la supervivencia de un hombre que en
realidad no quiere vivir, y que no piensa en matarse porque algo le
dice, a su vez, que está cerca el final. Quizá sea la tos, que
duele cada vez desde más abajo e incendia su pecho cuando se
retuerce y le falta el aire, quizá sea porque, esta vez sí, se ha
cansado de vagar.
Si no me mato es por el perro, piensa
mientras acaricia al pequeño animal, que mordisquea un extremo de la
raída manta mientras hace tiempo hasta la cena. Ese perro canijo es
el único en quien confía, a pesar de la procedencia incierta del
can. Es un perro de la calle, como él, y quizá por eso se sostiene
la frágil amistad que comparten ambos. Marrón, patas cortas,
dientes pequeños pelo corto y unas pulgas tan grandes que a veces
parecen lunares sobre su piel que él arranca de cuando en cuando, a
pesar de las quejas lastimeras del animal. Al principio dejaba al can
en la calle, fuera de aquel cajero, pro temor a que el perro mordiera
a alguien que fuera en busca de dinero en mitad de la madrugada. La
policía hacía la vista gorda sobre su deseo de no pasar las noches
a la intemperie, pero jamás pasaría por alto un ataque del animal.
Sin embargo, la confianza no era el único puente tendido entre ambos
tras meses compartiendo la dureza de la calle, y el perro había
asumido también gran parte de su miedo. Cuando alguien entra en el
vestíbulo que acoge el cajero, el animal se aprieta contra él como
tratando de pasar desapercibido. No ladra, gimotea bajito. Como
ahora, que ha olvidado el hambre en la esquina de la manta y hunde la
cabeza contra el pecho de él, mientras tres chicas esperan a una
cuarta que saca dinero. No le miran fijamente, pero se siente
vigilado y confirma su sospecha cuando ve las miradas de las cuatro
fijas en él a través del pequeño espejo que hay en un rincón de
la estancia. No tienen nada que temer. Si tuviera que apostar, lo
haría por que él tiene más miedo. El miedo tiene poco que ver con
lo que uno tiene que perder. El miedo se alimenta de vacío, y no hay
nada más vacío que la vida de quien ya no es nadie, de quien perdió
su nombre en las aceras y se dejó el rostro tras una barba tupida y
un pelo gris y desaliñado, tras una voz que ya no es. El miedo es,
en realidad, despertar al siguiente día; es pensar por un momento
que la muerte no va a llegar nunca.
Ya solos, es la hora de cenar. Saca dos
magdalenas duras y pone una en el suelo, derramando sobre ella un
poco de leche de un cartón abierto demasiados días atrás. Aquí
tienes, amigo, le dice al animal mientras él rompe como puede
pedazos de la otra pieza y los intenta tragar ayudado por pequeños
tragos de una leche agria como el despertar. Y se los traga. Y los
nota bajar. Y el nudo en el estómago le recuerda a aquella vez que
partió un cristal y agarró un trozo y lo clavó en alguien que,
como él, no tenía a nadie a quien llamar. Y al brotar la sangre le
vino el nudo y sintió que no podía respirar. Recuerda aquel día,
aquella algarada en el comedor social en el que el miedo le quitó la
razón y jugó a ser rey en una manada de lomos famélicos a los que
el hambre no acababa de matar. Y trata de recordar por qué lo hizo,
y busca y no encuentra un motivo con el que explicar por qué
encontró el valor para intentar quitarle a otro lo que ahora, él
que no la quiere, no se atreve a quitar. Y el perro vuelve a
rescatarle, como cada noche, lamiendo sus manos, sus dedos fríos, en
busca de restos de la magdalena que se acaba de cenar.
Y cuando en la ciudad empieza a reinar
el silencio, se acuestan. Se tumba él y a su lado el perro, que no
tarda en dormitar. Le pone la mano sobre el estómago pequeño que no
para de subir y bajar, tratando de darle algo de calor al diminuto
animal. Y así le sorprende el sueño, o al menos esa suerte de
duermevela que le sirve para descansar. Pasado un rato viene el frío,
el primer frío, y con él el temblor. Y llega la tos, que le hace
retorcerse como un adiós en una tarde cualquiera de domingo, y que
lleva a la sangre caliente a trepar garganta arriba mientras él, con
los ojos cerrados y sin abrir la boca, se esfuerza por tragar. Cada
vez duele desde más abajo, piensa, y se toca con los dedos por
debajo del esternón, casi en el estómago, y siente su pecho
crepitar.
Y se duerme, satisfecho, convencido de
que, esta vez sí, el final está a punto de llegar.
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