La primera vez que me habló de verdad de ella fue en una de
las últimas noches de verano, una noche de alcohol y guardia baja. Tenía la
despedida con la gallega atravesada en la garganta y de camino a casa paré en
todos los antros abiertos buscando un vaso de ginebra que me ayudara a tragar,
y al salir de la última cueva de borrachos se había desatado una tormenta de
esas que en sus albores sólo remueven el calor, y que había sido convocada por
un bochorno inusual para una noche de septiembre. Desde el primer trueno que me
envolvió en la calle hasta las primeras gotas pasaron cuatro esquinas, y en las
tres que quedaban hasta mi casa la lluvia me fue calando la ropa y pegándoseme
en la piel, dejándose confundir con el sudor. Gané el portal empapado y abrí la
puerta sin cuidado alguno, algo de lo que me arrepentí enseguida porque podía
arrancar al viejo del sueño. Nunca había dormido muy bien, pero en el último
año y medio las más de las noches habían sorprendido a mi padre sentado a
oscuras en el salón, acaso la televisión encendida, en una duermevela enfermiza
que apenas se podía quitar de encima. Ganar la cama era para él un logro, y si
esa noche lo había conseguido mi torpe irrupción podría haberlo arruinado. Me
quité la camisa empapada y fui a la cocina en busca de un trapo seco, ya que el
baño estaba cerca de su habitación, y cuando encendí la luz vi al viejo
sentado, clavado ante la mesa, con la mano rodeando un pequeño vaso en el que
bailaba un líquido ambarino.
MI padre, que apenas bebía, había elegido esa noche para
brindar. Le encontré más viejo que nunca, más encogido, consumido en esa camisa
interior blanca, impoluta, con apenas algo de carne bajo sus pantalones bien
arreglados. Tenía la frente arrugada y los ojos enrojecidos, y estaba empapado
en sudor. Abrí la ventana de la cocina y la lluvia, hasta ese momento un rumor,
un murmullo, gritó con toda la fuerza con la que se rompe el silencio de la
noche, y vino acompañada de un relámpago que dejó insignificante la luz. Tomé
un trapo seco y apenas me enjugué la frente lo puse sobre los hombros del
viejo, para que el nuevo aire que entraba no le hiciera empeorar, y me serví
con calma un vaso de ginebra mientras contaba mentalmente los segundos que
pasaban desde el fogonazo del relámpago hasta la venida del trueno, para saber
si la tormenta nos acompañaba o estaba aún por llegar. Con el vaso en las manos
y el primer trago abrasándome el pecho, me senté ante el viejo, saqué un
cigarrillo y coloqué el paquete y el encendedor entre ambos, y fumé con calma y
caladas profundas esperando a que mi padre empezara a hablar.
Estaba encendiendo el segundo cigarrillo cuando el viejo se
cansó de la lluvia y se decidió a decir algo. Lo hizo con un tono pausado,
doliente, casi lastimero. “Tú tenías las palabras”, fue lo primero que dijo, y
yo no respondí. Y empezó a hablar de ella, de mi madre, que se fue cuando era
apenas un crío por un borracho malnacido que agarró un coche en lugar de una
pistola y que puso rumbo a la mañana en lugar de ponérsela en la sien. “Le
encantaban las tormentas en verano, ese olor que venía después de la lluvia,
como a tierra o hierba recién cortada”. Me dijo que no pasaba un solo día en
que no se acordara de ella, y que desde que se marchó jamás hubo para él otra
mujer. Que el motivo para seguir adelante, yo, era ahora un motivo para dejarse
vencer, porque yo ya no le necesitaba: ya había alcohol para cicatrizar mis
propios errores. “Pero lo peor son todas las cosas que no le pude decir”, dijo,
y habló entonces como nunca. Habló de un poema aprendido de memoria, de un
vientre que era música de jazz, de un precipicio en la garganta. Hablé de un
mapa de lunares, del sendero de la columna vertebral. De su espalda. De su
cuello. Sobre todo de su espalda. De ese amanecer tan limpio que tenía, de un
bostezo que convertía cualquier tarde en un domingo por la mañana. Agarró en el
aire palabras que no conocía y dibujó con ellas matices y sensaciones, mientras
yo callaba y sonreía, sabedor de la trampa que tras aquello se ocultaba. Apuró
el vaso de bourbon y se levantó. Volvió a los dos minutos con un puñado de
papeles entre las manos. Antes de que los dejara sobre la mesa yo ya las había
identificado: eran mis textos, mis relatos, mis fiebres nocturnas. Nunca las
había escondido mucho, bastaba con abrir un cajón, pero nunca llegué a pensar
que el viejo pudiera leerlas.
“Todo lo que siempre quise decirle a tu madre está aquí,
todo lo que significaba. Pero nunca tuve las palabras, no las encontré. Se fue
sin escucharlo”.
Encendí otro cigarrillo.
“Y ahora resulta que las palabras las tienes tú”.
Di un trago de ginebra.
“Espero que no sólo las hayas escrito, que también las hayas
llegado a pronunciar”.
Me besó en la frente y se marchó a dormir. La tormenta había
pasado y la noche cerrada se empezaba a escurrir en medio del aire limpio que
la lluvia nos había procurado. Me fumé con calma el cigarrillo y apuré de un
trago la ginebra, a pesar de que la despedida de horas atrás había logrado
salir del estómago y trepar tráquea arriba hasta atravesarse de nuevo en la
garganta, donde volvía a impedirme respirar. Saqué el teléfono y busqué su
nombre entre los primeros lugares de la agenda, y marqué.
Pasaron cinco tonos hasta que descolgó y me llegó del otro
lado su voz casi de niña, su acento, ese deje somnoliento que acompañaba todo
lo que hacía.
“¿Nacho?”, dijo, y sólo hubo silencio.
“Nacho, ¿qué te pasa?”, intentó una segunda vez.
Me arranqué el velo amargo del paladar y recogí todo el aire
que había en mis pulmones para conseguir hablar.
“Tú… Lo que me pasa eres tú”.
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