Entre todos los folios en blanco que
tenías para enamorar, viniste a acurrucarte aquí, entre las
palabras que me sobran. Sí, lo sé, fui yo quien te llamó, pero la
debilidad que entraña cualquier despedida abre siempre un resquicio
para las licencias de expiar tus pecados en el otro, y como mi adiós
es para siempre me concedo el lujo de pensar que tú, personaje,
fuiste la que viniste aquí y que no fui yo, escritor, quien te trajo
palabra por palabra. Escritor. Pronuncio en alto esa palabra y la
noto tan lejana como los ecos del gentío que se cuelan desde la
calle amortiguados por el amargor de la ginebra. Escritor, yo, que
nunca escribí de verdad. Que la mejor mentira que conté fue la de
la curva de tu espalda desnuda, expuesta, robándole a la mañana sus
primeros rayos de sol. Y así fue como viniste, con el ansia de un
amanecer en el que la resaca por una vez no lo fue todo y en el que
necesité un principio que me trajera latido a latido a este final.
Lo único que lamento de mi muerte es que será también la tuya,
porque no pienso dejar que nadie te escriba de nuevo jamás.
No recuerdo si fuiste así desde el
principio o si te compuse a partir de todas las mujeres que fueron y
que nunca llegaron a ser. Ahora que te miro, en los últimos folios
de ti, encuentro los ojos claros de aquel primer amor que arañó y
en realidad no dolía, pero sí que abrió un surco nuevo para el
futuro dolor. Y la piel morena de la chica que encendió la caldera
de las pasiones sin darse cuenta de que mi vida acumulaba ya por
entonces un rastro indeleble de humo que convenía no alimentar. Y
así una tras otra, hasta la sonrisa limpia y la mirada traviesa de
aquella gallega que salía del baño envuelta en el vaho de la ducha
y con el pelo suelto a medio secar. Veo rasgos de todas ellas en ti
porque fui yo quien te los puso, pero a la vez cada uno de tus
detalles me dice que en realidad eres única.
Por qué tiene que ser éste el final,
me preguntas, y podría inventarme cualquier respuesta. Bastaría con
poner luego entre comillas “y ella le creyó” para zanjar el
asunto, pero no te he traído hasta aquí para mentirte. Hoy no.
Tiene que ser el final porque nunca he sido capaz de enlazar una
historia completa, y dejar correr la mía hasta el final sería
traicionarme. Es el final porque nadie de los que vinieron está ya a
mi lado, y si no me mato tarde o temprano tú también te irás, como
se fueron todas aquellas de las que estás hecha. Porque aquí y
ahora no hay nadie para decirme adiós, como debe ser. Porque mañana
no habrá nadie que llore mi ausencia, que sienta mi vacío como una
pérdida de verdad. Porque no voy a dejar que saltes a otros
cuadernos y elijas otras historias cuando yo, que te cree, no tengo
elección que me sirva para dejar de soportar la mía. Y la razón
más importante de todas: es el final porque ya está vacío el
frasco de pastillas que he dejado correr garganta abajo y que empujo
con tragos de ginebra que se me derraman por ambos lados de la boca y
empapan el suelo, y se mezclan con este sudor profuso que acompaña
al dolor de estómago que me dice que sí, que éste es el final; que
ésta es la última noche en que me da fiebre el frío solitario de
esta habitación desierta en medio de esta pequeña ciudad.
Pude haberte dado una vida más plena,
lo sé, pero tuvimos nuestros ratos. Convendrás conmigo que lo hemos
pasado bien, ya fuera en los amaneceres en los que te quise ángel
pausado, bruma y jadeo, piel de marfil en una mañana de luz; o en
aquellas noches en las que el aliento te sabía a alcohol y la lengua
a tabaco, noches en las que eras electricidad y sudor, un cuerpo
combado de placer por el volumen de un polvo sonoro en mitad de la
madrugada. Puedo dejarte llegar hasta el final, hacer de tu vida una
historia completa. Bastaría con dejar pasar dos líneas antes de
escribir sobre las arrugas de tus manos, que se forman al tiempo que
yo escribo sobre ellas. O las de tu rostro, las que crecen en torno a
tus ojos, y escribir que son de felicidad, el rastro de las veces que
te has reído en esta vida. Y podría dejar pasar dos líneas más
para acumular apenas cincuenta palabras que significaran para ti
muchos años de felicidad completa, y dejar que mi final te alcanzara
con la paz de quien languidece en una cama rodeada de seres queridos.
Pero no. Ése no será mi final y tampoco será el tuyo.
Te escribo, en cambio, joven, de pie,
desnuda. Con la piel tan expuesta como siempre que la he necesitado.
Y los dos sabemos que se acerca el final. El sudor se me acumula y el
estómago ya no duele, palpita, e intento acallar su zumbido con un
cigarrillo. Total, el tabaco ya no me va a matar. Y sostengo en alto
el folio en el que estás, en una mano, y en la otra la cerilla con
la que acabo de prender el pitillo que me humea entre los labios, y
acerco la llama al papel y me siento en el suelo, con él en la mano,
a ver cómo te consumes. Por primera vez no te dejas hacer, y tomas
el mando de mis letras. Te quería desesperada por el mordisco del
fuego y en cambio me obligas a escribirte serena, mirándome
fijamente mientras las llamas te consumen, con lágrimas corriendo
por tus mejillas en un llanto que no sé por qué es, quizá por lo
que pudo haber sido. No puedo soportar esa mirada y te escupo el humo
del cigarrillo, pero no cierras los ojos. Me desafías, sigues
mirándome mientras el calor devora tu rostro y sólo queda en mis
manos el borde del papel, que lanzo lejos para que se consuma por
completo.
Y apuro la última calada mientras me
adormezco, y una punzada blanca de luz y dolor empieza a impedirme
ver. Y siento la cercanía de la muerte, que llega certera e
inclemente...
Como una canción de Johnny Cash.
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