El último poema que me aprendí tenía
los ojos claros, el pelo negro y los labios rojos. Tenía la piel tan
blanca que nadie hubiera dicho que cobijara un corazón cubierto de
cicatrices, ardiente como la arena de la playa en una noche de San
Juan. En cambio, el beso de sus dedos era frío como una cuchilla, y
sólo sobre el papel encontraba la forma de soltar el calor que por
dentro desprendía, eran sus versos una particular manera de arder.
El último poema que me aprendí cantaba en italiano muy bajito
mientras cocinaba, y lo hacía medio desnuda, probando la comida con
los dedos y arrugando la nariz si la salsa de tomate se le amargaba.
Escribía sentada en el suelo y yo la veía desde el sofá, sus pies
asomando por la otra parte de la mesa baja mientras se concentraba en
elegir la palabra más certera, la que más piel levantaba. El último
poema que me aprendí tenía la rima asonante de sus pies envueltos
siempre en gruesos calcetines de lana. En la cama era un soneto; al
amanecer, una elegía.
La conocí en un pequeño cafetín de
la plaza en una de esas tardes en la que dejaba atrás la redacción
para buscar el aire que me faltaba el día después del cierre. El
camarero dejó sobre mi mesa una segunda jarra de cerveza y cuando
bajé el libro para darle las gracias la vi, enfrente, dejando sobre
un platillo blanco una gran taza de té. Se mordió ligeramente el
labio superior y levantó la vista para descubrirme con la mirada
fija en ella, antes de sonreír levemente y volver a la lectura
mientras yo me preguntaba cuántas veces me diría que no hasta que
aceptara poner mi nombre a uno de sus atardeceres. Fueron tres. La
primera vez no se tomó el té que le mandé desde mi mesa. La
segunda lo aceptó y levantó la vista un momento para dibujar en el
aire, en silencio, un 'gracias' que a mí me supo como un primer
beso. La tercera vez que me negó vino a sentarse junto a mí y
propuso invitarme ella. Cuando me ofrecí a acompañarla a casa me
dijo que no caminaba junto a tipos que bebieran cerveza. Dos cierres
después de la primera vez que la vi me senté directamente en su
mesa. Bajó el libro y me miró, al tiempo que llegaba el camarero a
ver qué iba a tomar el caballero. “Una cerveza”, dije, sin dejar
de mirarla. Cerró el libro y lo dejó entre nosotros. Un par de
horas después repasaba con mi nariz cada una de sus vértebras.
Era la primera vez que desnudaba a una
poeta y juro que temblé más que aquel adolescente que fui en el
invierno de la primera vez, mientras me preguntaba cómo sería
aquello de desear sin nada que perder. Juto también que aquella
tarde me lo jugué todo, y que no perdí nada. Me dejé beber por
esos ojos bien abiertos que lo tomaban todo de mí mientras sus manos
enmarcaban mi cara. Debajo de cada prenda tenía un verso escondido,
y cuando la tarde se hizo noche y a la noche le dio por amanecer yo
me los sabía todos de memoria.
Ella, por supuesto, también. Al día
siguiente tenía en mi buzón de la redacción uno de sus poemas,
cerrado con las seis letras de su nombre como firma. Seis fueron
también las semanas que pasamos juntos cada anochecer. Algunas veces
se vestía tan solo por el placer de examinarme ante el reto de
volverla a desnudar. No dejó de escribir ni una sola mañana. De vez
en cuando, salíamos de la mano a pasear por la ciudad y nos
colábamos en todos los portales abiertos. Reía cada día como si el
mundo se le fuera a acabar. En sólo dos semanas, yo ya bebía té
todas las tardes. Alguna vez llegué a creer de verdad que aquello
jamás se iba a acabar.
Seis semanas, seis, con un poema en el
buzón todas las mañanas. Yo, casi instalado en su casa, le daba
cuerpo allí a mis reportajes. Se nos iban las horas, a ella sentada
en el suelo, escribiendo; a mí tecleando en el ordenador. “Siempre
escribes cosas tristes”, me decía, sin saber que la realidad
muchas veces lo era. “Quizá esto no lo sea”, intentaba engañarla
yo. Era en vano. El segundo día me confesó que sabía si mi texto
era triste por el ruido que hacía en el teclado al escribir. Sus
poemas, en cambio, tenían el silencio de la buena vida.
Hacia la cuarta semana, eso cambió.
Había rastros de tristeza en sus poemas, ya no era todo sonrisas lo
que arrojaba cada día el buzón. Mi realidad la estaba contaminando.
La semana siguiente dejó de cantar en la cocina. La sexta semana la
descubrí llorando mientras escribía y quise ofrecerle un refugio en
la cama, y allí, después de la batalla, me recitó los versos más
tristes que había escuchado nunca. Al final de la semana guardé el
protátil, recogí mís cosas y me marché. Solo le dejé una nota.
'No quiero ensuciarte más'.
Al lunes siguiente tenía un nuevo
poema en el buzón. Todavía tardó unos días en arrancarse del todo
la tristeza. Cuando no quedaba en sus letras ningún rastro de mí me
decidí a volver al café. Pedí un té y me puse a repasar unas
notas. No sé cuándo llegó, pero de pronto la vi sentada en su mesa
de siempre. Me miró, luego miró el té y volvió a mí, y sonrió.
Yo me encogí de hombros y reí mientras ella volvía a su libro, y
me quedé observándola un rato más, recitándola desde la
distancia. Cuando el camarero pasó por mi lado había escrito en mi
cuaderno una verdad. 'Podía haber sido la mujer de la vida de
cualquiera, y fue a elegirme a mí'. El camarero leyó la frase en el
cuaderno, miró la taza de té y salió del paso como pudo.
“¿Está frío? ¿Le caliento más
agua?”, me preguntó.
Levanté la vista un momento y la miré.
“No”, le dije, “traígame mejor una cerveza”.
1 comentario:
Está visto que al final la cerveza lo arregla todo o casi...
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