En medio del jolgorio primero fue el
silbido. Subió entre las voces de la gente y los gritos de
recibimiento al año nuevo y llegó hasta la punta del cielo, allí
donde el eco ya no encuentra un momento para la réplica. Alzó la
vista un instante desde la presidencia ojerosa de su balcón y vio
cómo el silbido rompía en una lluvia de colores vivos: rojos,
verdes y azules que el gentío recibió con alegría pero en los que
su pupila, domesticada con el amargor de la ginebra, acertó a
diagnosticar diferentes tonos de melancolía. Vio aquellos pequeños
reflejos que parecían de cristal caer sobre las cabezas de un montón
de tipos que maquillaban con risas su infelicidad ante los propósitos
del nuevo calendario y echó la última ojeada a la plaza antes de
volver al interior del estudio y sentarse junto al cenicero, frente a
la máquina de escribir, dejando el balcón abierto a pesar del frío.
Se arremangó las mangas de la mugrienta camisa y miró fijamente al
folio en blanco que, desde la cama del carrete, le desafiaba.
Cogió el paquete de tabaco arrugado
que había sobre la mesa y rescató de su interior un arrugado
pitillo que estiró con cuidado con la yema de dos dedos antes de
llevárselo a los labios. Cogió el mechero y lo encendió, sin poder
evitar que el humo que escupió el cigarro se le colara por uno de
los ojos y le hiciera llorar como un niño, como cada vez que buscaba
el consuelo de la nicotina. Cerró los ojos y los abrió lentamente,
y cuando la lágrima hubo pasado se llevó el cigarrillo de nuevo a
los labios y chupó con fuerza, llevándose en el envite medio
pitillo, medio pulmón y seguro que también media vida. Lo apoyó
con cuidado en el cenicero, donde habría de morir sin más besos que
el ya recibido, y echó en el vaso tres dedos de ginebra que se bebió
de un trago, como hacía siempre con las cosas que merecía la pena
paladear. Miró a su izquierda y vio la pequeña cama deshecha, con
las sábanas revueltas y vacía, como siempre. Entrelazó los dedos y
los hizo crujir ante su cara. Los apoyó con suavidad sobre el
teclado de la vieja máquina, y sin más, empezó a escribir.
Y escribió, primero, sobre una tibia.
Mejor dicho, sobre la piel blanca que cubría una tibia que,
levantada por la curva de una rodilla en alto, desafiaba al brillo de
la luna desde una cama de sábanas desordenadas. Una tibia de mujer
tan marcada por el ángulo como por la pureza de la piel de un cuerpo
que ahora recorta su perfil tumbado sobre una cama estrecha. Los
dedos sólo paran de teclear para desenganchar con un ligero
movimiento las dos matrices que ocasionalmente se abrazan y confunden
en su intento por estamparse en el folio, pero ni siquiera el espacio
casi en blanco que queda tras la confusión detiene su mecánico
teclear, su escribir furioso. En apenas unas líneas ha roto a sudar,
y el amargor de la ginebra remonta el cuerpo garganta arriba y se le
escapa como vapor entre los dientes, apretados. Y el estómago pide
más. Pero él sólo se aparte del folio y de la máquina de manera
momentánea, en un vistazo a su izquierda para caputara bien la cama
vacía y no parar de escribir.
Y escribe No para. Siembra unos lunares
al azar en la fina piel de la pierna mientras recorre hacia arriba el
camino del exceso. El muslo se redondea a partir de la rodilla pero
sigue siendo una pierna fina, casi de chiquilla, porque las poetas
que follan en realidad nunca envejecen. Y en la otra pierna, gemela,
de lado sobre la cama, se adivina la sombra de un mordisco justo a
medio camino del no debería haber venido y del no te vayas nunca. Y
el vello es apenas una sombra por debajo del ombligo, y hay otro
lunar, éste sí, más grande, colgado del hueso de la cadera. En el
vientre qudan pintadas aún unas gotas de sudor que convierten la
silueta en una mujer brillante, un destello con diamantes de sal en
un territorio en el que las caricias son obligatorias. Pecado arriba,
dos pechos pequeños, puntiagudos, dos desafíos. Y en medio el hoyo
del cuello que da inicio a la garganta, una piel más frágil que el
resto, más tensa, más vibrante. Pálida ante el rojo de unos labios
de boca entreabierta, de dientes en un mordisco simulado, de súplica
a medio entender. El pelo negro como el marco de una noche, y nos
ojos entornados que son pequeños días a punto de amanecer. Y él
que escribe, que no para. Teclea con furia, con fiebre. Suda y vuelve
a desviar un momento la vista para enmarcar de nuevo la cama y
seguir...
Se frena en seco. Los dedos se detienen
y se queda congelado, lso ojos bien abiertos en medio del silencio.
Hasta la plaza y la Nochevieja parecen haberse ido por completo. Dos
matrices han quedado enganchadas muy cerca del carrete, pero él no
puede apartar la vista de la cama, desde donde la piel de una tibia
amenaza con hacerle enloquecer. La piel y los lunares, colocados al
azar, también desafiantes. No puede moverse siquiera cuando ella
abre los ojos y se incorpora, y se apoya sobre los codos, y el pelo
moreno le cae por un lado de la cara y subraya su sensualidad. Así
permanece unos instantes en los que la ve morderse el labio antes de
ponerse de pie y caminar desnuda hacia él. Pasa por su espalda y él
cierra lo ojos mientras ella le desliza un dedo de hombro a hombro,
por encima de la camisa empapada en sudor, mientras se piede hacia la
puerta. No puede apartar la vista ahora de su espalda mientras la ve
salir del estudio. Cuando espera el portazo, en realidad llega un
silbido que le hace reaccionar.
Y vuelve el alboroto conocido de la
gente, allá abajo en la plaza.
Y a su lado, la cama está vacía. Pero
la mujer sigue tumbada entre las sábanas en el folio, tal y como la
dejó, con los ojos cerrados.
Y el silbido sube al cielo y se rompe,
y cae en más verdes, más rojos, más azules.
Más melancolía.
Y el cigarro se ha consumido por
completo. Y no queda ginebra. Aun así, baja el folio unos renglones
y pone las manos sobre el teclado, para escribir.
Y escribe.
“Tampoco las mujeres que invento se
quedan conmigo a dormir”.
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