Llevaba noches soñando con una piel
que no conocía. Le sucedía a menudo que la memoria le traicionaba y
mezclaba olores con sabores, el sudor de una mujer con el aliento
cálido de otra, pero aquello era diferente. No le había pasado
nunca. Aquel sueño que primero fue una noche de inquietud se
convirtó pronto en una obsesión, en una coartada para adelantar el
invierno y provocar una oscuridad ficticia a media tarde para
buscarla, para coincidir con ella en cualquier rincón imaginario y
recopilar pistas que le llevaran a encontrarla. Sin saber siquiera si
existía sentía crecer en su interior la necesidad de conocerla.
¿Quién decía que era real? Quizá la
mente hubiera agotado las múltiples combinaciones que ofrecía el
cajón de los recuerdos y estuviera sumando detalles escogidos al
azar de los actores secundarios que pueblan la película cotidiana de
la realidad. El olor de la chica que iba dos filas delante en el
autobús, y con la que no cruzó ni una sola palabra; o el pequeño
grito que nació de la oscuridad del cine y que le erizó el vello
del brazo, sin que pudiera identificar después a la autora con las
luces encendidas. Eso lo explicaría todo. Porque cómo si no iba a
tener una mujer el destello racial del día y la serena calma de la
noche; cómo, si era real, llevaría tatuado sobre la piel al sol y a
la luna, discutiendo por el brillo de su cuerpo. Cómo una piel tan
cálida podía provocar aquel escalofrío.
Se limitó, pues, a soñarla. Se
convenció de que no era real y se esforzó por aprendérsela en
sueños.
Seguro de que no existía, se la sabía de memoria. Sin
saber de dónde lo había sacado, se acostumbró a un olor que le
acompañaba todas las noches. La besó tantas veces que se le venía
al paladar ese regusto de mar en calma que dejaba después de irse,
al retirarse de la costa de la noche tras un amanecer de marea baja.
Podía identificar el ángulo que formaba su cuello cuando se
descubría entero para él, medir la profundidad del pequeño hoyo
que se formaba bajo su garganta, allí donde las clavículas se
enganchan. Sabía que no existía, pero mientras pudiera soñarla
aquello no le importaba.
Saciado como estaba por la ferocidad de
sus sueños el mundo le sorprendió con la guardia baja. En aquella
sala fría caldeada solo en el centro el presente le llegó con las
manos heladas. Dispersos en torno a una tarima central, una veintena
de alumnos preparaban los utensilios para pintar aquella mañana. La
estancia olía a alcohol, pero aquella esencia hasta entonces
imaginaria le envolvió desde atrás segundos antes de ver la espalda
de una mujer envuelta en un albornoz: el pelo corto, la nuca recién
mostrada. Llegó al centro de la sala y antes de que dejara caer la
prenda azul supo que era ella, y no le sorprendió descubrir en su
desnudez rincones ya visitados: el cuello terso, el hoyo de la
garganta, la luna y el sol escritos sobre el vientre, el pequeño aro
de plata luciendo en uno de sus pies. Se acomodó sobre la peana y le
miró fijamente. Dejándose beber por esos ojos, empezó a dibujarla.
Una hora después, el resto de alumnos
ya se había levantado y retirado con sus lienzos. Ella seguía
mirándole pintar. No cogió la paleta en ningún momento, y unos
minutos después el carboncillo casi se había consumido entre sus
dedos. Dejó los restos junto al pequeño atril y observó sus sueños
convertidos en realidad, en un retrato en blanco y negro.
Inconscientemente, se llevó la mano a la cara y se dejó unas marcas
negras a ambos lados de la nariz. Ella, desde el centro de la sala,
sonrió.
No estaba muy seguro de si lo que vino
después fue real o sólo uno más de aquellos sueños. No sabía si
era real la marca del mordisco que sentía en el cuello, ni los
surcos que tres uñas habían dibujado en su espalda. Boca arriba,
sobre la cama, a la mañana siguiente, intentaba discernir si aquello
en realidad había pasado. Cerró los ojos y una imagen acudió a su
mente: la de ella recién duchada, con la piel envuelta en gotas de
agua aún calientes, deslizándose junto a él bajo las mantas.
Estiró la mano y notó las sábanas mojdas, todavía tibias, y supo
que no había sido un sueño sino un recuerdo lo que su mente acababa
de rescatar.
Miró hacia un lado y vio el retrato
junto a la ventana. No era justo que de un sueño en color saliera
una realidad en blanco y negro. Agarró un lápiz de cera y rellenó
lso labios del dibujo con un color. Sin quererlo, sin pensarlo, con
ello puso nombre también a sus futuros recuerdos...
...Rosa.
1 comentario:
Qué facilidad tienes para hacerme cosquillitas en la tripa.. justo en la luna y el sol
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