He conseguido componer un credo a
partir de los versos sueltos de mis inseguridades. No es que me
sienta orgulloso de ello, pero lo cierto es que es complicado agarrar
todas tus dudas y alimentar con ellas el motor de tu existir,
sabiendo que las preguntas que salen envueltas en humo son las peores
de resolver. Lejos de enfrentarme a lo que debería darme miedo, me
he acostumbrado a vivir con ello sin abrir siquiera la boca. Cuantas
menos preguntas haga con menos respuestas me voy a chocar. Lejos de
inquietarme mis inseguridades, además, lo que me aterra son las
certezas, y no hablo de la muerte detrás de cualquier esquina,
porque ella no es una certeza sino más bien un lugar. Las certezas
que me sacuden son otras, como la de saber que hay cientos de
kilómetros entre ella y yo, tantos como razones para hacer todo lo
posible por olvidarla. La certeza de que su nombre será siempre una
estrofa que me estremece, o la certeza de irme a dormir sin saber si
mañana querré despertar.
Bebo siempre con mis heridas. No trato
de curarlas, porque ellas están ahí para siempre, trato más bien
de subrayarlas. El alcohol es en realidad alimento para lo que te
atormenta, porque riega recuerdos secos para convertirlos en un
pasado verde y lustroso que no deja de regresar. Y esa noche, en
aquel bar, bajo esa música que siempre está demasiado alta, yo
bebía como siempre, con mis heridas a los costados. Mientras el
último tequila abrasaba aún garganta abajo descarté la cerveza y
la cambié por ginebra, que deja menos poso en el alma porque se bebe
y se llora con el mismo color. Mientras el camarero me servía barrí
con la mirada la oscuridad del local y me sentí viejo, y no era sólo
una cuestión de edad. Chicos y chicas brindaban y cantaban canciones
que no conocía, y aprovechaban los ratos más sombríos para
rozarse, para unir unos palmos de piel durante unos instantes
tratando de despertar la noche a golpe de cadera. Y entonces las vi.
A las dos, vestidas con dos sonrisas de pura luz en aquella tiniebla.
Dos certezas de esas que tanto me aterran.
En ese instante, la música cambió. No
sé si fue justo en el momento o la fiebre del relato idealiza mi
recuerdo, pero el ritmo sostenido giró hacia la cadencia pegajosa de
algo parecido a una bachata. Y ellas, a un paso de distancia y
riendo, no dejaron de bailar. Eran dos partes diferentes de una misma
fotografía, dos frases arrancadas antes de un estribillo. Tacones,
falda y medias negras, arañazos de negro sobre blanco por debajo de
la blusa negra una; la otra el moreno de la piel bajo el rosa de la
tela. Una con el pelo corto y la sonrisa, la otra con la risa
enmarcada en una melena negra. El baile divertido y yo embelesado,
lanzándole besos cortos a la ginebra. A su alrededor, un grupo de
chavales que las mira, alguno quizá las desea. Pero nadie más
existe esa noche.
No tuve que acabar la copa para saber
que sus nombres serían dos versos importantes en el credo de
inseguridades de mi vida, jamás me sacudió tan clara una certeza.
Porque aquella noche las vi bailando solas, sin sus heridas, que
esperaban acodadas en la barra su turno en medio de la música. Las
llamé y las puse a mi lado, junto a mis heridas, y bebí también por
ellas. Para que las dos amigas continuaran con esa risa sin ataduras.
Una de ellas me miró de reojo y levanté mi copa para hacerle saber
que sus cicatrices quedaban a buen recaudo, que la noche era para su
futuro y no para su pasado. Que todas las noches deberían ser de
ellas. Ya me bebo yo todas sus heridas, que son ya como mías. Yo me
encargo de sacar a bailar a todos sus pesares.
Para Merce y Susana.
Por muchos bailes sin heridas.
1 comentario:
Jo, qué tierno te pones cuando quieres. Me gusta tu lado protector de guardar las heridas de otros... pero quizás porque envuelto en tus palabras todo me gusta un poco más.
Un besazo!
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