Llevo dos horas despierto y me estoy bebiendo un café. Para mucha
gente este dato puede ser habitual, cotidiano, pero para mí no. Lo
normal es que ahora mismo me estuviera bebiendo una cerveza. Un momento,
¿hoy qué es? ¿Jueves? Sí, pues eso, una cerveza. De lunes a jueves,
cerveza; viernes y domingo, ginebra; el sábado cualquier cosa que me
pongan con un poco de hielo. Ese calendario es el único resquicio de
orden que ahora mismo le permito a mi vida, que mantengo desde que ella
se fue. Ella. Ahora hablaré de ella. Hay un cierto orden en el caos,
como digo, una rendija de luz. Como bebo por las noches y vomito algunas
madrugadas, siempre duermo por el día. Me levanto a media tarde y ahí
empieza el control: nada de alcohol hasta que llevo dos horas despierto.
Anoche bebí y no vomité, he dormido durante el día y desperté justo
hace dos horas, y aquí estoy, echando el segundo azucarillo en una
enorme taza de café. Hay días en los que la rutina es imposible de
sostener, incluso cuando se trata de una tan difusa como la mía.
Tenía
que haberme afeitado. Sé que ahora hay tipos que se pasan horas delante
del espejo para salir de casa fingiendo un perfecto desaliño, pero lo
mío es distinto. Se me nota a la legua que estoy jodido de verdad.
Normalmente paso desapercibido en el Infierno, el bar al que acudo todos
los días a ver si por fin me mato, pero eso, más que mérito mío, es
demérito del entorno. En primer lugar, aquel garito es un antro, así que
la oscuridad beneficia a todos los que lo frecuentamos, que podemos
beber sin que nadie nos mire fijamente ni nos moleste. En segundo lugar,
es un local de alterne, y ni siquiera es de los buenos, así que yo, que
acudo allí sin vicios y con el único castigo de la bebida y en busca de
un rincón de oscuridad, formo parte de la clientela más selecta de
aquel antro de alterne. Además, he trabado cierta amistad con la dueña,
Mariela, que atiende la barra vestida siempre con un corsé que evidencia
tiempos mejores, y que se ha convertido, de un tiempo a esta parte, en
mi confesora y casi consejera. Además de por la paliza que le pegó un
día a un desgraciado que se pasó de la raya en el Infierno, allí donde
no hay muchos límites, Mariela también es famosa porque rara vez se
equivoca. Para desgracia mía. Cuando le hablé de ella no se lo pensó dos
veces. “Esa chica te va a costar la vida, Nacho”, me dijo, y ese día
empecé a fumar a ver si el tabaco le quitaba la razón a la camarera,
pero ni por esas. Joder, tenía que haberme afeitado. Debo tener un
aspecto lamentable a pesar de haberme puesto mi mejor camisa, es decir,
la única decente. La llevo arremangada a pesar de que empieza a
refrescar para que no se note que los puños están manchados. Quizá si no
parezco tan jodido ella se crea de una vez eso que le he dicho en
demasiadas ocasiones, que puedo cambiar.
Fue ella la que me llamó.
“Quiero saber de ti, cómo estás”, me dijo, y propuso que quedáramos
para devolverme las llaves de mi casa. Hace tiempo que lo dejamos, pero
aún las tenía, y ese simple hecho me hacía albergar la esperanza de que
abriera la puerta un día y todo empezara de nuevo, y volviéramos a
llenar los días de un montón de primeras veces, porque son esos pequeños
despertares los que todavía me queman por dentro. La primera vez que la
vi, la primera vez que sonrió, la primera vez que me habló. La primera
vez que la vi salir de la ducha con el pelo mojado cayéndole a los lados
de la cabeza y una cortina de vaho tras de sí. La primera vez que la vi
dormir, la primera vez que se despertó para besarme y para volverse a
echar la almohada encima de la cara. La primera vez que se enfadó de
veras, la primera vez que lloró junto a mí. La primera vez, también, que
me dejó. Y ahora, para la que será la última vez que me deje, me dio
una hora y una dirección, y me sacó de la oscuridad de mis tardes a la
luminosidad de una cafetería tan pulcra que cuando llevaba tres minutos
dentro he sentido la imperiosa necesidad de salir a respirar, y aquí
estoy, en la terraza, empalmando un pitillo con otro para tratar de
poner algo de humo a la despedida, para que el recuerdo, a fuerza de ser
algo borroso, duela un poco menos. La gente que me rodea empieza a
preguntarse quién es ese tipo que fuma y que, llevando dos horas
despierto, va a pedir otra taza de café.
Cuando el camarero se va
enciendo otro cigarrillo y aguanto la primera calada dentro tanto
tiempo como puedo antes de toser. El tabaco mata, dicen, pero no lo
suficientemente deprisa. Vamos Nacho, suéltalo hombre, que estás dando
la nota. Buen chico. A las ocho, me dijo ella, y como sé que siempre
llega puntual preferí adelantarme e inspeccionar el sitio. Ni siquiera
el día me acompaña. Desde que fijamos la cita del adiós he rezado todos
los días para que lloviera, porque en todas las despedidas románticas
hay algo de lluvia, ¿no? Al de arriba debió entrarle la plegaria al
buzón del correo no deseado, porque el cielo está limpio y el sol brilla
en mitad de la tarde, a pesar del fresco. No le culpo. Dudo que
conociera siquiera la dirección del remitente.
Ocho menos tres
minutos, no va a tardar mucho en llegar. El final se acerca y me resisto
a repetir su nombre, y he dicho bien, su nombre, porque es suyo y de
nadie más. Hasta que la conocí, no lo había escuchado en mi vida, y dudo
mucho que en el futuro me lo vuelva a cruzar y se me vuelva a atravesar
de esta manera. Ni siquiera en eso tengo algo de fortuna, porque podría
llamarse Ana y sería fácil de borrar: bastaría con encontrar otras
‘Anas’ con las que mitigar su recuerdo. O María, hay muchas marías,
alguna incluso en el Infierno. Pero no. Tiene un nombre que para mí ha
sido compuesto sólo para ella, un acento que nunca podré borrar.
No
voy a pedir más café. Quiero una cerveza. Llevo dos horas y diez
minutos despierto y quizá no sea del todo malo agarrar del cuello a la
rutina y sentarla aquí a mi lado mientras esperamos. Es más, quizá los
recuerdos que me queman hayan sido prendidos por la llama de su ausencia
y los haya hinchado mi cerebro, atrofiado de tanto trasnochar. Quizá en
realidad no hay un bosque atlántico calado de rocío detrás de sus ojos
castaños, ni sea adorable su gesto, siempre sereno y como a medio
despertar. Quizá su sonrisa no sea tan brillante como la recuerdo,
cuando me miraba, tumbada, mientras se apartaba con la mano el pelo
negro que le caía sobre la cara. Quizá no haya un camino en su piel ni
un credo escrito en sus tatuajes. Quizá no venga. Ella nunca llega tarde
y son las ocho. Quizá no quiera darme las llaves porque no quiere
cerrar la puerta del todo. Quizá no sea tan malo pedir una cerveza. Voy a
hacerle un gesto al camarero porque son las ocho y uno y ella no va a
venir, porque ella nunca llega tarde. Porque en realidad todo esto ha
sido…
Mierda. Está cruzando la calle y me ha visto. Sonríe mientras se acerca. Y está radiante, ilumina. Preciosa.
Y el camarero viene hacia mí con otra taza de café.
miércoles, 26 de marzo de 2014
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1 comentario:
esta vez sí es un comienzo, no? Al menos suena a ello. Porque los finales son el comienzo de algo. Ay, no sé, yo me entiendo.
Un besazo enorme, pedazo de escritor.
P.D. Si quedaras conmigo llovería. Como siempre. ;)
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