Debe haber cientos de personas alrededor nuestro, hablando,
señalando al cielo, exclamando hasta casi gritar, pero para mí, en esta noche
de agosto, estamos solos los dos: los dos más solos del lugar. Tú eres un verso
desordenado que brota en cualquier parte, yo un escritor a medio cocinar. Vine
aquí buscando una historia que contar y me llevo un puñado de secretos escritos
sobre piel con las yemas de tus dedos, secretos imposibles de revelar. Por eso,
mientras llora San Lorenzo yo te miro, te memorizo, de desaprendo; quemo en la
memoria algunos de nuestros recuerdos para empezar la difícil tarea de tenerte que
olvidar.
Pero qué hago si con los ojos cerrados me llega el olor de
tu pelo, la protesta sorda de unos ojos que casi nunca dejan de llorar. Qué
hago si en lo más oscuro brilla el aro de tu nariz, ese pequeño anillo de plata
que desde una de tus aletas desafía tu cara de niña buena y te da ese aire de
mujer imposible de dominar. Qué hago si ahora, en el silencio que nos desmarca
del griterío de la multitud, mis labios evocan tus pechos, mi boca se bebe tu
sudor. De qué forma olvido que cuando pongo la mano sobre tu vientre no me
importa que me duelas. Ahí, en esos palmos de piel caliente, siento que no me
engañas porque noto el latido de tu cuerpo, de tu corazón, a través del fino
tambor blanco de tu tripa. Bum-bum, bum-bum. Por eso, mientras tu respiración
se vuelve calma, deslizo la mano bajo tu camiseta y repaso el hueso de tu
cadera, a un lado, al otro lado, marcado, cortante. Y abro la mano sobre tu
estómago, y mis dedos rozan algunos lugares que mi lengua se sabe de memoria. Y
arriba, en el cielo, San Lorenzo no deja de llorar.
He aprendido algunas cosas en este tiempo de dolernos. Sabía
que una mujer rubia es un presente formidable y he descubierto, ahora, que las
morenas doléis de verdad. Ahora sé que el amor llega de veras cuando alguien te
mira a los ojos mientras te clava las uñas en la espalda y te araña, y que el
único te quiero que necesito es tu boca susurrándome ‘quiero más’. Que desnuda,
en medio de la noche, con tu piel tan blanca no necesito lunas en el cielo. Que
las poetas sois un verso que no hay que escribir sino descifrar. Que las
estrellas fugaces son las lágrimas de un santo a las que la gente pide deseos.
Que tú y yo, vestidos o desnudos, compartimos una misma forma de desear.
Por eso, ahora que intento olvidarte, aparto la vista de ti
y miro al cielo justo en el momento en el que uno de esos arañazos se decide a
brillar. A tiempo justo de que pidamos un último deseo. El mío, que no te
vayas; el tuyo, que nunca te deje marchar.
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